viernes, 7 de marzo de 2025

Sobre Europa

 

Introducción de Julián Marías al libro titulado "El espíritu europeo", publicado por la editorial Guadarrama en el año 1957, con las intervenciones de las Rencontres Internationales de Ginebra. Texto imprescindible y necesario en estos tiempos convulsos, que pueden servir de orientación a las personas interesadas en los destinos de Europa. 

Para conocer el conjunto del pensamiento de Julián Marías sobre esta cuestión existe un apartado dedicado exclusivamente a ella, en el siguiente enlace de esta bitácora: Europa



                             Sobre Europa


Desde hace diez años vienen celebrándose anualmente las Rencontres Inernationales de Genève. Apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, en 1946, se inauguraron con una amplia serie de conferencias y discusiones sobre un tema apasionante y por lo visto, urgente: El espíritu europeo. Han pasado diez años: mucho tiempo cuando la historia tiene tan rápida variación. Leer ahora las páginas en que se recogen las conversaciones de hace un decenio tiene un doble interés: sobre el que tuvieron en su día, el de la distancia que de ellos nos separa. ¿Hasta qué punto son hoy actuales? ¿En qué medida ha cambiado la realidad de que se habló en Ginebra? Los acontecimientos que median entre lo que allí se dijo y el presente, ¿cómo iluminan, confirman o desmienten los puntos de vista de las oradores ginebrinos?


No puedo librarme de una impresión doble y, a primera vista al menos, contradictoria: 1) que ba pasado tanto tiempo, y en él tantas cosas, que nuestra situación poco tiene que ver con aquella; 2) que estamos en las mismas y no se ha avanzado un paso. Si estas dos impresiones fueran justificadas, su única explicación posible seria el piétinement sur place. Pero esto significaría, a su vez, das cosas inquietantes una, que la historia europea habría perdido y no encontrado su "argumento"; que el pensamiento europeo estaría "marcando el paso” o, dicho con otra imagen, funcionando en el vacío.


De ser verdad una de estas dos cosas, muy probablemente lo sería la otra también. Si el pensamiento no parte de realidades, sino de esquemas sustantivos, a bien de deseos, es difícil que muerda sobre lo real con suficiente eficacia, que "engrane” en ello y marche hacia adelante, conducido por las cosas mismas; y si esto ocurre, la función imaginativa y proyectiva se detiene, y no es posible el argumento que es el primer motor de la vida colectiva. Porque la imaginación histórica no puede ser simple ficción, sino que ha de ser imaginación concreta, en vista de las cosas. Cuando la realidad no es agradable, o se ajusta a nuestras convicciones, o es demasiado compleja, propendemos a sustituirla por nuestros deseos: es el wishful thinking, una de las más peligrosas tentaciones de la mente humana. A él, si no me equivoco, se ha abandonado Europa ilimitadamente en este último decenio - por supuesto, no sólo en él -. Conviene advertir sin embargo, que el wishful thinking no se identifica forzosamente con el optimismo; si así fuera, difícilmente podría atribuirse a la Europa de estos últimos años. Cuando se habla de pensamiento desiderativo, hay que aclarar qué función precisa tiene en él el deseo; y caben desde luego dos posibilidades: 1) pensar que las cosas son como se desea; 2) desear que las cosas sean como se piensa. Lo primero es ciertamente optimismo; lo segundo puede ser el pesimismo más negro, aliado con la pereza mental o la falta de confianza en la razón.


Sería largo y excesivamente dificultoso analizar en detalle las conversaciones de Ginebra de hace diez años y la suerte ulterior de Europa y su pensamiento, para comprobar o desmentir esas sospechas. Me parece más útil y hacedero ensayar un camino distinto, que acaso al final, indirectamente y sin proponérselo, lleve a alguna claridad sobre esa cuestión: simplemente, meditar un poco sobre la realidad de Europa.


Hace algún tiempo, en mi libro La estructura social, intenté precisar el carácter que como sociedad le corresponde a Europa. Para mí no es dudoso que las sociedades efectivas -aunque insuficientes-en el continente europeo son las naciones; pero éstas se articulan entre dos formas de sociedad con las cuales es forzoso contar, porque sin ellas las naciones son incomprensibles: de un lado las regiones, de otro lado Europa. Llamaba a las regiones "sociedades insertivas", porque a través de ellas se suele realizar la inserción de los individuos en el cuerpo nacional, por otra parte, entre las naciones y Europa hay una relación de implantación: las naciones están “implantadas” en Europa _ la cual es previa a ellas-, como en un "ámbito" o mundo dentro del cual se diversifican, conviven, pugnan entre sí y, sobre todo, concurren. Si las regiones representan el sustrato arcaico de cada nación, conservado hoy en esa forma, vivo y operante, Europa es el horizonte de todas ellas, y en esa condición europea radica su dimensión programática, su futuro, su "argumento". He recordado a veces que tradicionalmente se ha entendido la política, primariamente, come política "exterior”; en vigor, se quería decir política europea. Por eso, siempre que la situación histórica o su voluntad particular han llevado a una nación a "retirarse” de Europa, a retraerse y recluirse en sí misma, auto-máticamente se ha producida un fenómeno de cerrazón y anquilosamiento, que es, simplemente, la amputación del futuro.


Europa es un sistema muy complejo de unidades y diversidades, una interferencia dinámica de estructuras sociales de desigual plenitud, y por tanto de realidad y función muy diferentes. Las naciones proceden ya de ciertas unidades previas -las hoy regiones, que fueron antes sociedades sensu stricto, resultado de procesos de incorporación, cuya duración y dificultad han sido muy desiguales, que en ocasiones no han terminado todavía -en todo con, no han sido simultáneos-, Pero, por otra parte tanto las naciones como las unidades previas a éstas, se han originado se han originado sohre el terreno de otra sociedad, de estructura bien distinta de las de unas y otras, por supuesto no nacional, concretamente el Imperio Romano. Los reinos medievales y luego las naciones modernas se han gestado dentro de un ámbito que es lo que quedó cuando el Imperio Romano dejó de existir como sociedad plenamente actual y una. Sin embargo, al suceder esto, el Imperio no desaparece, sino que pervive en múltiples formas secundarias, quiere decir en figura de "sociedades” parciales, abstractas, ideales, etcétera: por le pronto, como recuerdo; más aún como prestigio y paradigma de lo que debe ser una sociedad; en tercer lugar, como meta ideal a la cual se tiende: cuando de hecho se está organizando el mundo medieval que desembocará en las estructuras nacionales, se piensa que se está “restaurando” el Imperio; por último, en forma de pervivencias parciales: instituciones jurídicas, organización administrativa. Toda esa unidad pretérita,, dentro de la cual se van constituyendo las sociedades medievales, se actualiza de un modo muy sutil, no “temporal”, sino “espiritual” - en la medida en que esta separación resulta posible-, bajo la especie de la Cristiandad.


Αquí empiezan, sin embargo, a surgir los equívocos. Die Christenheit oder Europa, escribía Novalis; ya desde antes, y sobre todo en el siglo XIX y en el XX, se puso en tela de juicio esta identificación. De un modo, no obstante, unilateral y no el más justificado; se insistía, en efecto, en que tal vez Europa no era enteramente cristiana, o no lo sería siempre; lo decisivo es lo opuesto: que la cristiandad no se puede reducir a Europa, no puede identificarse con ell, ni siquiera a título de forma “eminente”. Es cierto que Europa se ha constituido históricamente en función del cristianismo, que una de sus primeras formas de conciencia de sí propia ha sido considerarse como “cristiandad” -especialmente en el sentido de la pretensión de ser cristiana, y en éste ha sidi España la nación europea por excelencia, ya que no se ha encontrado simplemente siendo cristiana, sin más problema, sino que ha tenido que afirmar penosamente su decisión de pertenecer a Europa y a la cristiandad, y no al Islam -: es cierto también que al cristianismo le ha acontecido, del mismo modo que originarse en Judes y desarrollarse en el Imperio Romano, tener una primera realización en Europa; pero no puede quedar consignado en ningún sentido a ésta, limitado por ella, vinculado a una forma histórica precisa, la europea; y en la medida en que esto ocurre, es el mayor obstáculo con que troìeza la expansión del cristianismo y una realización más rica y plena de la cristiandad.


Lo decisivo es que las naciones europeas están en Europa; es decir, que ésta no es simplemente la suma de aquéllas, un resultado, sino al contrario: Europa es un ámbito preexistente a las naciones, irreductible a éstas, y por consiguiente siempre las excede; de ahí también que todas las veces que una nación europea ha sentido la tentación de suplantar a las demás, ha cometido un delito de “lesa europeidad”, y la consecuencia ha sido que, al quedar Europa afectada por ello, la nación causante ha venido literalmente a menos, por haberle faltado la realidad europea de la cual – Como todas las demás – tenía que nutrirse.


Pero esto no quiere decir forzosa armonía y convergencia de las naciones europeas. La historia de Europa es cualquier cosa menos pacífica, y esto desde que Europa existe; aun sin hostilidades bélicas, ha sido siempre constitutiva de ella la pugna, la rivalidad entre sus naciones; por lo menos, en la aspiración a lo que he llamado la “jefatura de la ejemplaridad europea”; el modo de ser europeo no existe más que diversificado en los modos de ser nacionales; desde el Renacimiento, los distintos países se han sucedido en esta ejemplaridad. Primero de manera no plenamente lograda, Italia – yo diría que en forma parcial, es decir, en ciertos aspectos particulares de la vida, y ello tiene estrecha conexión con la tardanza en constituirse la nación italiana -; luego España, Francia, Inglaterra. Adviértase que Alemania tampoco ha logrado nunca una vigencia total de su peculiaridad nacional, sino de dimensiones aisladas – la ciencia, por ejemplo, pasajeramente la “eficacia” en nuestro siglo, ya desde un poco antes de la Primera Guerra Mundial - ; Hecho que hay que ligar igualmente a la deficiencia de Alemania como nación. Esto tiene una consecuencia notoria, un aspecto decisivo de la cual es menos notorio.


Me refiere a la relación de reciproca extranjería que es nota esencial de las naciones de Europa. Cada una se afirma en frente a las otras, distinguiéndose de ellas, en cierta medida oponiéndose. Este es un hecho que no se ha dado en otras formas de sociedad y que introduce un principio de diferenciación y “rivalidad” en el seno mismo de cada realidad nacional. Pero – y en este aspecto a que me refería - esta situación envuelve un aspecto positivo, que no se suele subrayar: la presencia de los demás naciones en cada una, es decir, la existencia dialéctica de Europa como tal en cada una de ellas. Son naciones de Europa, pertenecientes a ella, hechas de ella, y esta condición aparece revelada por el hecho mismo de la extranjería como tal. Salvo en un sentido abstracto, la extranjería no se da entre Francia y la India o entre la Argentina y el Tibet, porque cada uno de estos países, al mirar hacia adentro, no encuentran al otro. Еn cambio, Francia, Portugal, Holanda, España, Inglaterra, Alemania, todas le naciones europeas so definen por sus límites, es decir, por sus fronteras, realidades históricamente dinámicas.


Europa, en rigor, es un sistema de "marcas", que no son tanto los lugares en que los países terminan, como aquellos en que se encuentran. Podríamos decir que las fronteras constituyen el aparato sensorial de Europa. Y por esto la queratinización de las fronteras lleva al país que la padece a la insensibilidad - incluso, y muy principalmente, interna -, y por tanto a un estado de letargo o marasmo.


Una de sus formas es el provincianismo que afecta a casi todas las naciones de Europa, en grado mayor a menor, desde mediados del siglo XIX. El legítimo provincialismo por el cual cada nación se reconoce como provincia de Europa es sustituido par un provincianismo en virtud del cual, como dijo una vez Ortega, se cree que la provincia propia es el mundo. De ahí et fenómeno un poco grotesco de que el "europeísmo" a ultranza, la actitud de desconfianza, recelo o desdén frente a todo lo que no sea europeo, suele darse unido al desconocimiento de Europa, a su simplificación y empobrecimiento extremos. Para decirlo con una fórmula caricaturesca, pero no tan irreal como parece, existe la actitud que se formularía así: "Europa = Gide y. Valéry” y claro está, otra serie de ecuaciones análogas.


Todo el mundo sabe, por supuesto, que junto a su nación están las demás, y que en ellas hay, más o menos, campos, industria, ciudades, arte, escritores, ideas. Pero una cosa en "saber" y otra “contar con". En el mejor de los casos, cada país europeo conoce unos cuantos nombres de los demás - de algunos de los demás -, y hasta es posible que una parte de esos nombres tengan una significación o contenido para ciertas minorías. Pero, salvo excepciones, nada más. Quiero decir que a la hora de tomar posición frente a los problemas, el hombre medio de cada país, e incluso el hombre intelectualmente distinguido y cultivado, se atiene a su nación. Nada habría que objetar a esto si fuera verdad, quiero decir si fuera posible. La que sucede es que, de hecho, esas ideas "francesas", "inglesas”, “alemanas” no son lo que parecen, sino europeas; que vienen de otros países, y no tanto en forma de otros, es decir, de simple “importación”, como en forma de un amplio nosotros, cuyo nombre es Europa. Tenemos la tentación de considerar como francesa una idea determinada; inmediatamente caemos en la cuente de que esto es una ilusión o un engaño: que ese idea viene de Alemania; pensamos entonces que es alemana; pero éste es un nuevo error, porque a su vez tal idea, madurada y formulada en Alemania, viene de España, y tampoco es española, porquе sus gérmenes fueron tal vez franceses y alemanes nuevamente. Cuando vemos que Sartre parafrasea, desarrolla y modifica a Husserl y a Heidegger, y con frecuencia repite - sin mención - a Ortega, tenemos que resistir la tentación de concluir, apresuradamente, el origen alemán y español de sus ideas; porque sabemos muy bien que Husserl es inconcebible sin el francés Descartes y el inglés Hume; que no se comprende a Heidegger sin el dandr Kierkegaard ni a Ortega sin Descartes, Leibniz y Kant; y a ninguno de ellos sin los griegos Platón y Aristóteles. Cuando leemos a Galdós, ¿cómo olvidar que aprendió a novelar en Dickens y en Flaubert y Balzac? Pero ¿cómo olvidar que éstos aprendieron en Fielding, y éste en Cervantes?


La "densidad” real de Europa está, pues, rebajada por esta situación. El enorme descenso de nivel que se produce en el área del Imperio Romano después de las invasiones bárbaras apenas se comprende si no se tiene en cuenta el hecho de la disgregación y atomización de las partes; mientras antes cada miembro del Imperio contaba con - en el doble sentido de "temer en cuenta" y "disponer de” - todos los demás, súbitamente limitada y empobrecida. Aunque aparentemente hay más complicación que nunca, más ir y venir y comentar e intervenir dentro de Europa, en los estratos profundos los países están hoy insospechadamente aislados. En uno de sus últimos trabajos, Ortega habló de la “antipatía" existente entre los pueblos europeos, que tradicionalmente se habían admirado aún en medio de la enemistad. Encerrados en sus peculiaridades domésticas, incluso en sus"manías" privadas, son hostiles a las ajenas, que les aparecen bajo una figura negativa. Lo más grave de todo es la falta de auténtico interés de unos pueblos por otros, la incapacidad de oir a los demás; la propensión, cuando por azar parece que se está escuchando, a reducir la voz ajena a lo ya familiar y conocido.


Creo que la razón de ello - al menos una de las razones decisivas - es la pérdida de la perspectiva histórica justa, y pur tanto de la jerarquía. Trazaré de explicarlo. La cosa data de la plena vigencia del principio de las nacionalidades, cuyos efectos son históricamente notorios hacia 1870. Las naciones eran una realidad desde cuatro siglos antes; más correctamente, desde fines del siglo XV había naciones en Europa, pero no sólo no era cierto que Europa estuviese "compuesta” de naciones, sino que ni siquiera eran naciones los elementos integrantes de Europa: había en ella naciones y... otras cosas. En sucesivas promociones se realiza el proceso de nacionalización en Europa: primero, España, Portugal, Inglaterra y Francia; poco después, Holanda; tras una pausa, Suecia; después, desde mediados del siglo XVII, las cosas se complican bastante-aunque es claro en qué consiste esa complicación-. El cuerpo total de los países germánicos, de articulación muy intrincada, empieza a transfomarse por la aparición, en Prusia, de un centro nacionalizador. En rigor, Prusia no llega a ser propiamente una nación, sino una semi-nación, cuyo destino será integrarse con el resto de los pueblos germánicos; sin embargo, dos dificultades perturban, si no me equivoco, lo que hubiera podido ser un proceso de nacionalización normal: la primera, el gran peso de Viena y la Casa de Austria dentro del mundo germánico, que la hace irreductible a una nación hecha desde Prusia - las consecuencias de esto llegan hasta el Anschluss de 1938 y, por tanto, hasta hoy- ; la segunda, consecuencia de esta situación, que el desequilibrio entre Prusia y los demás elementos que van a integrar la nación alemana es demasiado grande y la serie de “incorporaciones” necesarias para ello está viciada por una constante tendencia de Prusia a la “anexión” de los otros países. Por otra parte, la nacionalización de una Alemania enérgicamente prusificada obliga a Austria ser también una “nación” - en rigor, nunca lo fue -, y ésta es una seudomorfosis que se le impone y que va a confundir toda la historia del siglo XIX. Muy probablemente, la función del Imperio austriaco era la de ser “vicario” de la naciones allí donde éstas no eran posibles, y servir de tránsito a una futura organización supranacional de Europa. Pero cuando las naciones, en lugar de contentarse con existir – donde y cuando existen – se hacen cuestión de principio- el famoso principio de las nacionalidades -, todo tiene que ser nación, velis nolis, y precisamente "por principio". De este modo, Austria se comporta como una nación más, y a la vez hacen lo mismo sus elementos integrantes, que tampoco lo eran, y ya por analogía todos los demás países europeos.


Todos son "naciones”, todos son “iguales", todas quedan en el mismo plano, Inglaterra como Montenegro, Rumanía coro Francia, Suiza como España, Servia como Austria (y poco después Vugoslavia como Portugal, Checoslovaquia como Polonia) El relieve histórico europeo tiende a desaparecer, hay tantas cosas que tener cuenta - y todas por igual -, que acaba por no contarse con ninguna. Los nacionalismos que dominan la vida europea desde hace cuarenta años - y en muchos aspectos hoy más que nunca - no son primariamente un fenómeno político, sino más hondo: social.


Las complicaciones no terminan aquí; he omitido hasta ahora toda mención de Rusia, precisamente porque actualmente es el factor más difícil de comprender. Es claro que Rusia no es una nación; ni siquiera es, sin más, un país curopeo; la vieja distinción geográfica entre "Rusia europea" y "Rusia asiática", aunque sohrado ingenua, advertíia ya la dificultad; pero no es menos claro que en alguna medida Rusia está en Europa -diríamos que tiene un pie en Europa- , y que, por otra parte, en Rusia se constituye algo así como una nación, desde tiempos de Pedro el Grande. Tenemos una interferencia, de magnitud colosal, entre dos parejas de programas de vida colectiva: Rusia oscila entre ser Europa o ser otra cosa (no "Asia", porque Asia como sociedad no existe ni ha existido nunca); y entre ser nación (cuando esto ocurre, se comporta respecta de sí misma como una potencia colonial y colonizadora) o algo bien distinto y que no ha llegado a definirse con precisión.


Esto nos pone en otro terreno: el de los limites externos de Europa. Las discusiones sobre si Rusia pertenece o no a Europa están, de momento, zanjadas por ella misma, que se ha excluido de ella. No se piense en su negación de la "cultura cristiana y occidental", o en el comunismo, porque habría que considerar si esto la excluye realmente a no de Europa. Lo que la elimina en absoluto es un aspecto muy concreto y perfectamente aislable de todo lo demás - quiero decir en teoría; otra cosa es saber si de hecho va ligado al conjunto de la situación -: el "telón de acero". Porque éste es la forma radical y extrema de lo que he llamado la “queratinización de las fronteras”. Rusia no pertenece a Europa porque su estructura consiste en su no pertenencia, en la eliminación de esa presencia de las demás naciones en la cual estriba, como vimos antes , la esencia de las naciones de Europa. Una sociedad es un sistema de vigencias comunes; Rusia, hoy por hoy, tiene un repertorio completamente distinto y, lo que es más, impide la ósmosis en virtud de la cual se operan transformaciones de las vigencias, su transmisión, extensión o implantación, En este sentido, está a enorme distancia social de Europa, y en la medida que se ha extravasado de sí misma para extenderse a países inequívocamente europeos, ha producido una perturbación histórica sólo comparable a la que determinó la expansión árabe en el mundo mediterráneo en los siglo VII y VIII, y que causó la transformación del escenario de la cultura antigua definido por las dos orillas del mar - en el de la historia medieval- la costa norte con su hinterland, es decir, precisamente Europa.


En cambio, Europa queda forzosamente referida, quiera o no, a la otra orilla, la atlántica occidental, es decir, a América. (Reparesé en que, humanamente, es decir, teniendo en cuenta la técnica y, por tanto, las posibilidades realess, el Atlántico tiene hoy dos orillas, no más alejadas que lo estuvieron las del Mediterráneo hace dos mil años.)l. América no es Europa, pero ésta no se agota en sí misma, sino que incluye su consecuencia americana. Dicho con otras palabras, ambas pertenecen a una sociedad más tenue que las naciones, incluso algo más que Europa, a un sistema de vigencias menos “tupido”, que se llama Occidente. La unidad de Europa se ha retrasado lo bastante para que ya no pueda ser una sociedad “suficiente” y autónoma; no lo son, por supuesto, las naciones; tampoco lo es ya Europa como totalidad, sino que ésta ha de funcionar como un elemento sustantivo de una sociedad más vasta, la occidental. En este sentido se puede decir que Occidente representa la dimensión de futuro, programa y argumento de Europa; lo que ésta significa para sus naciones, lo que es para ella la compleja sociedad occidental.

Nada me parece menos inteligente - y, por tanto, más peligroso - que la actitud que consiste en “encerrarse” en Europa, para dentro de ella hacer gestos “exquisitos”, tan frecuentes en estos años: “entre América y Rusia, Europa, que es la cultura y el esprit”, etc. Hay quienes se resignan a que Europa sea un museo , lleno de viejas bellezas y de recuerdos de un tiempo en que sobre su suelo se vivía. Esta actitud supone una identificación – al menos una aproximación – de Rusia con América, que carece de todo fundamento, porque las contadas semejanzas que puedan darse son puramente abstractas y formales, históricamente inoperantes: los sistemas de vigencias que constituyen a Rusia y a las sociedades americanas – que son varias e irreductibles entre sí – son radicalmente distintos; tanto como su génesis, casi tanto como sus pretensiones o programas de vida colectiva, divergentes hasta el extremo. Supone, además, la ohturación del futuro europeo, la anulación de nuestra gran empresа colectiva.


Seria largo de contar cómo se ha llegado a este postura. Su supuesto básico es que lo verdaderamente europeo es lo intraeuropeo. Yo creo, por el contrario, que Europa es, más que un sustantivo, un verbo: europeizar. En los últimos ochenta o cien años, los dos países más representativos de Europa han sido Francia y Alemania, símbolos respectivos de la literatura y la ciencia; dos países cuya participación en la constitución del otro lóbulo de Occidente ha sido mínima. España y Portugal han estado ese tiempo casi al margen de la historia; Inglaterra, menos “brillante”, ha carecido de la retórica necesaria para asegurar la leadership histórica, y, además, ha estado demasiado azacanada con los problemas internos de la Commonwealth. Si esto tres países verdaderamente trasatlántico – para mí, archieuropeos – hubiesen dado el tono de Europa, no se habría repetido tanto el ritornello de la Europa reclusa en sí misma, incontaminada, equidistante de las dos barbaries que ka cercan. Hubiera sido evidente que el destino de Europa es Occidente, y que por ello no es un museo de delicias pretéritas, sino un drama humano con argumento y futuro.


Porque hay que advertir que el futuro de Europa no es América, como a veces se ha dicho. El futuro de Europa es ella misma con América, es decir, en Occidente. Y sólo desde ese punto de vista podrá hacer frente al problema más grave de este tiempo: la integración del mundo histórico.


En los últimos años, y con velocidad inquietante, están entrando en el escenario, uso tras otros, todos los pueblos del globo. El coro casi mudo de los países extraeuropeos, al menos no occidentales, está tomando la palabra, que a menudo es el grito. No ya el Japón, sino la India, China, Indochina, Corea, el Irán, Egipto y todos los pueblos árabes, Indonesia, el África negra: casi no hablan de otra cosa los periódicos. ¿Cómo se entiende esto? ¿Cuál es la interpretación vigente de este acontecimiento histórico? No se olvide que lo que es depende en enorme proporción de cómo es interpretado. Pues bien, lo que se piensa de la situación actual viene a ser esto: fin del colonialismo, constitución de nuevas naciones; el ideal, Naciones Unidas. Es decir, naciones y colonias: un esquema mental del siglo XIX, más que discutible. Porque ya hemos visto que – ni siquiera en Europa, no digamos fuera de ella – no todo son naciones; y, claro está, las que no son naciones no tienen por qué ser colonias. Ni de hecho lo fueron los países americanos antes de su independencia: los virreinatos no eras colonias españolas; eran las Españas; y los diputados americanos en las Cortes de Cádiz eran representantes de los “españoles de Ultramar”. Algunos filósofos, cuando encuentran que algo no es sustencia, infieren al punto que es un accidente; como si fuera evidente que la realidad tuviera que ajustarse a ese esquema; de igual modo hoy algunos políticos o intelectuales a lo que no es colonia llaman nación, y desde tan cómodo y tosco esquema contemplan a todos por igual. En lugar de considerar desde Occidente la incorporación al área histórica de los pueblos exteriores a él, miran desde las “naciones” una dolorosa subversión de “colonias”, o saludad con alborozo el establecimiento de nuevas naciones homogéneas; y allá van, sin discriminación ni perspectiva, el Afganistán e Italia, los Estados Unidos y Liberia, Francia e Indonesia, España y Marruecos, Panamá y la Unión Soviética, el Líbano y Canadá, el Pakistán y Bélgica.


Es evidente que Europa no sabe qué hacer ante la irrupción de los pueblos orientales y africanos; pero la causa de ello, y lo más grave de todo el problema, es que no sabe qué pensar.


Ya que Europa gusta decir de sí misma que es el pensamiento y la ciencia, ¿cómo suponer que no tiene futuro? El espectáculo de Europa – incluida, por supuesto, su vida intelectual . Es bien poco alentador; el que así no lo piense, es que se contenta con muy poco; constantemente Europa – en política, en ciencia, en literatura, en sus discusiones internacionales – da la impresión de estar por debajo de sí misma. Pero esto no significa que esté agotada, que pertenezca al pasado, que no tenga nada que hacer. Al contrario, se le ofrecen tareas apremiantes y sugestivas. Yo lo resumiría así: 1ª Superar el provincianismo, es decir, tomar posesión de sí misma; con otras palabras, y dando un nuevo sentido a una expresión tópica, hacer que los franceses, los italianos, los ingleses, los alemanes, los españoles, los suizos, los suecos, en lugar de ser europeos fragmentarios, atenidos a su país, sean europeos cien por cien, haciendo refluir en cada una de sus naciones la sustancia entera de Europa. 2ª Organizar lo que una vez he llamado el patriotismo europeo, que no es “una mera realidad económica o política, o cultural, ni una mera conciencia de unidad histórica, sino una fuerza, una viva potencia actuante, que nos penetra, nos domina y nos mueve y conmueve, porque es una emoción, algo que afecta al alma y al cuerpo, que persuade y humedece los ojos, que enorgullece y provoca rubor, que tensa los músculos y estremece”. 3ª Buscar su personalidad históric unitaria del único modo que ello es posible, en una biografía, hallando el papael propio dentro de Occidente. Y 4ª Inventar, desde la sociedad máxima que hoy existe y en la cual nos encontramos , el mundo occidental, formas históricas de convivencia – no inerte “coexistencia” – con esos otros mundos que , queramos o no, nos guste o no, están ahí.


Madrid, octubre de 1956.


JULIÁN MARÍAS





































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