martes, 2 de julio de 2024

La última forma de instalación en la vida

 

En el año 1979 la editorial Karpos editó el libro titulado: "La higiene preventiva de la Terdera Edad", correspondiente al curso sobre el mismo tema realizado por el Instituto de Ciencias del Hombre. La conferencia de Julián Marías se puede seguir seguidamente:

          La última forma de instalación en la vida


Señoras y Señores, agradezco mucho esta invitación del Instituto de Ciencias del Hombre y de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad para hablar de un tema que tiene una importancia considerable (y el doctor Arana ha mostrado hasta qué punto tiene un alcance para toda la sociedad).



Yo debo confesar que la expresión "tercera edad" tiene pocas simpatías mías; realmente procuro evitarla. Me parece que pertenece a ese tipo de expresión que por una parte rehuye el esfuerzo de denominación, que es algo enormemente valioso en la lengua; un número ordinal no dice mucho. Y, en segundo lugar, me parece que tiene conexión con una tendencia eufemística que en todas las épocas ha aparecido en el lenguaje, que en nuestra época es avasalladora y que envuelve algo que va más allá del lenguaje. Intentaré explicarme.


Ustedes saben que hace unos cuantos años apareció la denominación "tercer mundo", denominación que ha dado mucho quehacer y va a seguir dando. Al final, resulta que no se sabe muy bien qué es el tercer mundo, y hace ya algún tiempo que se habla del cuarto mundo, porque, por lo visto, el tercero no acaba de ser enteramente tercero.


Del mismo modo se empleó la palabra tercera edad para evitar eufemísticamente hablar de vejez. La vejez es una realidad, y la palabra vejez es una nobilísima y vieja palabra que no veo por qué evitar. Pero en el fondo hay algo más grave, y es que como se trata de evitar no ya la palabra vejez, sino el concepto de vejez y enfrentarse con la realidad que es la vejez, para tranquilizat a las personas que pertenecen a la tercera edad y que no piensen en modo alguno que se las toma como viejas, entonces esa tercera edad empieza muy pronto. Se nos ha hablado de los 65 años, después de los 60, a veces se habla desde los 55, edades que, evidentemente, en el siglo XX no son vejez. Pero entonces resulta que esa tercera edad no es la última, y nos pasa como con el tercer mundo. Resulta que si la tercera edad, que empieza muy pronto, no es la última, por que no hay una sola edad desde los 55 6 60 años hasta el final de la vida cuando esta ya tiene una trayectoria normal cumplida, entonces, evidentemente, en lugar de ser la tercera edad el nombre para la fase final de la trayectoria biográfica humana, se convierte en una etapa intermedia que deja, por tanto, en hueco, en blanco, los problemas que afectan a la fase final de la vida, llamémosla como la llamemos.


Entonces, esto tiene, naturalmente, la consecuencia de que el eufemismo lingüístico se convierte en algo más grave, que es un eufemismo respecto de la realidad. Es decir, una evasión, un escamoteo de una cierta realidad, que es precisamente la fase final de la vida. Yo, por esto, prefiero hablar de la última edad sin ponerle números ordinales, es decir, de la última forma de instalación en la vida, porque eso es precisamente lo que entendemos por edades. Se entiende por edad una cierta forma de instalación en la vida.


Ustedes saben naturalmente muy bien que el tiempo es continuo, los años pasan uno tras otro y, dentro de cada año, los meses y los días y las horas y los minutos y los segundos. La única realidad que diríamos que es discontínua sería lo que se llama biográficamente el instante. La vida estaría compuesta de instantes que no son, evidentemente, un punto intemporal, sino que tiene una cierta duración, es decir, es un mínimo en torno temporal. Pero, aparte de esa estructura que pudiéramos llamar atómica del tiempo vivido, del tiempo biográfico, el tiempo en sus magnitudes, diríamos, perceptibles, o, pudiéramos decir, la macroestructura del tiempo, es perfectamente continua. Ahora bien, la continuidad del tiempo no excluye la articulación, hay realidades que son contínuas, que son, pudiéramos decir, amorfas, pero hay realidades que siendo continuas tienen una articulación.


Hay un ejemplo muy claro que es el de la marcha, por ejemplo, de un avión que vuela en perfecta continuidad, un automóvil rueda de un modo contínuo, pero un hombre o un animal cuadrúpedo no se detienen, hay continuidad en su movimiento, pero dan pasos, pasos que se pueden contar, por consiguiente, sin interrupción del movi miento, sin detención; no hay detención en ningún caso, pero hay, sin embargo, una articulación. La vida humana transcurre, lo mismo que la marcha de un hombre, por sus pasos contados, y, precisamente, se pueden contar. Ahora bien, la articulación de la vida humana, la articulación del tiempo humano es lo que llamamos edades. En cada una de las edades se está instalado, desde cada una de ellas se proyecta uno vectorialmente. Se está instalado en la niñez o en la juventud o en la madurez o en la vejez; dejemos los grados que se puedan distinguir en cada edad. En todo caso, en cada una de las edades se está instalado, es una instala- ción transitoria, es una instalación que, naturalmente, nos abandona y va siendo sucedida por otra y, por consiguiente, nos encontramos con un repertorio de formas de instalación que suponen cambios decisivos. La vida humana tiene una significación, una figura, una tonalidad distinta en cada una de esas fases, en cada una de las edades.


El concepto de coetaneidad, ese concepto que empleamos, no es, naturalmente, equivalente al concepto de contempora neidad. Contemporáneos son todos los que viven en el mismo

tiempo, todos los que están vivos hoy, día 3 de Abril de 1979, somos contemporáneos, desde los recién nacidos hasta los centenarios somos contemporáneos, pero no somos coetáneos; somos coetáneos los que tenemos la misma edad, es decir los que somos niños o viejos o maduros o jóvenes, etc. al mismo tiempo, los que tenemos la misma edad en este momento.


Los latinos decían mors certa, ora incerta, la muerte es segura pero su hora es incierta. Nadie es tan viejo que no pueda vivir un día más o un año más, pero de lo que se puede estar seguro cuando se es viejo es de que no se tendrá una edad más Esta es la cuestión. Hay un momento en que el hombre está seguro de que no tendrá una edad más, es decir, de que no cambiará de esa instalación que llamamos edad. Y, por tanto, ésta- désele el nombre que se quiera- es la última y está definida por atributos absolutamente diferentes de las demás, puesto que las demás son abandonadas en cierto momento, sustituidas por otra, y la última no. En esto se parece a la primera, que, justamente por ser primera, no tiene otra antes. Es decir, a la niñez no se ha llegado, se parte de la niñez y, en cierto momento, se sale de ella. Con la última edad ocurre lo contrario; se instala uno en ella en cierto momento de la trayectoria vital y no habrá ya más cambios de instalación; podremos seguir viviendo los limites de la vida no están fijados de antemano, ningún viejo puede creer que ha llegado al final de su vida, podrá seguir viviendo pero dentro de la misma edad, dentro de la misma configuración.


Naturalmente, no se trata de un fenómeno estrictamente cronológico, no se trata de cuántos años; esto varía enorme- mente, depende de la época, depende del país o del sexo, de la condición social, de todos esos temas que este curso va a examinar, de la aceleración del tiempo de la vida. En otras épocas los hombres consideraban el final de su vida una edad que nos parece hoy poco menos que juvenil, pero es que, evidentemente, empezaban muy pronto, tenían un periodo de formación, de preparación para la vida, enormemente acelerado, particularmente intenso, asumían responsabilidades que nos parecen gravísimas muy pronto. Don Juan de Austria murió muy joven, incluso en la cronología del siglo XVI. Ahora nos parece un muchacho, pero es que a los 25 años tuvo el mando supremo de la fuerza de Lepanto.


Constantemente vemos que a edades tempranísimas, hombres del siglo XV, del siglo XVI, XVII, de la época romántica, realizaban empresas de un alcance, de una dificultad y de una responsabilidad que hoy nos parecen reservadas a personas de edad mucho mayor. Al decir hoy no estoy muy seguro, porque, precisamente hoy, precisamente en el momento en que estoy hablando, es decir, desde 1976, estamos en una fase de claro juvenilismo en que, prácticamente en todos los órdenes, está en el poder la generación de los nacidos en torno a 1931. es decir, una generación relativamente juvenil.


Hay, naturalmente, una relativa sustantividad de las edades Las edades aparecen sustantivadas pero con caracteres distintos. La niñez, por ejemplo, tiene una enorme labilidad, lo que llamamos niñez está articulado en varias fases que pasan rápidamente. Es decir, que el cambio diversifica enormemente los breves años de la niñez. Todos los estudios de la infancia distinguen cuidadosamente entre el niño muy pequeño o el niño un poco mayor, el niño de dos años a cuatro o cinco años, el niño de cinco años a ocho años, el niño de ocho a doce años, por ejemplo, porque son fases relativamente muy distintas.


La edad juvenil aparece caracterizada por otro concepto que es el de la fugacidad. La juventud pasa pronto. Hay toda una enorme literatura, especialmente la poesía ha cantado esa fugacidad de la juventud; se ha comparado a las flores que pronto se marchitan, a las rosas, etc. Hay toda una lírica que insiste en la fugacidad de la juventud, y especialmente la femenina, no solamente porque sobre ella se haya dedicado la atención, sino porque de hecho, hasta hace poco tiempo, era mucho más fugaz, tenía una duración mucho menor. La madurez, en cambio, aparece como una edad de relativa estabilidad, es como una meseta a la cual se llega en cierto momento, en la cual se instalan el hombre y la mujer durante bastante tiempo. Se cambia físicamente poco, los cambios biográficos son muy grandes, las capacidades han llegado a su desarrollo pleno y permanecen más o menos intactas durante bastante tiempo, naturalmente con grandes diferencias de una sociedad a otra, de una época a otra. En los países occidentales y en nuestro tiempo, la madurez se ha dilatado enorme mente, la madurez es una época sumamente larga.


Y la vejez, ¿qué ocurre con ella? Es curioso cómo expresiones lingüísticas consagradas por el uso, a veces centenarias, a veces milenarias, pierden su vigencia, dejan más o menos de usarse, caen en el olvido.


Hace algún tiempo recordaba yo que la pasión del hombre y aún de la mujer de nuestra época por la delgadez ha hecho que deje de usarse completamente una expresión que se usaba enormemente durante siglos y que se usaba probablemente hasta tiempos de mi niñez, que era la expresión "buenas carnes". "Tener buenas carnes" o "estar de buenas carnes". Bueno, en nuestra época se piensa que no hay buenas carnes, que todas son malas; las carnes se toleran porque son necesarias para seguir viviendo, pero parecen un inconveniente. El adjetivo buenas aplicado a las carnes es absolutamente eliminado del uso lingüístico de nuestra época.


Había una expresión usada también largamente, con un uso milenario, a propósito de la edad, en que se decía: cargado de años. Parecía una especie de riqueza; tampoco se dice. No recuerdo haber oído decir hace muchos años tantos que no recuerdo en este momento ningún caso en la lengua co- loquial, de alguien, que está cargado de años. Lo he leído en textos no recientes.


Tampoco se emplea, o se emplea muy poco y es extraño, pero se emplea poco, repasen ustedes su memoria: la expresión "llegar a viejo"; expresión tan absolutamente usual durante siglos. El mecanismo es el siguiente: no se quiere ser viejo y, por tanto, no se quiere llegar a viejo; se quiere el resultado, se quiere no morir pronto, lo cual se consideraba equivalente de llegar a viejo. Pero como ahora se quiere la larga vida sin vejez y, sobre todo, sin admitir la vejez, la expresión de llegar a viejo, que parecía una expresión optimista, positiva, tiene un lado peyorativo, negativo, y se rehuye.


El lenguaje es enormemente revelador de cómo el hombre se siente en cada situación. Se considera, por tanto, como una especie de contratiempo. ¡Ah! pero esto tiene un inconveniente grave y es que si se rehuye la vejez, si se rehuye el llegar a viejo y el aceptar que se ha llegado a viejo, entonces no es posible la instalación en la vejez, no se puede uno instalar en un contratiempo; se puede uno instalar en una edad, en un contratiempo no. Entonces, resulta que la consecuencia es una interpretación puramente negativa de la vejez, que es la que domina la literatura en el sentido estricto y la bibliografía psicológica o antropológica de nuestro tiempo. Una interpretación negativa y peyorativa de la vejez que es tan falsa como la interpretación tradicional, que era también falsa, rosada, idealizada, insincera, de los viejos tratados de la senectud.

Naturalmente, la razón de todo esto, el núcleo que explica estas transformaciones, es la asociación entre vejez y decadencia. Es evidente que la decadencia es un factor negativo, es algo que se trata de aplazar lo más posible; es deterioro, significa una dificultad para vivir, significa una penosidad, en muchos casos, de la vida, una enorme limitación.


Recuerden ustedes lo que contestaba Fontenelle, que llegó a vivir cien años justos nació en 1657 y murió en 1757, cuando ya muy al final le preguntaba su médico qué sentía, y contestó: "Rien, rien du tout, seulement une certaine difficulté d'être". Nada absolutamente nada, solo cierta dificultad para ser.


Esa dificultad para ser es evidentemente, el elemento negativo, limitador, de la vejez que se trata de aplazar. La vejez su pone, por lo pronto, una limitación de las posibilidades -esto es claro-, una gran limitación. Claro que si esto se toma de una manera global, significa limitación de unas posibilidades e intensificación de otras; que es lo que también se olvida por no querer aceptar la situación total.


Por ejemplo, se hablaba tradicionalmente hay una expresión muy usada en toda la literatura tradicional sobre la vejez, se hablaba de la superación de las pasiones; el viejo esta ría libre, estaría exento de pasiones. No estoy seguro, no es toy nada seguro de que esto sea verdad; creo que hay viejos con pasiones muy vivas. Lo que es evidente es que se suprime en la vejez una particular ambición, diríamos la forma de ambición global, eso que se llama con un verbo muy expresivo la ambición de "llegar". No, el viejo no tiene esa ambición porque ya ha llegado, ha llegado a todo; tenía que llegar y ha llegado o no va a llegar y, por consiguiente, la ambición de llegar no tiene sentido. Esto sí que es sumamente importante.


Pero esto tiene un sentido sumamente interesante, un sentido positivo que es el núcleo, lo que deberá ser el núcleo de la ultima instalación en la vida, si se la entiende en su contenido real. Sería un desplazamiento de los medios hacia los fines. Diría que la última edad es aquella en que las cosas no pueden interesar como medios, no pueden interesar más que por sí mismas. Ahora, si esto se apreciara y nos decidiéramos a tomarlo en serio y a ver lo que significa, sería simplemente es- pléndido.


Imaginen una forma de vida que consiste en que las cosas interesan por sí mismas, que en lugar de valer por lo que pueden tener de medio para otra cosa otra cosa que tal vez no nos interesa- tienen que justificar su interés en cada instante-, diríamos al contado, eso que se llama en inglés cash. Esto daría, evidentemente, un grado de intensidad, de fuerza, de verdad a esta última etapa, a esa última forma de instalación en la vida, que podría compensar muchos elementos negativos, muchas limitaciones.


Yo diría que esta última instalación en la vida es la edad de la recapitulación. Nosotros vamos viviendo la vida a diario, hora tras hora, anticipando lo que vamos a hacer, con un mecanismo de anticipación; se va viviendo la vida fragmentariamente- y, en un porcentaje muy alto de los casos-, no elegimos la vida en su configuración total, elegimos en cada instante lo que vamos a hacer, elegimos libremente, con libre forzosidad o con forzosa libertad, elegimos lo que tenemos que hacer en cada instante, pero tal vez en vista solamente de un proyecto a corto plazo, y queda en pie la configuración total de la vida y, por consiguiente, su sentido global. En la última edad el hombre no tiene más remedio que entrar en últimas cuentas consigo mismo y hacer una recapitulación de la vida que entonces adquiere figura, entonces adquiere precisamente configuración. Yo diría que es la época en la cual, propiamente hablando, se toma posesión de la vida.


Si ustedes quieren utilizar una imagen agrícola que no viene mal para el otoño, diríamos que es la época de la cosecha. Justamente, es la época en la cual el hombre cosecha su vida, en la cual hace la recapitulación de su vida y toma posesión de ella. Esto podría ser el sentido positivo de esta expresión tan unida naturalmente a la última fase de la vida humana: el retiro.


En español, es curioso, se emplean dos palabras: retiro y jubilación; depende de las profesiones, los militares se retiran, los civiles suelen jubilarse; parece que hay un júbilo particular en los civiles. Pero la palabra retiro es la palabra más general, la única que se emplea en otras lenguas, esa palabra retiro es ambigua. ¿Qué quiere decir retirarse? Por lo pronto puede querer decir dos cosas enteramente distintas: retirarse de, o retirarse a. Esta es la cuestión. Yo me retiro de ciertas cosas pero, evidentemente, me retiro a otras. Lo grave es que interviene la falta de imaginación. Los que se retiran simplemente de un modo negativo, los que se retiran de su profesión, los que no se retiran a nada positivo y concreto o se retiran a lo que no les interesa, en el fondo se retiran al aburrimiento, están consignados al aburrimiento.


Ustedes saben la frecuencia de que al retiro siga una fase de vida penosa, lamentable, triste, de verdadera declinación, muchas veces mortal. No olviden ustedes la fantástica greguería de Ramón Gómez de la Serna: "Aburrirse es besar a la muerte". Entonces, se entiende la última edad como un periodo de liquidación; se trata simplemente de esperar el final, y entonces, claro, la instalación es absolutamente imposible. No hay nada más insano. Si se habla de higiene, en esta fase de la vida no hay nada más absolutamente insano, no hay nada que atente más a la salud biográfica que esta especie de retiro entendido negativamente como una mera liquidación.


Claro está, se dirán ustedes, lo que pasa es que la muerte nos acecha, la muerte nos espera. Claro que sí, la muerte nos espera. Y aquí reaparece el eufemismo, el eufemismo de la realidad, porque de la muerte nadie quiere hablar, en la muerte nadie quiere pensar, es constantemente eludida, es constantemente escamoteada. Pero la realidad se venga siempre. Si la muerte es eludida, ella no falta y viene puntualmente, pero de paso destruye nuestra vida, la destroza. La última etapa, que ramos o no, nos guste o no, desemboca en la muerte; por eso es la última. Ahora bien, si no se cuenta con ella, esa última edad, que puede ser muy larga no olviden ustedes que puede ser muy larga, especialmente en nuestra época, se vacía. Hay otra expresión estamos hablando de expresiones añejas y desusadas, otra expresión era "prepararse a bien morir". ¿Cuántos años hace que no la han oído ustedes? Los que son jóvenes no la han oído nunca, los que no son tan jóvenes, los que están aproximándose a la última edad, creo que nadie está en ella todavía de los que estamos aquí la habrán oído alguna vez, pero hace mucho tiempo. Era una expresión que, por lo pronto, era religiosa solamente; pero solía entenderse de una manera negativa; prepararse a bien morir solía entenderse como desentenderse de la vida, volverse de espaldas a la vida. Esto me parece un grave error, el más grave de todos los errores. Prepararse a bien morir no es en modo alguno volverse de espaldas a la vida, es más bien lo contrario; aquella operación en virtud de la cual se rehace la vida para conseguir su plenitud, su culminación; aquella operación en virtud de la cual se le da figura, se la despoja de las adherencias no interesantes, de los compromisos, de los medios ya inútiles. Es de- cir, sería más bien la época en que se le da a la vida su verdadera configuración y valor, en que se le da su máxima intensidad y perfección.


Precisamente, la vejez debe ser, tiene que ser la instalación en la figura definitiva de la vida, y es precisamente aquella figura de la vida a la cual le podemos decir sí, lo cual no nos ocurre normalmente a lo largo de la vida, en que hacemos y nos pasan innumerables cosas que no merecen nuestra adhesión, a las cuales propiamente no nos vinculamos, con las cuales tal vez no nos solidarizamos.


Yo emplearía la expresión del "juicio particular", el juicio particular sobre la propia vida. Los teólogos hablan del juicio final, hablan del juicio particular de cada persona en su muerte. ¡Ah! pero aquí se trataría de otra cosa, se trataría del juicio particular sobre la propia vida mientras dura; quiero decir cuando se está a tiempo de rehacerla, de perfeccionarla. Perficere en latín es hacer perfecto, es decir, hacer hecho, hacer acabado, hacer algo que sea plenamente lo que es, lo que de- be ser.


Si quieren otra expresión, si quieren tomar la cosa por otro lado, diríamos que se trata de "entrar en últimas cuentas". Es que la vida consiste en dar cuenta; yo no puedo vivir más que dando cuenta, a mi por lo pronto, en cada instante, de lo que hay. La palabra cuenta en griego se dice logos, logos es primariamente cuenta, es también palabra y también razón. La ex presión dar razón se dice en griego: lógon didónai, que quiere decir dar cuenta. Por ejemplo, si a alguien le dan un dinero pa ra hacer ciertos gastos, después da cuentas, rinde cuentas. En español se emplea la expresión muy sabrosa de "dar cuenta y razón", donde se unen las dos palabras. Yo, por tanto, tengo que dar cuenta en cada instante y, por lo pronto ante mí mismo, de mi vida.


Ahora bien, hay unas últimas cuentas que tengo que darme cuando me instalo o trato de instalarme en la fase final, definitiva de la vida; y esas cuentas tienen que estar claras. El problema es el siguiente: que interesa de verdad. Cuando se ha llegado a la fase final, el hombre se para a pensar qué es lo que verdaderamente le interesa. La mayor parte de las cosas que nos afanan durante la vida, la mayor parte de las cosas que buscamos, que queremos, que ambicionamos, nos van defrau- dando a medida que las vamos consiguiendo. Pero en todo caso, cuando llegamos a una fase en que nos instalamos definitivamente en la vida, tenemos que preguntarnos si aquello nos interesa de verdad o no, y hay muchas cosas que no interesan y, en cambio, descubrimos que, de repente, nos interesan algunas a las cuales tal vez habíamos prestado muy poca atención.


Claro está que el hombre tiene siempre -y en nuestra época de un modo absolutamente anormal y enfermizo- un afán de seguridad. La seguridad es absolutamente impropia de la vida humana, la vida humana es constitutiva inseguridad. Por eso yo no tengo ninguna póliza de seguro, porque la póliza de seguro asegura lo que no me importa mucho; no hay ninguna póliza que me asegure lo que realmente me importe, y entonces prefiero no tener la ilusión de que tengo seguridad cuando no la tengo, porque soy radicalmente vulnerable.


Pues bien, el hombre de nuestra época tiene tan inmoderada pasión de seguridad en el fondo es lo único que quiere. seguridad social y de las demás, que acepta, probablemente por primera vez en la historia, colectivamente acepta la perspectiva de la aniquilación, que ha aparecido aterradora al hombre en cualquier época, de la cual se ha defendido o ha aceptado con desesperación, la acepta con gran tranquilidad y yo diría que con avidez, y es porque es lo único sobre lo cual cabría seguridad; la aniquilación sería algo absolutamente seguro. La perspectiva de la inmortalidad, de la perduración, es absolutamente insegura, en todo caso es insegura; pero aún en el caso más favorable de que se tuviera una creencia inconmovible y sin resquicio en la perduración, su contenido, su destino, su figura, su significación, todo esto sería inseguro, y por tanto habría un enorme coeficiente de inseguridad que el hombre de nuestra época no está dispuesto a aceptar. Y entonces resulta que, al desentenderse de la muerte y poner el acento en la pretensión de seguridad, se reduce la muerte a un accidente, se la convierte simplemente en la extinción de cada uno de nosotros, en lugar de ser lo que tiene que ser: el horizonte configurador de la vida.


La muerte es precisamente el horizonte que da configuración y que da sentido y que hace inteligible la vida de cada uno de nosotros. Si nos negamos a pensarla y a incluirla en nuestra biografía y no tenemos más que un afán de seguridad total, la muerte es un mero accidente negativo que, a última hora, vacía nuestra vida íntegra.


El problema sería la afirmación de los proyectos, la afirmación de los deseos. La edad, claro está, va imponiendo una selección de los proyectos; los hay posibles y los hay imposibles Hay un momento en que el hombre dice: yo ya no haré tal cosa. Y esos proyectos que el hombre tiene a lo largo de su vida y que piensa que alguna vez hará la juventud es siempre como las calendas griegas, -cuando se es joven todo es posible-, hay cierto momento en que ya no es todo posible. Por ejemplo, el joven piensa que puede ser cualquier cosa pero todavía no es realmente nada o casi nada. Hay un momento en que el hombre se examina a sí mismo y toma, más o menos, la medida de su realidad; en que, por ejemplo, llega a la convicción de que no será un genio; esto se suele descubrir bastante pronto y hay varias posibles reacciones al descubrimiento de que no se será un genio; algunas muy antipáticas, otras son más simpáticas.


Pero hay cierto momento en que la vejez va imponiendo limitaciones a los proyectos y se va diciendo: yo esto ya no lo haré, ya no lo haré. Pero, naturalmente, hay otra cosa. Los proyectos se sustituyen, los proyectos son, en principio, infinitos, los proyectos abarcables, los que aparecen en el horizonte de la vida como algo en principio realizable, son siempre limitados porque el horizonte de la vida es muy limitado, de modo que la desaparición de ciertos proyectos, si la entendemos de un modo positivo, significa en gran parte el dejar el puesto libre a otros proyectos. Por consiguiente, el hombre que va envejeciendo y que va renunciando a ciertos proyectos, debería poder dar espacio vital a ciertos proyectos particular mente interesantes, concretamente a aquellos que son irrenun- ciables.


La irrenunciabilidad de los proyectos es la prueba de su autenticidad. El hombre, al llegar a cierta altura de la vida (en realidad progresivamente lo va haciendo), descubre qué proyectos son irrenunciables, es decir, qué proyectos coinciden con su propia realidad, qué proyectos lo constituyen. Yo soy un proyecto, la vida humana es un proyecto, un proyecto biográfico compuesto evidentemente de muchos que se van sucediendo, que se van solapando, que se van desplazando y sustituyendo, que se van depurando. Y, a última hora, el hombre estaría con un hacecillo de proyectos en los cuales última y radicalmente consiste.


Y en este momento vuelve a funcionar, vuelve a introducir se de una manera más positiva, y no simplemente como el horizonte final, la perspectiva de la inmortalidad, inseparable de toda consideración de una última forma de vida humana, de una última instalación. Dirán ustedes que hay una diferencia fundamental entre aquellas personas que tienen fe y las que no la tienen. Ni la perspectiva de la inmortalidad es cuestión únicamente de fe, ni la fe es enteramente suficiente, porque la fe tiene que articularse con una totalidad de interpretación de la vida humana que excede del ámbito de la fe en sentido estricto. Aparte de que la fe puede ser vida o puede ser inerte, una fe inerte, tradicional, en la cual se está, y frecuentemente no resiste la prueba del fuego de enfrentarse con las situaciones que llamaría límites, y concretamente con la situación límite que es precisamente la última edad. Toda la última edad. si funciona como tal, es una situación límite.


Pero de todas maneras, y prescindiendo de la fe o incluso sin ella, se plantea el problema de la verosimilitud o inverosimilitud de la aniquilación. Normalmente, la aniquilación no parece verosímil más que cuando se operan toda una serie de reducciones en virtud de las cuales se olvida la realidad de lo que entendemos por persona, lo que llamamos yo, o lo que llamamos todavía más claramente tú, lo que entiendo cuando uso los pronombres personales, y se hace una reducción de esa realidad personal al organismo, reducción absolutamente arbitraria y que sería menester justificar largamente y, en la medida en que se justificaría, sería por medio de teorías discutibles, dudosas, enormemente complicadas. No olviden ustedes que es la expresión que emplea Platón; cuando se refiere a la inmortalidad dice: "es hermoso el riesgo de ser inmortal", es un riesgo, es una inseguridad, es algo sobre lo cual a última hora se podría apostar.


Ahora bien, esto introduce en la vida, inexorablemente y querámoslo o no, lo que es su carácter esencial, intrínseco: el dramatismo. La vida humana es dramática, es algo que yo hago, que yo proyecto y realizo. Esto es la vida humana. Ahora bien, la aparición en el horizonte de ella de la perspectiva insegura de la inmortalidad, introduce, claro está, el dramatismo en la vida, y mucho más todavía, a fortiori, en la última edad. Entonces esto pone en carne viva el tema capital de la adhesión a nuestros proyectos, incluidas, claro está, las personas que son nuestro proyecto.


El deterioro, ese deterioro en que también consiste la vejez -por lo menos en cierto momento, desde cierto límite-, es evidente que no está ligado a la vejez sólo, aparece en cualquier edad, el deterioro y la decadencia se pueden interpretar no como una mera decadencia orgánica, sino como obstáculos o estorbos para los proyectos, del mismo modo que la enfermedad. Advierto a ustedes que la enfermedad humana, la enfermedad persona biográfica, no es simplemente una alteración del organismo, es una dificultad para realizar mis proyectos vitales. Si yo puedo realizar normalmente y con espíritu mis proyectos vitales, no estoy enfermo. Naturalmente, si me hago un reconocimiento médico, estoy seguro de que el médico encontrará varias cosas, encontrará que mi corazón, pulmón, riñón o hígado no funciona bien. Y me dirá el médico: ¿Ve usted? Estaba enfermo. Yo le diré: No, estaba enfermo mi riñón, pero yo no. Yo quiero mucho a mi riñón, pero a mí más. Que mi riñón esté enfermo no quiere decir que esté enfermo yo. Yo estoy enfermo cuando, a causa de lo que pase con mi riñón, no puedo realizar mis proyectos vitales; mientras pueda realizarlos, yo no estoy enfermo. Lo malo es que si el médico me dice que mi riñón está enfermo, voy a funcionar como enfermo desde entonces. Yo tengo gran desconfianza sobre ese criterio de la medicina actual. Esos obstáculos, esos estorbos que la enfermedad puede significar, o bien la degradación, el deterioro que a última hora amenaza a la vejez, puede interpretarse como algo de lo cual se tiene esperanza de que sea superado. A última hora se puede confiar, se puede tener la esperanza de que esos obstáculos sean superados, bien porque sean vencidos o bien porque se dé un rodeo.


La vida humana está constantemente dando rodeos. La biografía está buscando rodeos para superar biográficamente obstáculos que no se pueden eliminar, que no se pueden remover. Comparen esta actitud con la interpretación meramente organicista en que el hombre es eso, sin más esperanza. Si tenemos una concepción organicista del hombre, cuando el hombre declina, entra en deterioro, el hombre es esa declinación. Si yo interpreto dramáticamente mi vida, me encuentro con ciertos obstáculos de los cuales tengo la esperanza de que se puedan superar o que se puedan rodear, es algo completamente distinto; pero queda intacta mi realidad como sujeto de proyectos, no como un organismo en decadencia.


Por consiguiente, esta última fase, esa instalación en la vida, significa primariamente un balance de la vida, pero como la vida nunca llega a su final más que cuando termina, como el hombre siempre y en todo instante, incluso en la extrema vejez, es intrínsecamente futurizo, como orientado al futuro, ese balance es al mismo tiempo es el título del famoso libro de Jaspers balance y perspectiva. No es mero balance, nunca se hace una raya mientras se está vivo, la hace precisa- mente la muerte. Mientras se está vivo, no hay la raya final.


Entonces, el hombre se encuentra con que en esa fase final puede realizar lo que podríamos llamar asunción de los proyectos ajenos, la asunción de los proyectos que no van a terminar con él. Piensen ustedes en la familia tradicional, la gran familia compacta de otras épocas. Los proyectos de los descendientes son asumidos por el hombre que ha llegado a viejo, que se ha instalado en la última fase de la vida y que lo que él no va a hacer piensa que lo harán otros y asume esos proyectos, son un amplio futuro de los descendientes.


Pueden entenderse también lo que llamamos la patria -palabra también poco usada como proyecto transpersonal pero no impersonal-; si es algo impersonal, no nos sirve de nada, porque es absolutamente imposible llevar a cabo esa asunción de los proyectos colectivos si son impersonales. No olviden esto, que introduce una radical falsedad en una serie de sucedáneos en ese concepto que podemos llamar patria, ese concepto que supone un proyecto transpersonal pero siempre personal. O dicho en otros términos, si no hay persona individual, si el hombre no es persona, si el hombre a última hora es mera cosa, organismo, lo que se quiera, entonces, a fortiori, son imposibles las personas colectivas y, por tanto, no hay proyecto colectivo personal.


Naturalmente, lo que plantea el último problema con el cual hay que enfrentarse también si uno quiere tener una instalación en esa fase final, es el problema de la aniquilación o la pervivencia. ¡Ah! no la mía, la de los demás. Esta es la cuestión. Cuando se habla de aniquilación, casi siempre se piensa en la propia. ¿Es la única que importa? ¿es la única que afecta al sentido de la vida humana? ¿y los demás? ¿se puede uno resignar a la aniquilación propia? Me parece difícil. ¿Se puede uno resignar a la aniquilación de los demás? La última edad, no nos engañemos, está rodeada de muertos y, naturalmente, en un sentido depende de cómo se consideren, de que se consideren como vivientes, como existentes; es decir, que puedan ser o no parte del proyecto personal.

Se oscila entre diversas actitudes. Una es la de aguardar y no esperar (no cabe hablar de esperar sino simplemente aguardar) la destrucción. La otra sería la actitud de aquel francés que, a punto de morir, murmuraba: "Enfin, je vais savoir", por fin voy a saber. O la actitud de Don Ramón Menéndez Pidal, que, al borde de los cien años, eludiendo, como siempre, hablar de la muerte pero hablando y preguntando sobre la inmortalidad, me preguntaba: "Marías, ¿cree usted que podré ver a los juglares?".


Artículo de Julián Marías, con un argumento complementario del anterior:


Resistencia frenta a la nada ABC 17 06 1999


He reflexionado muchas veces sobre el hecho de que las edades de la vida humana no son solamente sucesivas, sino excluyentes. Los padres, que ven con alegría crecer a sus hijos, a la vez recuerdan con nostalgia a los niños que han sido desde su nacimiento. Confío en que en la otra vida se podrá salvar su coexistencia y simultaneidad.En este mundo, la sucesión es buena; es lamentable el "adolescente enquistado", encerrado en una fase destinada a pasar; pero no es menos lamentable que se desvanezca sin dejar huella; y gravísima cosa es que no perdure en nosotros el niño que hemos sido, en esa forma precisa de haberlo sido.La conservación de las edades transitorias, en una extraña acumulación que consiste en la pervivencia del pasado como tal, es la condición misma de la vida humana, y si trasladamos esto a la historia, empezamos a no entender: el no ver esto es una de las causas mayores de los errores humanos.La dificultad estriba en olvidar o no entender el carácter proyectivo de la vida. Cada edad es un haz de proyectos, convergentes y articulados en uno principal, como la de mayor alcance en un cohete, lo que permite la articulación de ese movimiento continuo y sin interrupción alguna que es la vida -a no ser que se cuente la mínima y esencial que es el sueño, lo que hace posible que se vuelva a empezar cada día.Ese carácter proyectivo es capital, y lo engloba todo; he insistido en que se recuerda y se narra desde los proyectos, y por supuesto desde ellos se imagina y anticipa el porvenir.Pero puede preguntarse: ¿hasta cuándo se proyecta? ¿Cuánto dura el carácter proyectivo de la vida? Porque existe la vejez, en que el futuro parece angostarse, casi desaparecer hasta que se desvanece en la muerte.

              Se dice que el viejo no tiene más que recuerdos -si es que los sigue teniendo-, que vive del pasado, vuelto hacia él, repasándolo mientras espera. Creo que esto puede ser verdad en algunos o muchos casos, pero que no pertenece a la estructura necesaria de la vida; en suma, que es un olvido, una dejación o un error inducido por esa tremenda realidad que es el tópico, el "lugar común", lo que se dice y se acepta pasivamente.Creo que a cualquier altura de la vida, en todas las edades, se proyecta. Desde esos proyectos se evoca el pasado, que por eso "revive", se modifica, se los interpreta, se le confieren nuevas significaciones. El argumento vital refluye sobre lo ya vivido, se va incorporando a las nuevas fases, se va depositando así en lo que se llamará una personalidad.

Si se vive con atención -algo tan importante y que se suele omitir-, si no se resbala sobre las cosas y las personas, se van incorporando. La buena o mala memoria puede tener una base fisiológica, pero creo que es principalmente cuestión de atención. Esto condiciona la riqueza de la vida, su cohesión, el grado de posesión de ella. El que podamos verla como algo "mío", de cada cual, o como algo impersonal y casi ajeno.

Esa condición proyectiva no tiene término conocido; se mantiene mientras la vida humana conserva sus atributos, mientras no sobrevienen azares que la perturban en su normal funcionamiento o la dejan en suspenso. Hay condiciones sociales que impulsan en un sentido o en otro. Es claro que el hombre ha vivido durante casi toda su historia "a la intemperie", lo que hacía que tantas veces fuese penoso vivir; pero llevaba a mantenerse alerta hasta el límite de lo posible, a "seguir viviendo" mientras quedaba la posibilidad. Por el contrario, la seguridad que en gran parte del mundo se ha alcanzado en nuestro tiempo mitiga las dificultades y es una gran ayuda, pero en cambio empuja hacia la "jubilación", hacia la cesación de gran parte de los proyectos vitales.

No hay razón para dejar de proyectar, incluso en plena vejez.

Esta edad podría definirse como "recapitulación proyectiva", sin renunciar a ninguno de los dos términos. Se repasa el cuento y la cuenta de la vida a la luz de los proyectos actuales; sin que importe que puedan ser los últimos: por eso es la toma de posesión de un conjunto que no ha terminado, porque su condición argumental lo impide.

Se dirá: sí, pero hay que contar con la muerte, que no faltará a la cita. En efecto, pero es una cita imprecisa, y no se sabe si será puntual. Solamente ella puede relevarnos de nuestro oficio de proyectar.

Con todo, al fin llega. ¿Qué hacer ante este horizonte? En 1804, Senancour publicó un libro titulado "Obermann", que interesó profundamente a Unamuno. Recordó muchas veces estas palabras: "El hombre es perecedero; es posible; pero perezcamos resistiendo, y si nos está reservada la nada, hagamos que sea una injusticia." El afán de perduración de Unamuno lo llevaba a asentir fervorosamente a esta actitud. Se trata, nada menos, de Resistir a la nada. ¿Cómo puede hacerse? Evitar la nada, la destrucción de la persona que somos, su aniquilación, no está en nuestras manos; pero la resistencia a la nada, el hacer que no se justifique, es algo que podemos hacer. En nuestro tiempo son muchos los hombres que lo aceptan pasivamente, porque les han dicho que "es así", sin caer en la cuenta que lo han dicho los que, por supuesto, no lo saben ni podrían justificarlo. Lo dan por válido, hasta en ocasiones se jactan de ello, actúan como si "ya" no estuviesen en vida.

Participan también de esa actitud, aunque crean oponerse a ella frontalmente, los que profesan la moral del "despego", del desinterés por todo lo creado, sin reparar en que envuelve un desdén por su Creador, los que aconsejan el desinterés por todo, en nombre de algo abstracto y que no se intenta ni siquiera imaginar.

¿Cómo se puede "resistir" a la nada? Proyectando sin término, sin límite. Se dice y se repite que no podemos llevarnos nada después de la muerte. Si se piensa en "cosas", ciertamente es así: ni riqueza, ni títulos, ni honores. Lo único que podemos llevar con nosotros es nuestros proyectos. No es que los llevemos "con nosotros", como si fuesen un equipaje -tenemos que ir "ligeros de equipaje"-; es que somos esos proyectos, consistimos en ellos. Sin ellos no somos "nosotros", cada uno de nosotros. Los que nos han constituido en nuestra vida, en su revisión y recapitulación, en su posesión final, son nuestra realidad, aquella que llamamos "yo" y tiene un nombre propio.

Eso es lo que puede y debe resistir a la nada.

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