Séptima conferencia del curso de FUNDES sobre "La fundación de Occidente". Impartida por Quintín Aldea
España y Europa
en la guerra de
los Treinta Años
QUINTÍN ALDEA*
El tema de España y Europa en la Guerra de los Treinta Años ofrece tres sugestivos interrogantes: ¿qué es España?, ¿qué es Europa?, ¿qué es la Guerra de los Treinta Años?. Vamos a responder muy brevemente a cada una de estas cuestiones:
1) ¿Qué era España en aquel tiempo?
No es nada exagerado mantener que en el siglo XVII no había ninguna nación tan europea como lo era España; no sólo porque España era una de las naciones más poderosas de Occidente, sino también por su compromiso con las grandes empresas europeas de aquel momento, en concreto, pensemos en su vinculación con la Guerra de los Treinta Años.
* De la Real Academia de la Historia. Director del Instituto Germano – Español de Investigación de las Görres.
Una vez me preguntó un historiador alemán en Munich qué tenía que ver España con la Guerra de los Treinta Años. Partía aquél del supuesto de que España no tenía nada que ver con dicha guerra. Yo le respondí tajantemente: “tiene mucho que ver” (viel zu tun), pero a veces se cuestiona uno esto incluso en España, llegándose a hablar de España y Europa como si de dos todos distintos se tratara.
En la primera mitad del siglo XVII dependían de la corona de España los siguientes Estados: toda la península ibérica con los archipiélagos adyacentes, incluida Portugal; más de la mitad de Italia en la que el rey de España tenía cuatro importantes Estados: los reinos de Nápoles, de Sicilia, de Cerdeña y el Estado de Milán; en Francia: el Rosellón y la Cerdaña así como el Franco-Condado; en los Países Bajos: lo que hoy es Holanda, Bélgica y Luxemburgo más los territorios de Artois y parte de la Picardía, que pasaron después a Francia; en el Imperio, la Alsacia, que unida al Franco-Condado servía de paso para las tropas españolas que iban a Milán por la Saboya hacia Flandes a través del llamado camino de Flandes; los Estados bajo protección española como Génova, Malta y otros Estados menores de Italia y los que dependían del vicariato imperial de Italia, feudos del Imperio, como Sena y Portoferraro cuya investidura daba el rey de España al gran duque de Toscana; las plazas del Norte de África, Ceuta, Melilla, La Mámora, Lagache, Orán, Túnez, alternativamente, Trípoli, Los Gelves. Recordemos que el testamento de Isabel la Católica reclamaba la recuperación de los antiguos territorios del Norte de África, que habían pertenecido al imperio romano y que estaban cristianizados. A estos territorios habría que añadir las Indias occidentales y orientales: Filipinas, Las Marianas, etc. Con ello el imperio español había adquirido una extensión mayor que la de ningún otro imperio del mundo. Esta grandeza territorial hacía que otros pueblos como Bosnia y Albania pidieran en 1609 integrarse en la monarquía hispánica, anticipándose a lo que sería el proyecto europeo de nuestros tiempos. Tal sería el prestigio del monarca español, sobre todo, en el mundo mediterráneo.
Este conglomerado de pueblos tenía un gran inconveniente y una gran ventaja. El inconveniente consistía en la inmensa dispersión geográfica, que creaba enormes dificultades en las comunicaciones y en la defensa frente a los enemigos; la ventaja estribaba en el valor estratégico que suponían en una operación bélica exterior. Por eso Francia se sentía atenazada por el rosario de posesiones españolas que la rodeaban y España se sentía amenazada y vulnerable en mil puntos de sus fronteras.
Esta consideración valía tanto en el continente europeo como en las dilatadas rutas de los mares. De ahí que algunos historiadores señalen hacia América precisamente por la distancia y la extensión geográfica inabarcable de aquellos territorios como la clave del fracaso del Conde Duque de Olivares. La llegada del tesoro americano será, por estas mismas razones, cada vez más aleatoria y la flota de las Indias no podrá cruzar el Atlántico en el año crucial de 1639. Desde el punto de vista logístico, la inoportuna sublevación de Cataluña y Portugal en el momento más decisivo de la historia moderna va a dar el golpe de gracia a la política europeísta de España, no sólo por la necesidad de atender a dos frentes dentro de la península, al Este por Cataluña y al Oeste por Portugal, sino por la reducción de tropas a que obligaba el número de operaciones militares y por la dificultad del transporte al quedar en poder del enemigo el puerto de Barcelona.
Ésta era la España de la guerra de los treinta años con la herida siempre abierta por parte de los Países Bajos, que en mala hora el emperador Carlos V por un amor muy comprensible hacia su patria chica endosó en la corona de su hijo Felipe II y se convirtió durante ochenta años en el desangradero de los hombres y del dinero de todos los dominios de España. Sin los Países Bajos, España, que era señora de los mares, podía haber mantenido una indiscutible superioridad mediterránea y atlántica, sin interferir en las rivalidades y ambiciones y querellas intraeuropeas. España por su intervención voluntaria o forzada en ellas, cometió el pecado de ser demasiado europea. Ni en el siglo XVII ni en los siguientes, España dio las espaldas a Europa; más bien España ha mirado siempre al resto de Europa a veces con afán casi mimético. Los reyes, la nobleza, el alto clero y los hombres de negocios y de leyes han puesto sus ojos allende Pirineos y han seguido gustando de las artes, las letras, las modas, los tapices, la sedas, los paños, los arneses y de todo género de productos extranjeros. Durante aquellos años continuaron trabajando en España arquitectos, escultores, pintores italianos, flamencos y alemanes. Incluso el sueño de nuestros grandes artistas y literatos era así visitar Italia, patria de las artes y de las letras. Tenemos, por ejemplo, el caso de Don Miguel de Cervantes, de Diego Saavedra o de Diego Velázquez. Jamás pasó por la mente de los rectores de la política española de este tiempo la idea de restaurar la unidad política de Occidente, o sea, la de crear la monarquía universal, concepto incompatible entonces con el creciente vigor de los nacionalismos imperantes. Pero sí lucharon por algo más profundo, más humano, más trascendente y, en definitiva, más europeísta: su unidad espiritual.
Europa tenía un cuerpo plural pero un alma común y había que salvar ese alma. En tiempo de Felipe III y de Felipe IV se mantenía todavía vivo el legado de Carlos V, que se reducía a estos tres objetivos: en primer lugar, respeto mutuo de las naciones de la cristiandad; en segundo lugar, unidad espiritual entre todas ellas; en tercer lugar, confederación de todas contra los mahometanos, los infieles, que habían invadido el antiguo imperio romano. España no se enfrentó con Europa en son de conquista y con apetitos agresivos. Los pensadores y guerreros españoles lucharon en Europa por los supremos valores del espíritu. En esta doble batalla del pensamiento y de la acción conquistaron para España la hegemonía política y espiritual de Occidente porque fueron en verdad los hispanos quienes sostuvieron las aventuras de los Austrias con su inteligencia, su espíritu, sus riquezas y su sangre y lo hicieron hasta el agotamiento. Es verdad —también hay que decirlo— que los españoles pisaron fuerte, a veces, demasiado fuerte, por todos los caminos europeos: trocaron la admiración por el orgullo, rezumaron soberbia y cada día se sintieron más dueños de sí mismos y más capaces de dictar a Europa las normas y directrices, de su vida espiritual. Y los europeos de más allá de las fronteras de España tascaron el freno con rabia, soportaron la superioridad española con saña, acumularon tesoros de resentimiento ante nuestra hegemonía y nos odiaron tanto como nos temieron, nos combatieron con astucias, injurias, calumnias y traiciones y se resistieron a admirar las creaciones de nuestra mente y de nuestro ingenio. España, por tradición, por historia, por herencia dinástica y por convicción, se hallaba comprometida en el siglo XVII tal vez por una utopía quijotesca, tal vez por una misión providencial, tal vez por una concepción integral del hombre, a defender lo que entonces se tenía por lo más entrañable de Europa: su unidad espiritual. Alguien tenía que hacerlo, no era ciertamente lo más cómodo ni lo más barato, España desde la escisión luterana se había situado claramente de parte de Roma, de parte de la defensa de la fe. Hoy, tal vez con una mentalidad secularizada, no se comprenda bien lo que entonces significaba embarcarse en aquella aventura heroica. “Prefiero perder todos mis reinos antes que ser señor de herejes”, había dicho Felipe II, y lo vuelve a repetir Felipe IV a raíz del famoso tratado de Milán de 1639. Y lo
decían por convicción interior cuando todavía se creía en la posible restauración de esa unidad espiritual. Y no hablemos de tolerancia en aquel tiempo. Entonces no existía la tolerancia por convicción, existía la tolerancia forzada, el armisticio, que era a la fuerza. Y como forma general de gobierno, la regla oficial pactada era “el que tiene el poder impone por la fuerza la religión en su territorio correspondiente”. Francia tenía la triste experiencia de haber sufrido varias guerras civiles de religión y todavía estaba a tiempo de resolver su problema. El Papa había pedido varias veces a Francia su colaboración, por ser la hija primogénita de la Iglesia. Francia podía colaborar en esa empresa común y sin duda entre España y Francia se hubiera salvado la unidad religiosa de Occidente. Durante todo el siglo XVI se intentó esa colaboración, y gracias a ella se pudo celebrar el Concilio de Trento, y si Enrique IV miraba más a la política que a la religión, más a Francia que a Europa, al llegar el siglo XVII se pudo lograr todo con la figura enjuta, fría y de voluntad de hierro, que procedía del estamento eclesiástico: el Cardenal Richelieu. Entonces se vivió un momento dramático de esperanzas en que se podía todo. Sumando las fuerzas de España y Francia se hubiera moderado Europa, de acuerdo con el eterno ideal de la Cristiandad: la unidad de la Cristiandad. Quién mejor que un cardenal de la Iglesia romana para alcanzar ese objetivo. Desgraciadamente, el cardenal francés no fue capaz de subordinar los intereses nacionales a los intereses de la unidad religiosa de Occidente. ¿No se había ofrecido España generosamente a Francia para liquidar la resistencia de los hugonotes en 1627? Ante aquel trágico dilema entre nacionalismo francés o universalismo cristiano, el cardenal de la Iglesia romana escogió lo primero y en ese preciso momento, que se pudo todo, se perdió todo. Aquella decisión fue el rubicón en la historia religiosa de la edad moderna. Una vez más se confirmó el principio de que el destino de los pueblos depende muchas veces del destino de un hombre.
Hay quien puede creer que esta visión es parcial, subjetiva y españolista. Sin embargo, reconozco que cada historiador ve la realidad histórica desde su punto de vista, pero en este caso mi tesis se apoya en la opinión de eminentes historiadores extranjeros.
La monarquía hispánica luchó heróicamente, quijotescamente, por la defensa de la unidad espiritual. Este es el perfil biográfico de la España del siglo XVII. Este fue el marco en que se desarrolló la espléndida cultura del barroco en las artes y en las letras. No se pude pues acusar a España de abandonismo o de retraimiento ante la gran política europea, es decir, la que buscaba salvaguardar lo que se creía más trascendental para la vida del hombre sobre la tierra.
No completaríamos el perfil histórico de España en el siglo XVII si nos olvidáramos de otro ingrediente: de la intervención de España en la defensa de la integridad y seguridad de Europa. Me refiero a la defensa de la Cristiandad contra el Islam en el flanco sur. España mantenía en aquel siglo varias escuadras en el Mediterráneo para garantizar esa seguridad. Desde Brindisi o la isla de Malta, al estrecho de Gibraltar vigilaban las naves españolas las aguas del Mare Nostrum. La escuadra de España, la de Sicilia, la de Nápoles y las escuadras aliadas surcaban constantemente aquellas aguas. Después de Lepanto hubo varios encuentros navales con la escuadra turca, por ejemplo; pero aparte de esa guerra mayor, eventual, existía permanentemente una guerra menor, que era la guerra de la piratería, que había que extirpar a toda costa. La piratería en el Mediterráneo era una industria tan vieja como la historia. Todas las ciudades costeras del Mediterráneo estaban expuestas a esa terrible y cruel industria del saqueo; por eso las poblaciones o estaban amuralladas frente al ataque o se situaban lejos de la costa para poder huir de forma rápida ante la llegada de los piratas. Los cautivos que tenían la desgracia de caer en sus manos eran llevados a los mercados de Argel o de Constantinopla para su venta y mientras lo hacían yacían hacinados en las mazmorras o baños, esperando el turno o de la venta, o de la huida o del rescate. Cervantes es un caso más en esa interminable lista de cautivos. Los niños desarraigados de su familia y de su tierra, educados en el Corán, se convertían en guerreros del ejército turco. Los demás cautivos corrían diversa suerte, según el amo que los comprase. En el mercado se exhibían desnudos hombres, mujeres y niños para ser examinados y calcular su valor. Los pregoneros eran los encargados de pasearlos por todo el mercado ante la mirada curiosa de los traficantes. El trato era en muchas ocasiones inhumano y cruel. En esta cruel historia desempeñaron un heroico papel los padres mercedarios, que exponiendo muchas veces sus propias vidas fueron rescatando a muchos cautivos hasta finales del siglo XVIII. Muchos de los redentores, cerca de unos 2.000, murieron mártires en el nobilísimo oficio de redimir cautivos. Este dramático e inolvidable capítulo de la permanente defensa de nuestro continente contra el Islam forma parte esencial de la inmensa tarea que fue la construcción de Europa en dialéctica permanente contra el Islam.
Así pues la lucha por la unidad espiritual de Europa, siempre añorada, y la defensa permanente contra el Islam son los dos grandes objetivos de la política europeísta del rey católico. Esa era España. Este su perfil.
2) ¿Qué es Europa?
Constantemente, oímos hablar de Europa en la prensa, en la radio, en la televisión. Tema de capital importancia porque estamos construyendo una Europa nueva pero a la vez una Europa con raíces, con pasado, con el alma perdurable que ha animado siempre el cuerpo de Europa. Pero si preguntáis qué es Europa, qué pueblos la forman, la han formado o la han de formar, cuáles son sus fronteras, cuál es su organización, cuál es su carácter, qué objetivos pretende la Unión Europea, comprobaréis enseguida que aquello que parecía tan claro se vuelve oscuro, que el concepto de la Unión Europea se torna impreciso, vago e indefinido. En una palabra: no sabemos lo permanente del ser de Europa, la identidad de Europa. Pero ¿lo saben nuestros políticos?, ¿lo saben los parlamentarios europeos?, ¿lo saben los centenares de burócratas que trabajan afanosamente en los organismos de la Unión Europea? ¿Saben cómo se deben acoplar entre sí todas esas naciones para formar una auténtica unión de los pueblos europeos, no ya a nivel de Estado sino a nivel de sociedad? ¿Disponen de mecanismos eficaces pare frenar los particularismos secesionistas, los nacionalismos excluyentes, que impiden una unidad superior, ese proyecto que es Europa?
Europa es hoy una realidad política, económica y social de la que vivimos, en la que estamos afortunadamente, con la que a sabiendas o no estamos comprometidos y fundidos. Europa somos nosotros, todos los que vivimos en el ámbito europeo. Somos una realidad de primer orden, que nos empuja a cada uno de nosotros en una dirección y en un sentido hacia una meta común. Somos pues los europeos los protagonistas hoy de un gran drama, en el que nos toca representar el papel no de meros espectadores sino el papel de actores privilegiados. Nosotros somos los protagonistas del futuro de Europa. Pero cuando nos preguntamos qué es Europa nos tenemos que repreguntar a su vez de qué Europa hablamos. Hay una Europa geográfica y una Europa histórico-cultural. ¿De cuál de las dos hablamos? ¿Coinciden entre sí de hecho los contornos, los límites de ambas Europas? ¿Se tiene que fundir en una única unidad política lo que no han logrado la historia y la cultura? Europa
como realidad geográfica es un hecho innegable. Es una inmensa península que arrancando del bloque asiático queda limitada al oeste por el océano Atlántico, al este por las crestas de los montes Urales, al norte por el océano glaciar ártico y al sur por el mar Mediterráneo. Se trata de 10 millones de kilómetros cuadrados, mayor que Estados Unidos. ¿Es posible formar una unidad política con este espacio geográfico? No soñemos ahora con una utopía a largo plazo. Soñemos con realidades que podemos alcanzar.
Por suerte o por desgracia, la geografía no tiene la última palabra, no debe tenerla. Se requiere, pero no basta. Es muy distinta la Europa histórico-cultural, la Europa que ha estado unida no sólo por la geografía sino por la historia, por una serie de vínculos culturales que le han dado y le dan un fondo de indiscutible unidad, un fondo que ha hecho posible la forja de una identidad típicamente europea.
La Europa del siglo XVII es la Europa que nacida de la Edad Media es modelada sustancialmente por tres componentes esenciales: la cultura grecolatina, el cristianismo y el germanismo. Es la Europa que, a pesar de los desgarrones y cismas religiosos, sigue siendo cristiana. Es la Europa de Carlomagno, Gregorio VII, Luis Vives, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel y Galileo. Es la Europa moderna de los grandes descubrimientos geográficos y científicos, una Europa que tiene una misma escritura, un mismo Derecho Romano, un mismo tipo de Universidad y de Escuela, una Europa en la que predomina una misma formación humana, una misma lengua, el latín, que convive amigablemente con las nacientes lenguas vernáculas sin decretos oficiales. Una misma expresión artística en los diversos estilos, románico, gótico, renacentista, barroco, aunque con diversos matices. Unos mismos valores morales y éticos, unos mismos ideales; en una palabra, una misma cultura, la cultura occidental. En todas partes se vivía con la misma mentalidad, existía el mismo repertorio de creencias y de convicciones. Se trataba de una Europa con unas fronteras marcadas por la Cristiandad.
Europa tiene un pasado que condiciona el presente actual. Ningún presente ni futuro se construye sino partiendo de nuestro pasado. No es una casualidad el hecho de la Unión Europea. No surge por generación espontánea. Hay que partir de la existencia de una unidad real previa y una conciencia clara de esa unidad, que es la que ha informado desde el subconsciente este itinerario fascinante que nos ha llevado a la Unión Europea. Eran pues factores morales y culturales los que en aquel tiempo dieron la absoluta preponderancia a nuestra cultura, una exclusividad en esa formación del tejido de Europa, y en ese concierto histórico no caben ciertos elementos extraños que ahora algunos pretenden introducir. Algunos políticos no han cobrado todavía conciencia de lo que en realidad es Europa. Hace años lo advertía el gran europeísta Salvador de Madariaga al referirse a la Europa occidental: “Europa es un cuerpo. Es un alma también. No es todavía una conciencia”. Muchos europeos carecen de conciencia histórica y por eso se recibe la impresión de que Europa marcha a la deriva, al hablarse de integrar en Europa a Turquía, a Marruecos y a otras naciones africanas. Bienvenida sea una confraternación mediterránea o unos tratados de amistad o cooperación con Turquía, con Marruecos o con todos los países del mediterráneo. Son muchas de ellas naciones amigas, algunas son naciones que interesan a Europa. Turquía incluso pertenece a la OTAN, pero también pertenecen a la OTAN Estados Unidos y Canadá; sin embargo, no forman parte de la Unión Europea. Somos muchos los que creemos que no es posible una verdadera y auténtica integración europea por parte de Turquía. Y no me refiero a la integración meramente jurídica, pues esa no es la integración que queremos. Pero lo más grave es que ellos, los turcos, tampoco la creen ni la quieren. Tendrían que dejar de ser lo que son y no quieren dejar de ser lo que son.
Si además de Turquía entran en Europa, Marruecos, que lo ha pedido, Túnez, que está muy europeizada, Egipto, Argelia, etc., ¿qué concepto de identidad europea tienen los políticos rectores de la política europea? No hay que confundir la OTAN y la seguridad de Europa con el ser y la identidad de Europa. No se trata sólo de tener más seguridad, más comercio, más espacio. Antes que el tener está el ser y, por tanto, el no dejar de ser lo que somos. Sin su esencia, sin su cultura, sin su alma, Europa no es Europa. Y en caso de unirnos sería más lógico y natural formar la unión con los Estados Unidos y Canadá e incluso con toda América, que es una prolongación de Europa. Mucho más lógico que la unión euroasiática o euroafricana. ¿Por qué Europa ha de perder su propia identidad cultural?
En conclusión, la Europa del siglo XVII y la del siglo XXI tiene que ser, forzosamente, la misma Europa.
3) -¿Qué es la guerra de los treinta años?
Un fenómeno inmenso, complejo, y cuya simplificación corre el peligro de convertirse en caricatura. Recapitulando el proceso histórico que reactivó el cardenal francés, podemos decir que Richelieu murió dejando realizados sus objetivos principales en esa guerra: liberarse del peligro alemán, liberarse del peligro español y situar a Francia en el camino de la hegemonía europea. Pero junto al triunfo político se hizo irremediable y definitivo el cisma religioso de la Cristiandad y se echaron los cimientos de la supremacía protestante, que ha predominado en Europa desde la Paz de Westfalia (1648) hasta el final de la Primera Guerra Mundial. La gestación de este proceso se concentra en el episodio de la Guerra de los Treinta Años, que es un concepto plenamente alemán. En España la guerra duró con el mundo del norte ochenta años y con Francia seguimos tras la Paz de Westfalia once años más luchando. La Guerra de los Treinta Años es una terminología que no se adecúa con nuestra manera de hablar. Las causas subsiguientes de esa guerra y de la subsiguiente Paz de Westfalia para mal de Francia las iba a sacar dos siglos después el canciller de hierro, el protestante alemán Otto von Bismarck, que en la Guerra Franco-Prusiana 1870-1871, le arrebatará a Francia la hegemonía europea, consolidará la unidad nacional alemana a la que siempre antes y después de la Paz de Westfalia se había opuesto Francia y fundará el II Reich, el segundo imperio alemán. Se cerraba así un ciclo histórico de la historia moderna de Europa, que se había constituido bajo el signo del fraccionamiento estatal de Alemania y de Italia y el reconocimiento de la hegemonía militar de Francia.
La Guerra de los Treinta Años comienza siendo una guerra civil alemana en la que entran poco a poco los más feroces antagonismos, que la convierten muy pronto en una guerra europea, antagonismo religioso entre católicos y protestantes, antagonismo político-religioso entre los príncipes alemanes y el emperador, antagonismo hegemónico entre Francia y los Augsburgo. De todos estos antagonismos el más pernicioso, a todos estos efectos, era el antagonismo intraimperial porque en él residía la clave de la estabilidad política de Alemania y por ende de Europa. La estabilidad de un espacio geográfico depende del número de Estados que se concentren en él. A medida que crece el número de Estados en el mismo espacio aumenta la inestabilidad. De ahí que los procesos de unificación sean procesos de pacificación y en este proceso precisamente se encuentra actualmente Europa. A mayor unión más pacificación.
Los objetivos de España en su política europea eran bien claros: primero, evitar en Europa y, sobre todo, en el Imperio una guerra de religión. Segundo, estrechar las relaciones de amistad con Francia a la caída de Enrique IV, para lo cual se celebran los recíprocos matrimonios del futuro rey de España Felipe IV con Doña Isabel de Borbón, hermana de Luis XIII, y del rey de Francia Luis XIII con Doña Ana de Austria, hermana de Felipe IV. Tercero, llegar a una paz estable con Inglaterra, que unilateralmente había declarado en 1624 la guerra a España y al Imperio. De hecho, se firmó esta paz en 1630 con la eficaz intervención de Pedro Pablo Rubens que fue a Londres comisionado por España. Cuarto, lograr la unión de todos los príncipes alemanes con el emperador y del Imperio con España. Este último objetivo, quizás el más importante de todos, lo llevaba a cabo en misión diplomática Don Diego Saavedra Fajardo.
Estas eran las líneas programáticas de la política española en la Europa de la primera mitad del siglo XVII, es decir, de la Guerra de los Treinta Años. España se puede sostener que no entró nunca en una guerra ofensiva, sino que se mantuvo siempre en una guerra defensiva. Tal vez esto fue un grave error estratégico al perder España la iniciativa en la conducción de la guerra. Por tratarse de una guerra defensiva, la atención se centraba siempre en Alemania, que era el punto más débil de la geografía europea. La fuerza de Alemania como potencia europea residía en la unión de todos los príncipes con el emperador; lo que llevaba consigo el aumento del poder imperial. Pero si subía el poder del emperador bajaba por fuerza el poder de los príncipes alemanes y éstos no toleraban perder la más mínima cuota de su poder. Todos querían ser soberanos. Para la ambición no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio.
En 1618 se produce la primera gran tragedia del episodio de la Guerra de los Treinta Años: la famosa defenestración de Praga. El conflicto era evidente: Fernando II o Federico V. Pero, ¿era sólo un conflicto bohemio? España tenía mucho que ver en este conflicto y se sentía completamente implicada. España, por aquel entonces, mantenía ya un frente de guerra en Argel y se consideraba excesivo mantener dos frentes de guerra: uno en Argel, otro en Alemania. Había que escoger. España se dedicó a intervenir en favor del emperador. Se trataba más que de hacer una guerra ofensiva, de defenderse contra unos agresores injustos y contra unos vulgares usurpadores. Argel podía esperar. Europa no. España, por ello, se inclinó de nuevo por la opción europeísta.
En concreto, para España, la Guerra de los Treinta Años supuso la frustración de sus principales objetivos programáticos. Primero, España fracasó en su objetivo de mantener la integridad de la Península Ibérica, rota por la sublevación de Cataluña y de Portugal. Fracasó también en su objeto de unir al Duque de Baviera con el Imperio, porque éste firmó el 30 de mayo de 1631 el Pacto de Fontaneblau adhiriéndose a Francia y con la ayuda del nuncio de su Santidad en París. Y aunque Baviera volvió al seno del Imperio gracias a la hábil negociación de Don Diego Saavedra Fajardo, había de volver a ir más tarde por libre, no todos confederados, a la Paz de Westfalia. Tercero, fracasó en el objetivo de mantener en el Imperio una dirección militar única con un solo frente prioritario que querían que fuera Holanda. Cuarto, fracasó también en la unión del Imperio porque los intereses particulares de los príncipes protestantes prevalecieron sobre los generales. Con la Paz de Westfalia Alemania quedó despedazada, dividida en 350 Estados soberanos con la consiguiente carga explosiva para el futuro de dicha paz. En definitiva, fracasó la Europa posible y surgió la Europa de los nacionalismos, que ha perdurado hasta el día de hoy.
Afortunadamente, amanecen tiempos nuevos en los que se vuelve a recomponer la unidad plural de una Europa más solidaria, más fraterna y más pacífica. Y ahora más que nunca tiene aplicación aquella fórmula mágica capaz de curar los males europeos: “España, Francia, Alemania, separados son un problema. Europa, la Unión Europea es la solución”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario