Estamos asistiendo al recrudecimiento de la calumnia como arma política, tanto desde los medios de comunicación afines al gobierno, como desde el mismo gobierno. Es hora de recordar el artículo de Julián Marías, del año lejano de 1978, pero que anunciaba lo que ha venido después.
Seguidamente les muestro el enlace a dicho artículo y su contenido en texto:
18 02 1978 ¿Que queda cuando se calumnia?
En el mes de junio de 1976, Julián Marías escribió un artículo, recordando otro de Ortega, en el que se indicaba el peligro de la mentalidad totalitaria cuando se hace dueña de un país.
SOBRE EL RESPETO
Hace ya cuarenta y tres años. El 15 de enero de 1932, cuando la República no había cumplido todavía un año, apareció en el diario Luz, de tan corta vida, un artículo de Ortega titulado «Platónica advertencia sobre la respetabilidad del Estado». Todo lo que Ortega escribió sobre política tiene muy considerable interés; pero lo más curioso, lo más inquietante, es que, a pesar de haber dejado de escribir sobre ese tema hace justamente cuarenta años, todo ello tiene estricta actualidad -mucho mayor, si no me engaño, que casi todo lo que leemos en los periódicos-. Y, aunque se refería directamente a España, el alcance de sus palabras iba mucho más allá de nuestras fronteras.
¿Por qué ese alcance y esa actualidad? Precisamente porque no se detenía en anécdotas, cominerías o actitudes partidistas; porque intentaba comprender la realidad, y al hacerlo, en un punto de ella descubría su estructura.
Hablaba Ortega del respeto al Estado; y decía que el ciudadano, sean cualesquiera sus opiniones, respeta al Estado cuando se le impone la evidencia de que los gobernantes mismos lo respetan. Es decir, que el respeto de los ciudadanos nace del que tengan los gobernantes, y sin este no es posible aquel.
Quiero citar un solo párrafo del artículo de Ortega, que termina con un paréntesis preñado de realidad, y por ello de contenido profético. Ortega escribía lo siguiente:
“¿Y en qué consiste ese respeto del gobernante al Estado? En la cosa más sencilla del mundo: en que maneje al Estado como lo que es, como un Poder "público", y no como un Poder particular. Desde el Estado no se puede favorecer ni agredir metódicamente a ningún grupo de los que integran la comunidad. En la medida que haga esto el gobernante denigra al Estado y lo irrespetabiliza. Si los grupos todos, aun los más hostiles al Estado, no se sienten atendidos por él, tenidos en cuenta en cada acto y palabra del Gobierno, el Estado no es tal Estado. Es lo contrario del Estado, Cuando un grupo social practica agresión sobre el Estado, responde éste con fulminante y aplastante energía. Entonces es verdadero Estado. Sea "derechista", sea "izquierdista", el Estado está obligado a sentir una suspicacia fabulosa por sus prerrogativas. Pero si es el Estado quien practica agresión sobre un grupo social, deja ipso facto de ser Estado y se convierte en su contrario: Revolución o Contrarrevolución y golpe de Estado. El golpe de Estado es, ante todo, golpe al Estado, su desnu- camiento. (Rusia e Italia no son Estados. Son Revolución y Contrarrevolución enquistadas. Durarán el tiempo que sea, pero su duración no será nunca estabilización, "estado". Es fácil decir, pero es falso decir, que son "nuevos" Estados. Ni nuevos ni viejos. Son precisamente lo otro. Lo propio acontece con el nacionalsocialismo de Alemania. ¡Aviso a los jóvenes que quieran de verdad buscar el verdadero Estado nuevo!)>
Este es el párrafo. Y resulta, de entrada, que uno de los sentidos del totalitarismo» es ser «particularismo»: entender el Estado como un poder particular, que no tiene en cuenta a ciertos grupos de los que integran una sociedad, un país, o si los tiene en cuenta es para agredirlos metódicamente». Esto hace automáticamente imposible el respeto al Estado, porque es el Estado mismo - a través de sus gobernantes, de sus propios principios - el que no de respeta. Con ello desaparece de raíz el sentido de la autoridad, y queda sustituida por el Poder descarnado, por la fuerza. La consecuencia, naturalmente, es la subversión. Se dirá que los Estados totalitarios la hacen imposible. Bien, la hacen imposible de hecho, pero engendran su espíritu, y en la medida en que la sociedad conserva alguna vitalidad está pronta a la respuesta subversiva; donde esta no es posible, es que el país ha quedado, tras largo tiempo, amortecido y sin vigor, y ya no es utilizable ni siquiera para los fines del Estado, a menos que estos sean puramente pasivos - la mera duración - o negativos.
Esta es la razón de que el Estado que no se respeta tenga que ser primariamente represivo. Tiene que consumir lo mejor de sus energías en un aparato destinado a reprimir una subversión real o meramente posible, con la cual cuenta porque es la consecuencia inevitable de su condición. Es el equivalente del profesor sin autoridad intelectual o moral, que consume su atención y el tiempo de la clase en que esta no se desmande. Mientras que el profesor con autoridad puede dedicarse tranquilamente a enseñar, seguro de que no habrá ningún impulso subversivo y que si lo hubiera lo calmaría con la razón y con la adhesión mayoritaria de los estudiantes.
Se dirá que hay universidades en que esto no es posible; pero es porque previamente han dejado de ser universidades, han sido desposeídas de su función, se han “contaminado” de una afección más general de la sociedad política entera. Lo característico de estas situaciones -y la prueba de lo que acabo de decir - es que en ellas los temas que se suponen “conflictivos” no son universitarios, y por tanto no se pueden resolver en la Universidad. Son temas políticos generales (o de otra zona de la sociedad) llevados a la Universidad porque no tienen lugar lícito en que plantearse y ventilarse, o con el propósito de dinamitar la Universidad y hacerla imposible.
Yo mediría el grado de legitimidad de los Estados – o de las fases del “mismo” Estado - por la cuantía en que se permitan la agresión a los diversos grupos sociales. En un extremo está el Estado plenamente legítimo, de todos los ciudadanos - que por eso son ciudadanos -, que jamás se permitiría una agresión contra ninguno -ni, por supuesto, contra un grupo social: región, clase, estamento, profesión- ; que, por eso mismo, tampoco toleraría ser agredido. En el otro extremo, el Estado totalitario en sentido estricto, detentado por un grupo social probablemente minúsculo o por un puñado de individuos, que no tiene en cuenta la voluntad, las opiniones, los intereses de los diversos grupos sociales, que sólo se afirma mediante la agresión o el desprecio. Entre uno y otro, más cerca del primero o del segundo, se encuentran los Estados de legitimidad social insuficiente o precaria, amenazada o perdida y no enteramente recobrada, cuya trayectoria consiste en deslizarse, tal vez en pendular, hacia los dos extremos. A veces, un Estado que ha ejercido durante largos años el Poder de un modo particularista y agresivo, empieza a advertir la inestabilidad de esa actitud-la imposibilidad de que eso sea un «Estado y tímidamente inicia su desplazamiento hacia una vida «pública». Cuando los gobernantes empiezan a hablar al país, cuando sustituyen las arengas, las órdenes o los denuestos por explicaciones, raciocinios, propuestas, empieza la política, y puede nacer, más allá de la fuerza, la autoridad.
El peligro es que los “totalitarios” - todos los totalitarios - se alarmen y decidan cortar de raíz esa nueva planta que quisiera germinar. Unos quieren mantener la agresión, porque para ellos mandar es agredir; se apresuran a conseguir que los gobernantes se arrepientan de haber razonado, de haber dado explicaciones, de haber contado con el país. Otros se aprestan a la agresión, no sea que al Estado se le vaya a olvidar su condición agresiva. Porque unos y otros saben que, tan pronto como se descubre la autoridad respetuosa, la libertad, la convivencia, todo lo demás parece una inverosímil pesadilla infrahumana. Por eso los regímenes totalitarios son aquellos en que no es posible el arrepentimiento.
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