ISRAEL
(Memorias: Una vida presente tomo II p.289). (1989)
Al cabo de treinta y cinco años
En 1968 recibí una inesperada invitación de la Academia de Ciencias y Humanidades de Israel para visitar el país y dar una serie de conferencias. Me sorprendió y me ilusionó. Había estado en aquella tierra - Tierra Santa - en mi primera juventud, en 1933, como he recordado en su lugar. Había escrito en el "Diario" del Crucero universitario un capítulo sobre aquella experiencia, muy viva y fuerte en varios sentidos. Conservaba con singular nitidez el recuerdo de aquellas ciudades y paisajes, de la compleja humanidad que allí encontré; y de las emociones históricas y religiosas que aquella remota visita me había suscitado.
Ahora era otra cosa: se trataba del Estado de Israel, el primer "país" judío desde la Antigüedad, de lo que había parecido tantos siglos un sueño imposible. Estaba reciente, presente en mi memoria, la más atroz persecución que habían padecido los judíos en toda la historia; y además, simplemente "por serlo", lo que añadía algo a su monstruosidad. Y este Estado tenía veinte años de existencia: habíamos asistido a ella, la habíamos visto construirse entre inmensas dificultades, con acciones que a veces nos habían perturbado y hecho vacilar. Por último, el año anterior había sucedido la famosa Guerra de los Seis Días, que parecía haber consolidado la existencia de Israel y su prestigio en el mundo. La opinión universal, con excepciones limitadas y predeterminadas, había reaccionado con simpatía y frecuente entusiasmo a la defensa que los habitantes del nuevo país habían hecho de su suelo amenazado. sería aleccionador releer ahora lo que se escribió entonces, y comparar con lo que se ha dicho, a veces por las mismas personas y publicaciones, desde 1973; y preguntarse por los motivos del súbito y radical cambio.
Sentí vivo deseo de volver a aquella tierra, al cabo de tantos años; iba a encontrar otras cosas, y yo tampoco era lo mismo, aunque sentía que seguía siendo el mismo. acepté la invitación y pensé de qué podría hablar en Israel, y en qué lengua de las cuatro en que puedo hacerlo. Resultó que di todas mis conferencias en español. Me explicaron que en ella sería entendido por más personas que en ninguna otra, que era la elección más favorable, y así era en aquel momento: a los innumerables judíos sefardíes, que tenían como lengua propia el español -- el español del siglo XV, ciertamente, el "ladino", perfectamente inteligible -- se añadían los muchos que procedían de los países de Hispanoamérica, cuya lengua era el español actual, y todavía una tercera categoría: los originarios de la Europa central y oriental, por lo general "ashkenazim", que hablaban "Yiddisch" y las lenguas de sus países primeros, pero que habían pasado, a veces muchos años, por países americanos de lengua española.
Volé de Madrid a Roma y desde allí a Tel Aviv, donde había estado cuando apenas existía, treinta y cinco años antes. Inmediatamente seguí hasta Jerusalén, y me hospedé en el famoso King David Hotel, el Hotel del rey David. era de noche; recordaba el cielo límpido de la tierra lata y seca de Jerusalén, donde se tenía la impresión de ver más estrellas que en ningún otro lugar. a la mañana siguiente, en una oficina bancaria que había en el mismo hotel, pregunté en inglés a la muchacha que la atendía si podía cambiar unos cheques de viaje; me pidió el pasaporte; al verlo, empezó a hablarme en español.
Eran los últimos días de junio. Hacía mucho calor. Habían puesto a mi disposición un coche con aire acondicionado -- lo que se agradecía, sobre todo en el desierto --, un conductor y un compañero, un simpático e inteligente centroeuropeo, que no tenía más que recuerdos penosos -- o atroces -- de su país de origen, que había residido muchos años en el Uruguay y que parecía hablar todas las lenguas: cuando creía uno haberlas inventariado todas, sacaba de repente una más. Con él iba a recorrer todo el pequeño país de Israel; y vería todo lo visible, hablaría con muchas personas, daría conferencias en diversas ciudades, ante públicos variados, universitarios o no; ante estudiantes, en su mayoría "sabras", ya nacidos en Israel; y ante personas mayores que habían llegado de muy distintos lugares, de la Europa central, de Rusia -- los afortunados a los que se había permitido salir --, de los países del cercano Oriente, de África del Norte, de América, sobre todo del Sur. Los que hablaban hebreo desde niños, los que habían tenido que aprenderlo, partiendo de su conocimiento de los textos religiosos, de la Biblia y el Talmud, los que todavía luchaban con la nueva lengua viejísima.
Un país apasionante
Hay países que me mueven a escribir sobre ellos, mientras que otros, aunque me interesen y tengan importancia, no me impulsan a ello; en algunos casos, ese efecto se produce, pero con un gran retraso, al cabo de varios años de familiaridad. la India, como ya he contado, me produjo una impresión tan viva e incitante, que de un breve viaje salió también un breve libro. Israel, por motivos muy diferentes, tuvo un impulso análogo. apenas vuelto a España, en mi verano soriano, empecé a escribir "Israel: una resurrección"; lo continué nada menos que en Oklahoma, y lo terminé el 30 de setiembre. Lo había ido anticipando en "El Noticiero Universal" de Barcelona; en seguida apareció en forma de libro en Buenos Aires.
Había conocido en esta ciudad, años atrás, a Ramón Columba y a su mujer María Carmen Silanes, amigos de Jaime Perriaux; pronto hice amistad con ellos, a la que se sumó lolita cuando pasaron largas temporadas en Madrid. Andando el tiempo el matrimonio se separó, pero siempre he conservado buena amistad con maría Carmen, mujer muy atractiva, simpática y llena de inventiva, y con sus hijas. Ramón Columba era editor, y dirigía una interesante colección luego desgraciadamente interrumpida, "Esquemas", breves libros concisos y por lo general valiosos. Publicó en 1954 mi "Idea de la Metafísica", que tuvo numerosas ediciones, a pesar de su densidad; luego "El uso lingüístico"; después, "Valle-Inclán en el Ruedo Ibérico"; en 1968, "Israel una resurrección"; todavía más adelante, "Esquema de nuestra situación". Todos ellos tuvieron extraordinaria fortuna editorial.
El pequeño libro sobre Israel tuvo tres ediciones en menos de un año y fue traducido al portugués en el Brasil. La razón es que estaba escrito con entusiasmo. era un reflejo del que había encontrado; usualmente, los pueblos viven en sus países respectivos, con uno u otro temple vital, y se afanan en sus cosas o languidecen y se dejan vivir. En Israel encontré un pueblo que estaba haciendo un país; y lo hacían personas que nunca lo habían tenido propiamente. el entusiasmo que mostraban no era solo suyo propio, sino ante todo transpersonal: un espectáculo nunca visto, y que me parecía fascinante.
La acumulación de trabajo, de esfuerzo, era increíble, pero además un esfuerzo inteligente. Siempre me ha parecido gran incomprensión e injusticia mirar a los pueblos prósperos como "afortunados", favorecidos por la suerte. Por lo general no es así: su prosperidad ha sido conquistada a costa de enormes esfuerzos, de sacrificio, de disciplina, continuidad y acierto. el caso más notorio es los Estados Unidos, país enorme, durísimo, lleno de facilidades que naturalmente no existían hace siglo y medio, ni siquiera hace un siglo, compuesto principalmente de dificultades.
En el caso de Israel, el territorio es minúsculo y árido, casi desértico. desde las colinas del Golán, donde se había combatido durante el año anterior, donde se veían todavía carros de combate destruidos y cartuchos de artillería, se domina gran parte de Israel y de Jordania; naturalmente, todo es lo mismo; pero a un lado impera el desierto, al otro, el vergel. El judío, pensé, parece ser el hombre que, en medio del desierto, sueña con un huerto de árboles frutales. Pero no eran solo los naranjos, limoneros, pomelos, manzanos, además de los viejos olivos, las vides y las higueras del Antiguo Testamento y de las parábolas de Cristo; eran también las ciudades nueva o renovadas, las Universidades, los centros de investigación; y la vitalidad, la evidencia de una "empresa" que mantenía a todos alerta y en tensión.
Recorrí todas las ciudades, el lago Kinneret, que es el Tiberiades, donde anduvo Jesús, donde está la sepultura de Maimónides, cuyo lugar natal en Córdoba había visitado de estudiante; el tremendo y bellísimo desierto del Néguev, y los restos -- o los recuerdos -- del nacimiento, la vida y la muerte de Cristo y los orígenes del cristianismo, unido todo ello a sus raíces bíblicas; por todas partes se sentían los "proyectos2, aunque sean a contrapelo, como el increíble barrio de Mea Sharim, que parece vuelto hoscamente de espaldas al siglo XX, pero acaso es una especie de levadura, destinada a dirigir la fermentación del nuevo país.
Las formas de la vida, tan antiguas, tan complejas, tan mezcladas: judíos, árabes, cristianos de diversos orígenes, de todas las confesiones imaginarias. Razas viejísimas, que han luchado durante milenios, que solo se podrían componer y reconciliar si se usara la razón histórica. Y todas ellas reales, lo que quiere decir que nada se resuelve si no se las tiene presentes, si no se da a cada una lo suyo, si no se les persuade de que "lo suyo" no es inconciliable con lo de los demás.
Los visitantes de Israel suelen encontrar que es un país "pintoresco"; yo lo veía dramático, como una fabulosa condensación en un escenario reducido de lo que es la historia, casi diría la historia universal.
La diversidad de Israel
Visité un par de "kibutzim", que me admiraron, pero no me entusiasmaron, porque siempre he tenido decidida inclinación a la espontaneidad y la desconfianza de todas las cosas muy planificadas. Veía en el "kibutz", si se lo tomaba como algo más que una fase transitoria, un peligro para lo que ha sido siempre el judío, personal, individualista, imaginativo, inventivo; veía el peligro de que los muy "convencidos" propendieran a ver el mundo como un posible "kibutz" gigantesco.
Recorrí el pequeño país, que resulta de inesperada riqueza y complejidad; tiene muy pocos kilómetros cuadrados, pero muchos miles de años de historia; su extensión contrasta con su "profundidad", y se tiene la impresión de que el tiempo funciona realmente como una "cuarta dimensión", más allá dee todo artificio matemático.. mis recuerdos de 1933 me hacían medir la enorme transformación realizada; pero al lado de los milenios, ¿qué son treinta y cinco años? Quiero decir que lo que permanece, sedimentado en tantas épocas distintas, gravita decisivamente sobre el presente. Tel Aviv era una pequeña ciudad improvisada, parecía una ciudad alemana de tercer orden, cuando la conocí; ahora encontraba una ciudad grande, viva, activísima, unida a Yafo (el antiguo puerto de Jaffa, donde desembarqué entre el oleaje, sin que nuestro buque pudiera atracar). Y Yafo es la porción estética de Tel Aviv, con viejas casas restauradas, galerías de arte, anticuarios.
Y en Jerusalén estaba todo: el Antiguo y el Nuevo Testamento, el huerto de Getsemaní y la Universidad de Monte Scopus, el Muro de la Lamentaciones o Muro Occidental y las mezquitas, Omar y El Aqsa, que había visitado en mi juventud, y los barrios árabes, quiero decir predominantemente árabes, porque en ellos hay judíos y cristianos; en las calles viejas, estrechas y torcidas, la vida remansada, casi inmóvil, llena de olores mediterráneos, que parece haber sido así desde siempre, aunque a cuatro pasos se agite un pueblo nuevo dedicado a una empresa que no lo deja descansar.
El lago Tiberiades, el Mar Muerto, el Monte Tabor, redondo y elegante, las viejas sinagogas de Safed y los antiquísimos sepulcros de Beit Shearim, el impresionante y bellísimo desierto del Néguev, donde encontré a una vieja señora que parecía de toledo, pero hablaba español del siglo XV "porque era de Bulgaria", donde pastaban unas cabras que debían de alimentarse de arena, porque no veía otra cosa; y las ruinas de Cesarea o Kaisarié, y las de Masada, la terrible Numancia de los judíos, junto al Mar Muerto. Y tan cerca, siempre a pocos kilómetros de distancia, Rehovot, centro de la más avanzada investigación científica.
En el Néguev, la ciudad de Beersheva, que quiere decir "siete pozos" y parece que fue fundada por Abraham, como un oasis donde podían abrevar los camellos (allí vi el primero de mi viaje). Y en el hotel, después de almorzar, mientras esperábamos que pasara los más duro del terrible calor, una muchacha morena, hermosa, de grácil figura y andar cadencioso. "Podría ser el símbolo de Israel", le dije a mi compañero de viaje. Este la llamó y le dijo en hebreo mi comentario. La muchacha sonrió complacida y hablamos un rato en francés, porque procedía de Marruecos. Mi compañero sugirió que le hiciera una fotografía; le pregunté si no le importaba, y se la hice, y a mi vuelta a España se la mandé.
Es importante tener presente todo lo que hay en Israel, la increíble variedad y diversidad que es, a la larga, su mayor riqueza; sentí ya entonces el temor de que se cediera a cualquier tentación de simplificación y uniformidad. Incluso en lo físico, me parecían admirables los huerto de frutales, los viñedos, las tierras de labor, las ciudades, los puertos modernísimos, las casas con calefacción solar; pero me preocupaba que un día pudiera desaparecer el desierto, tan hermoso, tan interesante, sin el cual Israel sería otra cosa.
La visión interpretativa
En los países
nuevos, sobre todo en aquellos que han sido para mi una fuerte
impresión original, como había sido el caso de los Estados Unidos
o, por razones muy distintas, de la India, me he dado cuenta de esa
verdad filosófica, con frecuencia desconocida, de que ver es interpretar, de que no existe una "mera" visión, y a la vez la
interpretación es de lo que se ve. En Israel me ocurrió lo mismo
con singular fuerza. Fue otra experiencia que me marcó, me dejó una
profunda huella, desproporcionada con la pequeñez del país y la
brevedad de mi viaje; pero creo que esa visión interpretativa me
permitió adentrarme, "partiendo de la visión", en la viejísima
historia, y por eso en el porvenir incierto del nuevo país recién.
constituido.
El libro que nació
de esta experiencia empezaba con esas palabras: «Yo creo que la
fuerza del pueblo judío radica en su capacidad de desconsuelo.»
Esta frase era una resonancia de una arraigada convicción de que la
muestra más visible de la debilidad humana es que casi todas las
personas son capaces de consolarse de todo. Siempre he sentido que la
realidad se palpa cuando se ve que hay algunas cosas de las que es
imposible consolarse. Y explicaba así lo que pensaba del pueblo
judío: «El no haberse consolado nunca de la dispersión y la
destrucción del Templo, de la pérdida de Jerusalén, ha conservado
su identidad, le ha permitido seguir siendo, durante casi dos
milenios, "el mismo"; ha hecho que sea, siglo tras siglo, no solo una
fe, sino algo muy distinto: un pueblo. Los judíos de tantas
generaciones se han sentido inconsolables de algo que nunca habían
tenido... Se podría decir que el pueblo judío ha vivido "desconsolado del futuro", del que le ha sido arrebatado y no ha
llegado a vivir. Por eso, pueblo tan tradicional ha sido a la vez uno de los
más futuristas que han existido”.
Israel se me
presentaba como lo que es siempre un país: un “proyecto”; pero
en su caso, extraordinariamente explícito, intenso, consciente;
tanto, que corría el riesgo de olvidar el otro elemento
indispensable: habitualidad inercia, vida cotidiana, cosas
consabidas, secretos de la milia. Un país es una empresa que nace en
el seno de una inmemorial costumbre. Y la «costumbre», inexistente
en un país constituido con hombres y mujeres diversos, que empezaban
de nuevo a vivir, era la Biblia, la gran “vigencia común”.
Mediante ella, el “pueblo judío” milenario hacía una
transfusión de esa sangre que es el espíritu al nuevo “pueblo
israelí”, para que pudiera ser un pueblo.
Pero mis
preocupaciones eran incontables. La primera pregunta era: ¿Los
dejarán? Estaban rodeados de una enorme hostilidad implacable,
fomentada y alentada por los que nada tenían que ver con ello, por
los que se dedicaban a convertir a los palestinos, a quienes se había
pedido abandonar sus tierras, en viveros de odio cuidadosamente
cultivado. Confiaba en que el entusiasmo de los israelíes podría
superar las amenazas; pero ¿y el fondo de la cuestión? La realidad
es lo más respetable de este mundo, y es cierto que la existencia de
Israel como Estado, tan justificada, tan necesaria, y no solo para
los judíos, sino acaso más aún para los demás, tenía
inconvenientes para otros, hería ciertos derechos que no se pueden
pasar por alto. Pero cierta dosis de injusticia his- tórica, ¿no
podría justificarse ante la inmensa injusticia dos veces milenaria
que había pesado sobre los judíos? Con tal de que se redujera al
mínimo, de que se la hiciera durar lo menos posible, de que se
tratara de superarla definitivamente en breve plazo. Cuando escribo
esto han pasado veinte años, y la verdad es que no se han resuelto
esas dificultades, más bien parece que se han intensificado y
enconado. ¿Por culpa de quién? Habría que preguntárselo a fondo,
y saldrían a relucir algunos feos entresijos de muestro mundo
internacional. Pero no estoy seguro de que las cosas estén tan mal
como parecen pienso que en el fondo de las almas -- salvo en los
desalmados, que los hay -- empieza a germinar el reconocimiento de la
realidad y, por tanto, el camino hacia la justicia.
Pero tenía otras
preocupaciones «internas», es decir, referentes a la vida misma de
Israel, a su porvenir, independientemente de amenazas y presiones
exteriores. Los judíos habían sido durante siglos una “minoría”
dentro de sociedades distintas, cristianas o musulmanas; si se
quiere, una especie de «levadura» que asumía ciertas funciones
sociales propias; pero Israel es “un país”, una sociedad judía
completa, con masa y minoría (minorías como funciones sociales
transitorias, que vuelven a sumirse en la masa total). Será
menester, pensé, que los judíos aprendan a ser la masa, una masa
judía que en dos mil años no ha existido. ¿Sabrán inventarla? Y
no está claro, nunca lo ha estado, quién es judío. Aparte de
legalidades, ¿se trata de una religión, de una raza, o de otra
cosa? El concepto de Israel no es racial, y es un error entenderlo
así, insuflado por los que le han sido adversarios; es religioso;
pero muchos judíos, y muchos israelíes, no son religiosos. Yo
propuse esta fórmula: “es judío el que cree ser judío”. Me
sigue pareciendo la menos mala.
Mi breve libro
“Israel: una resurrección” tuvo varias ediciones argentinas
antes de ser publicado en España también varias veces. Cuando volví
a la Argentina después de su publicación, la Asociación Judía de
este país me invitó a un almuerzo, como huésped de honor. Una
muchacha, hija del vicepresidente, hizo que este me presentara, pero
después le pidió a su padre que nos dejara solos. Me dijo que
pertenecía a una familia judía muy activa, pero que nunca se había
sentido judía hasta que leyó mi libro. Fue lo que más me conmovió
y me alegró de haberlo escrito. Tuve una impresión parecida a la
había experimentado cuando recibí una carta de un catalán que me
comentaba “Consideración de Cataluña” que y me decía: «Por
primera vez he sentido patriotismo español.»
ISRAEL: UNA RESURRECCIÓN
El número 3 no puedo reproducirlo completamente. Falta su título:
¿Quienes son los israelíes?
08 11 1983 Israel por Julián Marías
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