domingo, 29 de octubre de 2023

Mundo Occidental y mundo Islámico

En el número 54 de la revista Cuenta y Razón escribió Julián Marías un escrito sobre la cuestión expresada en el encabezamiento de este apartado, dentro de un número dedicado al Islam y Occidente, después de la intervención internacional en la llamada "Guerra del Golfo", el año 1991.

Debido al interés sobre este tema, agudizada en los últimos tiempos, muestro seguidamente el contenido del artículo señalado.

Sobre Israel, se puede ver lo que pensaba Julián Marías, en esta misma bitácora:

                      Israel una resurrección

Otros textos sobre este mismo asunto:

 16 06 1989 Países cristianos, países islámicos

17 08 1990 El Islam, la Historia y el pensamiento

Mundo Occidental y mundo Islámico


La mayor diferencia, y más reveladora, entre estos dos «mundos» es la falta de simetría en esta denominación. En otros tiempos se hubiese dicho «Cristiandad e Islam» o «países cristianos y países islámicos». Ahora se mantiene una calificación religiosa para el segundo miembro, mientras que se emplea una, originariamente geográfica, más propiamente histórica, para el primero.

Se dirá que no todos los habitantes de los países de Occidente son cristianos; pero ¿se da por supuesto que todos los de los otros países son realmente musulmanes? Creo que la cuestión debería plantearse de otra forma. Sin duda cierto número de personas individuales no profesan una u otra religión, pero los países han sido configurados por el cristianismo o la religión islámica, sin las cuales no son inteligibles, sea cualquiera la actitud personal de sus habitantes. La causa de esa disimetría en la denominación actual de las dos fracciones de humanidad es que en los países cristianos hay grupos o minorías que impiden celosamente que se use ese nombre, mientras que en los islámicos hay otros que, aún con mayor celo, afirman el suyo y no consienten que se ponga en duda esa condición. Esta deformación de la realidad es uno de los factores que enturbian las relaciones entre unos otros.

Otro factor negativo, acaso el más grave, es el general desconocimiento de la historia en nuestra época. Los asuntos públicos están habitualmente en manos de políticos, economistas, sociólogos, periodistas y acaso militares, cuya formación histórica no suele ser suficiente y, sobre todo, que no incluyen la visión histórica en su perspectiva. Esta deficiencia adquiere una importancia particular cuando se trata del mundo islámico, por la relativa persistencia en él, a lo largo de los siglos, de actitudes políticas morales, culturales cuya variación es muy reducida. Esto es evidente en el arte, pero sucede algo muy parecido en las demás dimensiones de la vida. Mientras Occidente ha ido ensayando incesantemente formas nuevas, a veces con excesivo abandono de las anteriores, el Islam ha permanecido afincado en formas, estilos y actitudes que se repiten con mínima variación. Si no se tiene presente su historia es imposible comprender lo que es hoy ese mundo y qué conductas se pueden esperar de él.

La aparición del Islam en Arabia, a comienzos del siglo VII, acontece en una época en que todo el antiguo Imperio Romano, en Occidente y en Oriente, con todo el Norte de África y buena parte de la Europa que había quedado fuera de sus confines, estaba cristianizado, Mahoma (570-632) es casi exactamente coetáneo de San Isidoro de Sevilla. En Arabia dominaba el politeísmo, pero también había cristianos y otros grupos religiosos. Como en todos los países de Oriente cercano había una proliferación de sectas religiosas, muchas de las cuales eran derivaciones heterodoxas del judaísmo o del cristianismo. Aunque los musulmanes llaman «época de la ignorancia» a la anterior a Mahoma, los contactos con ideas judías, persas y griegas eran considerables. Lo decisivo fue que la religión predicada por Mahoma transformó al pueblo árabe, le inspiró una vocación colectiva que antes no tenía, y que consistía principalmente en la sumisión absoluta a Dios (es lo que significa la palabra islam), la expansión de esta fe mediante la jihad o «guerra santa» y la constitución de una comunidad de creyentes (umma) que se interpretará como la «nación árabe», sean árabes o no sus miembros.

Adviértase que los árabes eran muy pocos; los que históricamente se llamaron asi deberían considerarse más bien como «islamizados» y en esa medida también «arabizados». La razón de esto es que los musulmanes, que consideran de un modo especial las religiones «del Libro» (el Antiguo Testamento de los judíos, el Antiguo y el Nuevo de los cristianos, el Corán de los musulmanes), ligan estrictamente su propio libro sagrado a la lengua árabe. Hasta el punto de que árabe propiamente dicho es sólo la lengua del Corán, y las demás múltiples formas en que se usa esta lengua parecen dialectos secundarios. De ahí que haya habido gran resistencia a la traducción del Corán a otras lenguas, mientras que los propios judíos tradujeron la Biblia al griego (versión de los Setenta) y así la usaron en sus comunidades, el Nuevo Testamento se escribió en griego, la Biblia completa fue traducida al latín por San Jerónimo, y esta versión o Vulgata ha sido oficial en la Iglesia latina hasta nuestro tiempo. Es decir, el libro inspirado no estaba ligado a un texto literal. En el Islam, ha sido siempre inseparable un elemento de «arabización».

La rápida extensión de las conquistas árabes cubre toda la ribera meridional del Mediterráneo, helenizada y romanizada, en gran parte cristiana - recuérdese la figura ilustre de San Agustín, obispo de Hipona-, al mismo tiempo que se extiende hacia el Este y penetra en las profundidades de Asia.

En el África mediterránea, la islamización persiste hasta hoy. Lo que había sido una comunidad hasta el siglo VII, el Mediterráneo, queda escindido en dos mitades sin apenas comunicación, y esta principalmente bélica. La invasión islámica llega a Sicilia, España y hasta penetra en Francia, aunque en estas porciones de Europa no es definitiva. En España persiste desde 711 hasta la conquista de Granada en 1492, tras un larguísimo proceso de re- conquista, movido por el permanente proyecto de los españoles de ser un país cristiano y, por tanto, europeo, occidental. He señalado en España inteligible el sentido de la Reconquista y el hecho de que los cristianos sintie- ron como la «pérdida de España» la invasión musulmana, como un contratiempo pasajero que era menester superar.

La situación española no fue más que la forma, particularmente aguda e inmediata, de lo que fue la europea general durante toda la Edad Media. Desde el siglo VIII hay una polaridad entre la Cristiandad y el Islam. El Mediterráneo se ha vuelto intransitable; las costas cristianas son inseguras, atacadas constantemente desde el mar. Naturalmente hay relaciones que no son hostiles: intercambios culturales, admiración mutua, transmisión de ideas, costumbres, estilos de vida. Los árabes, al contacto con otras culturas, con estímulos persas, indios, griegos, españoles, los desarrollan y transmiten, a veces con gran refinamiento, como en al-Ándalus, frecuentemente devastado y destruido por las oleadas beréberes procedentes de África.

Estas tensiones hacen que las dos formas de vida se consoliden y en cierto modo se hacen rígidas por su oposición; se afirman polémicamente. Cuando la división entre los árabes y la mayor coherencia de los pueblos cristianos hacen que el poder musulmán, decaiga, otro pueblo, no árabe pero si islamizado, los turcos, entra en el escenario histórico. Lo que en los siglos VII y VIII sucedió al Norte de África y a España, va a sobrevenir en el siglo XV al Imperio Bizantino. La toma de Constantinopla en 1453 significó la desaparición del gran país cristiano oriental y, en otro aspecto, una tardía helenización de Europa, decisiva en el Renacimiento.

Desde entonces, el Islam va a estar representado principalmente por los turcos, cuyo Sultán se pone a la cabeza de los pueblos islámicos. La bipolaridad entre Cristiandad e Islam continúa en otra forma; la batalla de Lepanto en 1571 es un momento decisivo de ella, pero a pesar del quebranto sufrido Turquía sigue siendo una grave amenaza. La expansión otomana, tanto en Europa como en Asia, es muy grande y se prolonga hasta fines del siglo XVII; el sitio de Viena en 1683 representa el último momento de prepotencia, y desde entonces se inicia la declinación del poderío turco, y con ella el del Islam en su conjunto. Una de las causas de ello es el enorme crecimiento de Europa, en todos los órdenes, a lo largo de la Edad Moderna. La creación del pensamiento filosófico y científico, el desarrollo de una técnica incomparable, los descubrimientos, que incorporan al mundo occidental enormes territorios desconocidos, sobre todo los americanos, todo ello rompe el equilibrio que, con diversas alternativas, había existido entre la Cristiandad y el Islam.

Un hecho que suele perderse de vista es que los árabes son una fracción relativamente pequeña de los musulmanes. El número total de los habitantes de países islámicos se aproxima a los 700 millones; la mayoría pertenecen a comunidades que no son árabes: en Turquía, en Albania, en la Unión Soviética, en el Irán, el Afganistán, el Pakistán y Bangladesh, en la India, en Indonesia, la China y territorios próximos; por último, en el Africa negra y, como inmigrantes, en muchos países europeos y americanos. La pretensión de que todos formen parte de la umma o «nación árabe» es irreal, pero no enteramente, y hay presiones muy fuertes para que en alguna medida funcionen de concierto.

Aunque más de la mitad de los musulmanes están ligados a otras culturas y formas de vida que las árabes, el elemento de arabización que lleva consigo el Islam crea una comunidad no saturada, ciertamente tenue, pero de enorme amplitud. Es una porción de humanidad con la cual hay que contar en dos sentidos: el primero, que hay que tenerla en cuenta, porque está ahí, presente, con extraordinario volumen, y es de origen de problemas y peligros; el segundo, que debe interesarnos e importarnos, que tenemos el deber de procurar su prosperidad y bienestar, y, aunque en esto casi nunca se piensa de evitar sus errores.

Es menester darse cuenta de un rasgo al que he aludido, y que es muy difícil de comprender para los occidentales: la persistencia de los caracteres y actitudes entre los musulmanes, y muy particularmente entre los árabes, cuya variación es mínima a lo largo de los siglos, y en algunos aspectos nula. La incesante variación de Occidente, en todos los órdenes, es el reverso de esa situación, y su olvido es la dificultad máxima para comprender las cosas. El libro El siglo XI en 1.ª persona, es decir, las «Memorias» de Abd Allah, último rey zirí de Granada, escritas en 1090, hace novecientos años, y publicadas por Emilio García Gómez, conservan una actualidad asombrosa. Lo que en ellas se cuenta se parece increíblemente a lo que se lee en los periódicos o se ve en la televisión. Si esto no tiene en cuenta, si no se mira la realidad actual a la luz de ciertas formas de conducta que se han perpetuado durante más de trece siglos, es inevitable que se cometan graves errores.

La contextura de la mentalidad islámica, sobre todo en su forma árabe originaria, que destiñe sobre el conjunto, es enteramente diferente de la europea o americana, y hay que hacer un esfuerzo considerable para comprenderla; sólo una familiaridad suficiente con sus principios rectores y su historia puede permitirlo, y esto falta con demasiada frecuencia.

Las dificultades aumentan porque, a pesar de ese factor de homogeneidad y fijación, hay una variedad considerable; incluso los llamados «pueblos árabes» tienen distinta composición étnica, desiguales niveles de riqueza, desarrollo técnico, cultura; son también diversas las fechas de su islamización; difiere, por último, el sustrato que la ha recibido. Egipto no es comparable a la Arabia Saudí, ni esta a Siria o los países del Magreb. No digamos si se va más allá del mundo propiamente árabe. La combinación de algunos ingredientes permanentes y casi invariables con esa gran variedad hace muy difícil la intelección adecuada y, por tanto, los comportamientos inteligibles con ese mundo.

La renuncia de los occidentales a la condición cristiana de sus países -sea cualquiera la actitud individual -, mientras se afirma el vínculo islámico sin restricción, ha despojado a Occidente del más importante y vivaz factor de unidad, en beneficio de la otra porción de mundo. Es claro que los occidentales no se pueden identificar con los cristianos, porque esta religión está abierta a todos los hombres y no es patrimonio de ningún grupo humano; pero es un hecho histórico inmodificable que las más importantes comunidades cristianas han sido las europeas, y por influjo de estas las americanas, lo cual significa que el cristianismo tiene, junto a su origen judío, una profunda huella griega, latina y finalmente occidental; los conceptos teológicos han sido forjados y elaborados primariamente en ese ámbito histórico y cultural, y este es el punto de partida para todas las dilataciones imaginables y deseables, que podrán coincidir con la humanidad íntegra. En otras palabras, la disolución del concepto de Cristianidad mientras permanece indiscutible el de Islam es un error decisivo y de muy largas consecuencias.

Una de ellas, la penetración del proselitismo islámico en África, mientras la mayoría de los misioneros cristianos se ocupan de la instrucción y ayuda a los africanos en cuestiones puramente temporales, con renuncia-expresa en muchos casos- a todo intento de conversión, es decir, de difusión de su fe. Si a esto se añade la aterradora disminución de la natalidad en Europa, que está en camino de convertirse en un continente de viejos, amenazado por el parasitismo, se pueden advertir los riesgos «cuantitativos» que amenazan a Occidente.

Conviene, por otra parte, no tomar demasiado al pie de la letra la «unidad islámica». La historia registra las incesantes luchas, muy violentas, dentro de ella. En al-Ándalus, los reinos de taifas son buen ejemplo. Y en nuestros días, el Líbano, la feroz y larguísima guerra entre Irak y el Irán, la reciente invasión de Kuwait por Irak, sin contar las luchas internas dentro de los mismos países, son buena prueba de lo que quiero decir.

En la guerra del Golfo Pérsico, que acaba de terminar mientras escribo esto, una parte importante y la más significativa del mundo árabe se ha opuesto a Irak y ha rechazado la política de Sadam Husein. Esto ha sido lo más interesante y valioso, lo que ha impedido que se pueda presentar el conflicto como una lucha de Occidente contra el mundo árabe contra otro, rechazada por Occidente y lo más característico de la comunidad árabe.

Pero sería un optimismo peligroso apoyarse en este hecho favorable y desconocer la existencia de tensiones y tendencias hostiles entre grandes porciones de los pueblos islámicos - y no sólo árabes, ya que el ejemplo más saliente y extremado es el Irán-. Creo que Occidente debe interesarse cor- dialmente por ese mundo, prestarle cuanta ayuda pueda, intentar comprenderlo, tener una visión fraternal de él. Con una condición: que no sea «el Enemigo».

Existen en todos esos países, en diversa proporción, fermentos de irracional hostilidad a todo lo occidental -menos sus técnicas y armas-. Hay una propensión a la fanatización, a las actitudes extremadamente hostiles y propensas a la violencia: se fomenta muchas veces el terrorismo, que consigue una incomprensible aceptación por parte de gobiernos e instituciones internacionales. Todo eso se fomenta y dirige hábilmente por grupos internos o externos -hasta hace muy pocos años, por la Unión Soviética-, para dirigirlo contra los países occidentales.

Se suele atribuir esto a lo que se llama el «fundamentalismo», es decir, a las tendencias más estrecha y rigurosamente islámicas, pero esto no es cierto, como lo prueba el que la política que ha alcanzado el grado máximo de violencia, la de Irak, fuese laica y nada religiosa. No hay que olvidar tampoco que muchos países occidentales, en la ingenua esperanza de conseguir ventajas políticas o económicas, han sido cómplices de muchas de esas violencias y agresiones. No se comprende bien cómo el gobierno francés permitió a Jomeini, refugiado en Francia, hacer desde ella la campaña que condujo a la revolución encabezada por él, de tan tremendas consecuencias para el Irán y para los demás.

No se puede desconocer la capacidad de intoxicación que existe en los países islámicos, en uno u otro grado. En la mayoría de ellos es fácil convocar grandes masas enfurecidas que consideren que Occidente es el «gran Satán» y pidan su destrucción. Mientras esta sea así es ilusorio pensar en una relación amistosa y constructiva, que es debida y necesaria. Lo cual quiere decir que hay que establecer las condiciones de su posibilidad.

Acabamos de ser testigos de algo de extremada importancia positiva: el nacimiento del derecho internacional como una realidad, no como una doctrina o una aspiración. Por primera vez en la historia unas disposiciones de la autoridad internacional han estado respaldadas por la coacción esencial a toda ley. Muchos países -y entre ellos varios árabes- han puesto su fuerza al servicio de unas normas legales de las Naciones Unidas para conseguir que se cumplan.

Es difícil exagerar el valor y el alcance de este hecho. Conviene no olvidar la posibilidad de que sea una golondrina que no hace verano; es decir, que este extraordinario paso hacia una ordenación inteligente y justa del mundo quede aislado y sin consecuencias. La tarea más importante y urgente de las instituciones mundiales debe ser consolidar lo que se ha realizado en este año 1991, y si es posible automatizarlo y convertirlo en algo que funciona tan regularmente como la ley en los Estados de derecho.

El Occidente es una realidad muy precisa, definida por sus tres raíces: la razón filosófica y científica de origen griego, el mando según autoridad y derecho, procedente de Roma, la religión judía y cristiana, personal y que considera a Dios como Padre y al hombre como hijo libre, llamado a participar en la vida divina. Esta realidad, abierta y no limitada a ninguna raza o localización geográfica, es histórica y social. Una gran porción de la humanidad, creadora de muchas de las obras más valiosas que existen, vive dentro de ella. Los que pertenecemos a Occidente debemos, desde nuestra variedad humana, mirar a las demás y buscar su amistad y prosperidad.

Sería mucho pedir -y sería pedir una estupidez - que nos fuese indiferente cómo se reaccione frente a lo que somos. El odio a Occidente, su difamación, los esfuerzos que tiendan a su destrucción, no deben ser tolerados, menos aún alentados y favorecidos. Es menester iniciar una actitud cordial, inteligente y enérgica ante el mundo árabe y en general islámico. No tiene el menor sentido mirarlo con hostilidad, a menos que la ejerza contra nosotros. Y como ese mundo es muy grande, amplio y complejo, es esencial que los pueblos occidentales tengan presente cuál es su varia realidad y no reaccionen mecánicamente a un nombre, sino a sus contenidos efectivos.

Las actitudes irracionales, fanáticas, llenas de odio o desprecio, incitadoras a la violencia, no deben ser aceptadas, menos aún recompensadas. Las que estén fundadas en la realidad de las cosas, en el deseo de colaboración, en el proyecto de establecer un mundo más justo, libre y próspero, deben ser alentadas, favorecidas, apoyadas, incluso aunque reclamen por parte de Occidente algunos sacrificios. Si desde este mes de marzo de 1991 lo que acabo de decir fuese la norma, vería con esperanza lo que nos queda de siglo y confiaría en que en el XXI empezase con buen pie.



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