En el año 1992, Julián Marías advirtió de los problemas que podían surgir de una Europa sin ambición. Hoy la cuestión está más candente que nunca. En el artículo siguiente se puede ver un planteamiento adecuado.
Si además se quiere tener una visión más completa del asunto, no hay más que acudir al apartado sobre Europa en esta misma bitácora.
En las próximas fechas añadiré alguna conferencia de Julián Marías sobre este mismo tema.
Europa: la segunda salida
El
estado de ánimo de los europeos ante la empresa de su unificación se resume en
una sola palabra: descontento. Nada más peligroso si se interpreta con
las significaciones, que pueden ser próximas,
desaliento o desilusión. Si esto es así, la
construcción de una Europa unida estaría condenada a no realizarse o acaso a algo peor: a ser algo rutinario, inerte, cansino, sin entusiasmo.
«La Comunidad Europea ha nacido bajo el signo de la economía, y apenas se
ha ido más allá. Todo lo
económico tiene la
condición de medio o recurso; pero medios y recursos son algo necesario para proyectos.
Y el olvido de éstos es la causa principal
del descontento que nos invade.»
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Por
fortuna, hay otro sentido de descontento, aquel que Ortega calificó de «divino» y definió como «un amor sin amado y
un dolor que sentimos en miembros que no
tenemos». Este descontento es uno de los motores de la historia y de toda posible perfección en la vida humana.
Lo primero que hay que hacer es analizar ese descontento que indudablemente sentimos y no podemos desconocer ni mitigar. Tan pronto como se empezó a hablar en serio de la unión de Europa —algo bien
distinto de su evidente y ya antigua unidad—,
a raíz de la última Guerra Mundial, me preocupó
que se presentara con una figura
preponderante, casi exclusivamente económica.
La economía, dije hace más de cuarenta años, es muy importante,
pero no despierta entusiasmo, y sin entusiasmo
no se hace nada verdaderamente interesante. Es, como suele decirse en
matemáticas, condición necesaria, pero no
suficiente. En suma, hacen falta otras banderas.
La Comunidad Europea ha nacido bajo el signo de la economía, y apenas se ha ido más allá. Ahora bien, todo lo económico tiene la condición de medio o
recurso; pero medios y recursos son
algo necesario para, fines o, si se prefiere, proyectos. El olvido de éstos es la causa principal del
descontento que nos invade y que
acompaña simbólicamente a ese nombre geográfico, Maastricht.
Pero hay algo más. Se siente
confusamente, pero con suma fuerza, que los
pasos que se han dado y se siguen dando hacia la unificación de Europa no son demasiado europeos, y si se apuran
las cosas tienen algo de antieuropeos, de contrarios a lo que más
profundamente ha sido y debe ser Europa. Ha
sido desde que hay memoria de ella una unidad previa a sus
naciones, una sociedad de implantación de cada una, que ha consistido en la base de su sustancia común; las naciones europeas son «de Europa», están hechas de ella,
son inconcebibles aisladas, y todo intento de retracción de una de ellas en sí
misma es una forma de separatismo.
Pero esto quiere decir que en cada una tienen que estar presentes las demás, que el desconocimiento mutuo —que hoy es muy
grande — afecta a la realidad de cada
una y la empobrece. Las naciones conviven —y
no sólo «coexisten»— en Europa, y si esto no se realiza la vida europea es precaria y problemática.
«Existe una dosis de
resentimiento contra las
verdaderas naciones. El
nacionalismo es una
"inflamación", una dolencia
que ha acometido a las
naciones deficientes, o tardías,
o a sociedades que no han sido
nunca nacionales. Las primeras
naciones de Europa han sido
transeuropeas, han ido más allá
de su propio continente.»
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La consecuencia inevitable es que la realidad primaria de Europa es el
conjunto de sus naciones, cada una de
las cuales tiene una vigorosa personalidad, una
unidad de convivencia saturada, un estilo, un proyecto, cuya convergencia
podrá ser el de Europa. La historia de Europa, desde fines del siglo XV, es un proceso de nacionalización, de constitución de sociedades y Estados distintos de los
medievales, definidos por una radical participación de los
individuos en ellos. Ese proceso se realizó
en varias etapas o promociones, con desigual plenitud, y en algunos casos no
acabó de cumplirse, o por dificultades insuperables del tejido social, sobre
todo en las zonas balcánicas, o por falta
de proyectos históricos atractivos y
fecundos.
Existe una dosis de
resentimiento contra las verdaderas naciones, originado en las
que por diversos motivos no han alcanzado
la plenitud, o por fracciones de ellas
que no han participado adecuadamente en los proyectos nacionales y han sentido una patológica voluntad de marginación. Pero si estas tendencias
negativas se imponen, se pasará por
alto lo que es más real y se
engendrará un malestar que puede comprometer definitivamente la formación de una verdadera comunidad.
Lo cual no
quiere decir «nacionalismo», sino precisamente todo lo contrario. El nacionalismo es una «inflamación», una dolencia que ha acometido a las naciones deficientes, o tardías, o a sociedades que no
han sido nunca nacionales. Lejos de ser una
crispación, un narcisismo o un exclusivismo,
la condición nacional ha significado normalidad, espontaneidad, apertura. No se olvide que
las primeras naciones de Europa han sido transeuropeas, han ido más allá de
su propio continente.
Esta espontaneidad es la que más falta en las
instituciones encargadas de fraguar la unión
europea. No sólo hay un predominio de lo
económico, sino un espíritu primariamente
administrativo y burocrático, que consiste en segregar innumerables normas y regulaciones, que amenazan con sofocar la espontaneidad de la vida y
de paso destruir lo que ha sido la mayor riqueza
de Europa: su diversidad.
Repárese en que una de las
amenazas capitales de nuestra época es la tendencia a la uniformidad, a la
homege-neidad. Sin duda estos
caracteres hacen las cosas más fáciles, pero menos
interesantes y desde luego menos creadoras. Es mas fácil regular
los movimientos de un batallón que los
sonidos de una orquesta. (Y si se pasa de un batallón a un ejército, la homogeneidad deja de funcionar como una
ventaja.) El mundo se ha enriquecido
enormemente en cosas, en productos, pero a la vez se ha empobrecido enfermas, incluso de vida,
de tipos humanos. Si se persigue la
homogeneización de la maravillosa variedad europea, se conseguirá que los
hombres se aparten con aversión de la imagen que se les ofrece.
La empresa que parece atractiva y digna de Europa es la coordinación de esa variedad, el goce de ella por todos. Que los
europeos puedan disponer de los productos de
toda Europa parece espléndido; que cada país tenga que limitarlos para
ajustarse a unos patrones fijados en una oficina internacional, que renuncie a
sus costumbres, a su inventiva, a su estilo de
vida, parece y es un desastre que no merece sino repulsa. Añádase a esto que
lo que se anuncia es una restricción de la libertad. Europa ha sido en
toda su historia una permanente vocación de libertad: en eso
consiste su peculiaridad y su justificación. Los europeos no la han poseído siempre, pero han sabido que
les faltaba y han procurado
reconquistarla. Toda limitación de la libertad es directamente contraria a la
índole más propia de Europa.
No se puede negar ni ocultar ni disimular el descontento que Europa siente en este momento. Pero menos aún es aceptable
quedarse en él. Hay que ver en qué consiste, cuáles son sus causas —diríamos
mejor sus motivos—, e intentar el remedio. Como Don Quijote, la Europa unida tiene que emprender una segunda salida, con la
experiencia de los fallos y errores de la
primera.
La primera condición es partir de lo más real, las naciones, e
intentar crear unidades viables de
convivencia allí donde no habían podido establecerse, en lugar de complacerse
en una atomización que sólo puede ser un semillero de conflictos destructores
y, por añadidura, estériles, de los que no
podrá salir nada fecundo ni interesante.
«No se puede negar el
descontento que siente Europa,
pero
menos aceptable aún es
quedarse en él. Hay que ver en
qué consiste, sus causas, e
intentar el remedio. Como
Don Quijote, la Europa unida
tiene que emprender una
segunda salida.»
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En segundo lugar, hay que lograr la presencia recíproca de las naciones europeas, su conocimiento mutuo, que
supere la aterradora ignorancia en que, con
pocas excepciones, están los europeos
respecto de sí mismos. Y no menos importante
es la apertura hacia el lóbulo americano de Occidente, que es la
verdadera unidad proyectiva hacia la cual
tenemos que orientarnos. Temo que
haya habido un predominio de las naciones «intra-europeas» en la comisión de ese error, en el cual no es probable que hubiesen caído las naciones
«transeuropeas», más fieles a la
condición de Europa en su conjunto.
Finalmente, hay que buscar un proyecto de vida histórica europea, capaz de atraer y aglutinar a las
diversas naciones para hacer juntas
algo que realmente valga la pena, que suscite la ilusión, el entusiasmo que han sido siempre condiciones de toda gran empresa. Creo que si se iniciara esta
segunda salida, en lugar de una
resistencia mortecina se vería una movilización ilusionada.
Verdaderamente magnífico
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