sábado, 26 de julio de 2025

Veinte años sin Julián Marías

 

El 15 de diciembre del año 2005 se murió Julián Marías. Pronto se celebrará el vigésimo aniversario de su llegada a la vida perdurable. Para conmemorar ese acontecimiento continuaré descargando sus cursos inéditos, como he hecho recientemente con el curso:
"La filosofía como visión responsable" en otra de mis bitácoras:
"La escuela de Madrid"



A manera de introducción quiero reproducir el artículo que escribió Julián Marías a los veinte años de la muerte de Don Ramón Menéndez Pidal, que tiene un extraordinario paralelismo con la realidad de Julián Marías en actual vida pública española:



         VEINTE AÑOS SIN MENÉNDEZ PIDAL


Don Ramón Menéndez Pidal había durado tanto, que nos habíamos llegado a imaginar que lo tendríamos siempre entre nosotros. Lo habíamos encontrado, todos nosotros, cuando abrimos los ojos a la vida histórica: ya estaba ahí. Y nos fue acompañando tantos años, dándonos sombra y luz al mismo tiempo, que nos fuimos acostumbrando a su presencia, con la ilusión de que iba a ser «para siempre».

Don Ramón fue quizá el único intelectual importante que fue respetado por los españoles. Otros muchos han sido admirados, pero rara vez respetados; no sólo discutidos, sino zaheridos, hostilizados, negados. Menéndez Pidal suscitó un respeto casi universal y constante. Y digo «casi» porque hubo alguna excepción: la segunda vez que escribí sobre él fue en 1953, cuando cumplía ochenta y cuatro años, un articulo que titulé “Nuestros viejos”, y fue movido por una excepcional falta de respeto. Por cierto, este artículo suscito una extraordinaria adhesión, y se hizo una preciosa edición de él, seguida de una larga serie de firmas valiosas: es decir, se demostró precisamente el enorme respeto que inspiraba. Terminaba mi artículo con unas frases que me atrevo a recordar porque al cabo de treinta y cinco años no puedo confiar en que nadie las guarde en su memoria.

«A la devoción transpersonal a los padres llamaban los latinos pietas, piedad. Y pensaban que sin ella no hay ciudad, estado, convivencia, es decir, "patria". Con los padres no hay que estar de acuerdo, no se está nunca de acuerdo. Lo que se debe tener con ellos es concordia; y ésta sólo nace de la cordialidad. Cuando una y otra faltan, sobreviene la discordia: ya nada se recuerda, se pretende borrar con mano torpe y rencorosa el pasado, se reniega de los padres y todo ello quiere decir que se ha perdido la cordura. Y no se olvide que la impiedad sólo suele ser la máscara cínica con que la nada encubre su miedo a lo real.>>

Después he escrito muchas veces sobre Menéndez Pidal, lo he estudiado bastante a fondo, me he nutrido de su inmenso, increíble saber, y todavía más de la profundidad de sus ideas, de sus métodos, tan mal conocidos; y he recibido la lección de su insobornable probidad intelectual. Porque don Ramón fue, no lo echemos en olvido, uno de los intelectuales más veraces de nuestro tiempo, en España o en cualquier parte. Es difícil encontrar un error en su obra enorme, pero es posible, porque el hombre es falible y las informaciones, hasta las suyas, pueden ser deficientes; lo que parece imposible es hallar una página en que haya intentado engañar a nadie o se haya engañado a sabiendas a sí mismo.

Por eso ha aclarado tantas cosas y, lo que es sorprendente, no ha enturbiado ninguna. Me interesó vivamente su interpretación global de la historia de España, puesta al frente de la gran obra que dirigió; me admiró cómo hacia funcionar el trasfondo histórico, la realidad humana en su integridad, para entender los hechos lingüísticos y literarios, por ejem-pio, el Romancero o la poesía juglaresca; descubrí los métodos de gran alcance y fecundidad que estaban latentes en sus escritos ejemplo ilustre del “estado latente” que magistralmente mostró y justificó. Vi siempre a Menéndez Pidal, no como un erudito, un investigador de los hechos, sino como un hombre de pensamiento, que pretendía y lograba entender, precisamente desde esos datos, con escrupuloso respeto a la realidad, pero a la realidad integra, sin mutilaciones, sin pasar por alto lo que es difícil de comprender o no conviene a una tesis previa, que se intenta defender a toda costa “abogadescamente”, hubiera dicho Unamuno.

Mi mayor admiración por la obra de Menéndez Pidal nació después de su muerte, cuando escribí España inteligible. Al enfrentarme con la totalidad de la realidad española, desde la espinosa cuestión de sus orígenes hasta la adivinación de sus posibles proyectos futuros, en nadie encontré más iluminación que en Menéndez Pidal. No había escrito una historia de España, no había in-vestigado más que algunas porciones suyas, pero al hacerlo había visto, al menos adivinado, su condición sistemática. La vida humana lo es. La historia también, y por eso puede ser objeto de verdadero conocimiento. Uno de los libros más fecundos de Ortega se titula Historia como sistema, y el libro mio que acabo de nombrar tiene como subtitulo «Razón histórica de las Españas».

Menéndez Pidal, al penetrar por ciertos lugares en la realidad española, al hilo casi siempre de sus preocupaciones lingüísticas y literarias, apoyándose en aquellos saberes donde se sentía seguro, veía la realidad subyacente, los supuestos de aquello que directamente estudiaba; descubría, sobre todo, la vida que fluía por debajo de esos hechos, los proyectos en que consistía esa forma de vida colectiva que llamamos España. Cuando se lee a Menéndez Pidal se encuentra siempre esa realidad profunda que está sustentando los acontecimientos, las formas lingüísticas, las obras literarias.

Hizo revivir al Cid y nos lo devolvió, hecho inteligible, porque a la vez reconstruyó su España y nos permitió comprender su vida circunstancial y la estela que dejó y de la cual se vivió tan largo tiempo. Y, como el Cid, ganó batallas después de muerto: hace bien. poco apareció en la que fue su Historia de España su asombroso estudio sobre «La lengua castellana en el siglo XVII», donde no se sabe qué sorprende más, si la inverosimil concentración de saberes o la perspicacia con que son utilizados para dar razón de esa realidad, para mostrar su verdadera significación histórica, humana.

Pero he titulado estas palabras «Veinte años sin Menéndez Pidal»; y con ello no he querido recordar simplemente que murió hace ese tiempo, que nos dejó su ausencia, sino que desde entonces se ha iniciado un proceso que me preocupa por el porvenir de nuestro país y de la ciencia en general, y que además me produce alguna repugnancia. Tengo la impresión de que son muchos los que están pesarosos de haber respetado a don Ramón, como si eso los disminuyera a sus propios ojos; parecen querer hacérselo perdonar, unos mediante el simple olvido, como si no hubiera sido así: otros van más allá, y tratan de negar su valor, de envolver su obra en descalificaciones abstractas. Prin-cipalmente, unos y otros tratan de disuadir a las generaciones más jóvenes de que lean y estudien cuanto escribió. La disuasión ha sido uno de los recursos más eficaces que se han empleado en el último medio siglo para intentar empobrecer y esterilizar España.

Y en esta empresa han encontrado facilidades: no les ha faltado la colaboración de la pereza: porque don Ramón !escribió tanto! Si nos convencemos de que no hay que leerlo, de que no vale la pena, ¡qué alivio, qué inaudita comodidad! ¿A costa de qué? Ya algunos se han encargado de aquietar la conciencia - la intelectual y la otra - con sus descalificaciones envolventes.

Algo que algún día parecerá un escándalo es que no se ha reeditado nunca, en un cuarto de siglo. El Padre Las Casas: su doble personalidad, publicado por única vez en 1963. Se ha decidido no escuchar o dar por no oído cuanto en ese libro mostró; no es que se lo discuta, lo que seria perfectamente licito, sino que se lo anula o se lo descarta mediante una condenación previa que no entra para nada en el examen de su contenido, de sus datos y sus argumentos.

Buena parte de la descalificación de Menéndez Pidal viene de los escritores que se suelen llamar «periféricos», con curioso eufemismo, a los que se añaden muchos representantes suyos extranjeros. Se insinúa - о se dice con todas las letras - que era «centralista», cuando la verdad es que tuvo pre-sente la realidad integra de España, precisamente desde sus orígenes comunes y globales, y siguió con fidelidad las vicisitudes de su fragmentación tras la invasión musulmana y su posterior reconstrucción. Lo que se reprocha a Menéndez Pidal es precisamente su fidelidad a lo real, su resistencia a caer en ninguna de las versiones circulantes de la “historia-ficción”.

Y hay otro reproche que se suele hacer a don Ramón Menéndez Pidal: la de haber sido «nacionalista». Creo que el no haberlo sido nunca le costó bastantes sinsabores a lo largo de su vida, especialmente en las épocas más duras de nuestra historia reciente, cuando se vio marginado y excluido, sin ir más lejos, de la dirección de esta Academia. Pero lo más curioso es que la imputación de nacionalismo suele proceder de los que consideran que es la suprema virtud, con tal de que se aplique a realidades históricas y sociales que nunca han sido naciones, sobre todo en una época anterior a su existencia.

Por todo esto digo que casi nos hemos quedado sin Menéndez Pidal desde hace veinte años, desde que se levantó la veda de su memoria. Se ha hecho, se está haciendo, un denodado esfuerzo para que perdamos uno de los bienes más importantes de nuestro siglo, capaz de ayudarnos a tomar posesión de lo que somos y así poder contar con el porvenir. Urge volver los ojos a su inmensa, maravillosa obra; que esté de nuevo en las manos de los que aspiran a entender; que recibamos de nuevo la lección de su impavidez, de su veracidad, de su espíritu de libertad, de su irrevocable vinculación a España entera y a lo que de ella ha manado durante medio milenio, a ambos lados del Atlántico y aun más allá.





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