El año 1962, Julián Marías escribió un prólogo al libro del padre Gonthier titulado "El drama psicológico del Quijote". Por su interés, muestro el enlace al libro (con registro previo) y el texto del prólogo a continuación:
El drama psicológico del Quijote
PRÓLOGO
El Padre Denys Armand Gonthier ha estudiado el Quijote desde una perspectiva particularmente interesante. Se ha acercado a la obra literaria como tal, desde el ángulo de la belleza; pero ha hecho entrar en su consideración otros varios puntos de vista, conjugados con aquél, y el resultado es una visión de la obra cervantina que nos lleva a problemas enormemente sugestivos. El tema fundamental del Quijote es el de la realidad y sus interpretaciones; pero como se trata de una novela, de un libro de ficción literaria, no de un tratado teórico, ese tema no es “estudiado” ni aun “planteado” en el Quijote, sino que éste es un caso ejecutivo de ese problema. Quiero decir que el Quijote mismo es una realidad que exige una multitud de interpretaciones, cada una de las cuales lo descubre en un escorzo determinado, sin agotarlo, dejando más allá otras posibles, que vendrán a alumbrar otros aspectos. La realidad tolera muchas interpretaciones, pero no cualesquiera, y rechaza las inadecuadas, aquellas que en lugar de descubrirla la encubren, suplantándola con otra que le es ajena. La “profundidad” del Quijote, la multiplicidad de sus planos, el carácter de mundo - en principio inagotable, aunque finito - que tiene, son la causa de que su asedio intelectual sea siempre fecundo, y a la vez siempre frustrado, cuando se intenta una posición absolutista.
Al Padre Gonthier le interesa sobre todo el drama en que el Quijote consiste; y esto quiere decir, a su vez, que su principal preocupación se concentra sobre el personaje, lo cual le lleva a debatirse con uno de los problemas más espinosos y peor tratados de la filosofía: el de la persona. A debatirse, y no a tratarlo, porque el Padre Gonthier no ha escrito un libro de filosofía, sino un estudio literario del Quijote, sin omitir lo que ello reclama. El intento de comprender una obra literaria clásica obliga a ejecutar una operación difícil y en algún sentido paradójica: el observador tiene que verla desde su propio punto de vista personal, único, insustituible, irreemplazable: pero a la vez encuentra que ese punto de vista suyo es un “resultado”, es decir, que no se ha encontrado sin más en él, sino que ha “llegado” a través de un largo camino que es simplemente el de la historia; en ese caso concreto, la historia de las interpretaciones de la obra en cuestión. El “adanismo” no es posible, no es más que una ilusión engañosa, mediante la cual el que quiere tener un punto de vista sólo suyo se queda sin él y recae en el de un ficticio antepasado. Por esto, el libro del Padre Gonthier está apoyado en una serie de muchas y buenas lecturas, en los enfrentamientos que muchas cabezas han ido ensayando ante la obra enigmática de Cervantes. Pero no es esto sólo, y aquí interviene un interesante componente de su perspectiva.
El Padre Gonthier es un religioso, profesor en el Assumption College de Worcester, tierra adentro en el estado de Massachusetts, en el seno de la ya vieja New England, una de las tierras más entrañables que conozco. Alguna vez me he planteado el problema de qué quiere decir - si la hay- ”filosofía cristiana”; hace muchos años llegué a esta definición: filosofía de los cristianos en cuanto tales. Es decir, en cuanto el cristianismo es un ingrediente esencial de la situación en que se encuentran y desde la cual filosofan. El cristianismo funciona así dentro de la filosofía como un elemento condicionante de la perspectiva, que permite ver la realidad de una manera irreductible; es, por tanto, un principio heurístico, en virtud del cual se descubren algunas cosas que de otro modo quedarían siempre latentes. Esto se podría generalizar a toda consideración intelectual en la cual intervenga decisivamente el punto de vista concreto del que piensa, y con mayor razón a toda manera de instalación efectiva en la vida.
Por desgracia, lo más frecuente cuando alguien piensa desde el cristianismo, en particular desde el catolicismo, es que suspenda su propio modo de ver la realidad, incluso en la medida en que está definido por su condición de cristiano, y haga entrar en escena un punto de vista que se supone ser el del “pensamiento cristiano” y lo aplique imperturbablemente. El resultado es fácil de prever. Una vez le dije a un amigo, director de la mejor revista católica de los Estados Unidos, que lo malo de los artículos o los libros católicos es que el lector sabe ya antes de leerlos, lo que van a decir, y que es menester in contra eso resueltamente y dar grandes sorpresas: que el lector encuentre que no, que no sabía lo que iba a decirse, que se dice otra cosa. Es muy posible que los lectores de este libro del Padre Gonthier esperen encontrar a cada paso el nombre de Santo Tomás; y con frecuencia, citas de encíciclas; o acaso de los pensadores neotomistas. Y resulta que, como se trata de un libro sobre Cervantes, los nombres que aparecen citados con más frecuencia y relieve son los de Unamuno, Ortega, Américo Castro, Chesterton, Hatzfeld, Madariaga y... Sainte-Beuve. Y luego otros muchos más, casi todos pertinentes.
¿Es que entonces no se nota que el Padre Gonthier es un religioso, a menos que anteponga esa “P”, a su nombre? Se cuenta de Paul Valéry que, al ser presentado a una señora, advirtió en ella un gesto de sorpresa ante su aspecto más bien vulgar y sin rasgos muy especiales, y musitó: «Oui, Madame: je suis de la poésie secrète.» Hay gentes que para ver si un libro es católico o no, protestante o no, marxista o no, sólo conocen un criterio: mirar las citas y ver si “concuerdan”. Pero hay otras posibilidades.
El Padre Gonthier, a lo largo de todas las páginas de su libro, está haciendo funcionar la idea cristiana del hombre. Acabo de escribir esta expresión y me arrepiento de ella, porque puede hacer pensar en una “doctrina” o “teoría”, y tal cosa - una teoría cristiana del hombre - no existe. Existen muchas y pueden - y deben - existir muchas más. Lo que funciona en este libro es la interpretación personal del hombre que es el núcleo intelectual de su vivencia cristiana. El hombre como persona, de quien se habla en los Evangelios - y que no siempre es fácil de compaginar con el “pensamiento cristiano” -. El hombre no como “cosa”, ni como sustancia, ni como compuesto, ni como sujeto, sino como un quién, un yo inserto en un mundo - y referido a otro -, que acontece, se hace a sí mismo (sin crearse, por supuesto), se proyecta, se cuenta o narra, se siente llamado o “vocado”, puede ser verdadero o falso, auténtico o inauténtico, porque ésa es la manera humana de to be or not to be.
Por eso el Padre Gonthier se siente expresado tantas veces por Unamuno, y más aún por Ortega, y por otros: por todos los que se han esforzado por librar al hombre de los restos de materialismo pagano helénico - con todos sus disfraces: el último, el “espiritualismo” - y pensarlo como persona. Por eso, sobre todo, ha hecho tema de su estudio la obra de Cervantes, que es el gran planteamiento literario – no teórico – del problema de la persona humana en el siglo XVII.
Muchas veces he hablado de esto, y no he de repetirlo. En el libro del Padre Gonthier encontrará el lector, además, algunas citas. Pero quiero recordar aquí dos pasajes cervantinos en que transparecen de manera especialmente clara ciertos aspectos de sus temas centrales, y que rara vez se han utilizado; el primero, del Quijote; el segundo, las páginas finales de El amante liberal.
El ejemplo clásico de la ambigüedad de la realidad en el Quijote es el episodio del yelmo de Mambrino. Se ha solido pensar que se trata de cierto “subjetivismo” o “relativismo”, a pesar de que, si así fuera, la pendencia entre Don Quijote y el barbero tendría fácil solución: uno se llevaría el yelmo y el otro la bacía; el problema está en que hay una cosa, una única realidad- un tóde ti, como diría Aristóteles- en la cual pondrían a la vez la mano ambos contendientes; una sola realidad, soporte de las varias interpretaciones, ya que lo que a uno le parece yelmo, a otro le parece bacia, y a otro le parecerá otra cosa. Pero lo más interesante, y en lo que no se suele reparar, es que no es Don Quijote el autor de la interpretación de la bacía como yelmo, sino el barbero, ¿Cómo? -se dirá- ¿No es estrictamente al revés, no porfía el barbero una vez y otra que aquello no es sino bacía, frente al hidalgo empecinado en que se trata de un yelmo?
Recuerde el lector el capitulo XXI de la I parte del Quijote. «En esto -escribe Cervantes-, comenzó a llover un poco... De allí a poco, descubrió Don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro... Y continúa Don Quijote: “... si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice el juramento que sabes”. Y cuando Sancho, escarmentado, sugiere posibles engaños y recuerda la aventura de los batanes, Don Quijote replica: -¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso?- dijo Don Quijote -. Dime, no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? -Lo que yo veo y columbro respondió Sancho - no es sino un hombre sobre un asno, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.-Pues ése es el yelmo de Mambrino - dijo Don Quijote.” No lo haría mejor un fenomenólogo. Y cuando Cervantes después intenta explicar lo que es, aclara lo siguiente: el barbero “traía una bacía de azófar; y quiso la suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover, y porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venia sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a Don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos".
Es decir, que fue el barbero el que interpretó - de hecho, vitalmente, con su conducta- la bacía como yelmo, al ponérsela sobre la cabeza porque llovía; si no hubiese llevado la bacía “como un yelmo”, a Don Quijote no se le hubiera ocurrido tomarla como tal; es decir, el barbero fue quien la «yelmificó», fue el verdadero autor de la interpretación tan debatida y que él mismo, inconsecuente, había de descalificar después. Don Quijote no hace más que “identificar” el genérico yelmo del barbero con aquel que particularmente le interesa: el de Mambrino; en otros términos, expresó la interpretación vital que el barbero había ensayado, y que era la decisiva y fundamento de la otra.
En cuanto al problema de la persona - que para Cervantes se confunde a menudo, y no sin razón, con el problema de la libertad-, quiero recordar el discurso de Ricardo, en las páginas finales de El amante liberal, cuando vuelve triunfante con su amada Leonisa y se dispone a entregarla a su antiguo rival Cornelio, a quien supone preferido por ella. «Bien se os debe acordar, señores, de la desgracia que algunos meses ha en el jardín de las Salinas me sucedió con la pérdida de Leonisa; también no se os habrá caído de la memoria la diligencia que yo puse en procurar su libertad, pues olvidándome de la mía ofrecí por su rescate toda mi hacienda, aunque ésta, que al parecer fue liberalidad, no puede ni debe redundar en mi alabanza, pues la daba por el rescate de mi alma... Yo la ofrecía mi hacienda en rescate, y la di mi alma en mis deseos: di traza en su libertad y aventuré por ella más que por la mía la vida; y todos éstos que en otro sujeto más agradecido pudieran ser cargos de algún momento, no quiero yo que lo sean, sólo quiero que lo sea éste en que te pongo ahora... Ves aquí, ¡oh Cornelio!, te entrego la prenda que tú debes de estimar sobre todas las cosas que son dignas de estimarse; y ves aquí tú, hermosa Leonisa, te doy al que tú siempre has tenido en la memoria: ésta sí quiero que se tenga por liberalidad, en cuya comparación dar la hacienda, la vida, y la honra, no es nada”. Hay una clara jerarquía, que mide la liberalidad, es decir, el uso personal de lo “propio”: lo único verdaderamente liberal es la donación de aquello con lo cual, por la vocación amorosa, Ricardo se siente identificado; por eso dice que el rescate de Leonisa era “el rescate de mi alma”.
Pero la cosa no termina aquí; hay un segundo paso, que Cervantes expresa en admirable transición, en esta novela casi trivial y aparentemente sin hondura. “Y en diciendo esto calló, como si al paladar se le hubiese pegado la lengua; pero desde allí a un poco, antes que ninguno hablase, dijo: ¡Válgame Dios, y cómo los apretados trabajos turban los entendimientos! Yo, Señores, con el deseo que tengo de hacer bien, no he mirado lo que he dicho; porque no es posible que nadie pueda mostrarse liberal de lo ajeno. ¿Qué jurisdicción tengo yo en Leonisa para darla a otro? O ¿cómo puedo ofrecer lo que está tan lejos de ser mio? Leonisa es suya, y tan suya, que a faltarle sus padres (que felices años vivan) ningún propósito tuviera su voluntad..., y así, pues, de lo dicho me desdigo, y no doy a Cornelio nađa, pues no puedo”. Y Leonisa, confirmando esta manera de ver, asegura a Ricardo “que siempre fui mía”, y suplica a sus padres “que me den licencia y libertad para disponer de la que tu mucha valentía y liberalidad me ha dado...” “Tuya soy, Ricardo, y tuya seré hasta la muerte...”
Se trata, en última instancia, de la libertad como autenticidad. Ricardo es liberal en el sentido de generoso, pero más aún por su afirmación de la libertad. Al preferir el rescate de Leonisa al suyo propio y a todos los demás bienes de este mundo, no hace sino elegirse en su verdad, rescatar su propia alma, es decir, su persona consistente el ser amante de Leonisa; pero al intentar hacer donación de ella, descubre que ha pasado a otro terreno, que ha puesto pie en tierra extraña: la de la libre vocación de otra persona, de su amada Leonisa; ha invadido el quién que es ella, la ha tratado como cosa, olvidando su irrenunciable condición de persona, que solo puede darse por sí misma, en el radical enajenamiento del amor auténtico. Lo que aparece con simplicidad en esta novelita casi de aventuras, es la tenue, entrañable melodía que cruza, en la complejidad de una sin par orquesta, el Quijote.
Julián Marías
Madrid, mayo de 1962
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