Artículo escrito por Julián Marías en el periódico ABC, el 8 de noviembre de 1992. En dicho texto se señalan los fenómenos violentos presentes en nuestra sociedad. Con ejemplos cada vez más peligrosos, a los que conviene enfrentarse, para evitar males mayores.
He acuñado esta expresión, aparentemente paradójica, <furiosa docilidad> y soy poco aficionado a paradojas, para caracterizar el tipo humano que se solía llamar «militante» o «activista» y que, si no me equivoco, tiende a desaparecer, al menos en España. Prueba de ello es que cuando se encuentra un ejemplo produce una evidente impresión de arcaísmo, de pertenencia a la fauna propia de otros tiempos, como ocurre con ciertos animales, como el ornitorrinco y el mismo canguro.
La furia parece, en efecto, estar en los antipodas de la docilidad, si entendemos por ella la condición suave y apacible. Pero hay otra acepción de esta palabra, y es la «obediencia»; cuando ésta se convierte en fin en sí misma, cuando se subordina a ella todo lo demás, es algo sobremanera peligroso y que ha dado grandes disgustos a la Humanidad.
Por otra parte, las formas más frecuentes y que podemos llamar normales de estar furioso son los arrebatos, los accesos espontáneos, y por lo general fugaces. Nada tiene esto que ver con la actitud de grupos políticos o afines a ellos que cultivan la «militancia» como sistema.
Hay un antecedente que no me atrevo a llamar ilustre, pero si famoso y que ha quedado registrado en la Historia: el partido <exaltado>, que brotó en la etapa constitucional de 1820, durante el reinado de Fernando VII, y se opuso ferozmente a los doceañistas o moderados, representantes de la Constitución originaria de 1812. Que un partido se defina por un estado de ánimo, por la exaltación, me ha parecido siempre asombroso. Lo que principalmente consiguió este partido fue la invasión francesa de los Cien Mil Hijos de San Luis y la peor etapa absolutista de Fernando VII. Moratín, sagaz y buen observador, lo había previsto con bastante antelación.
Los activistas o militantes no suelen estar exaltados; se declaran tales, que no es lo mismo. Por lo general están muy tranquilos la mayor parte del tiempo, incluso presentan un aspecto gris o, mejor aún, se mantienen en la oscuridad; de repente, en ciertos momentos, se desata su furia y se comportan como energúmenos, unas veces de palabra y otras de obra, según lo permiten las condiciones del ambiente.
Lo que determina el desencadenamiento de la furia es lo que se llama una «consigna», originada en remotos lugares, no muy fáciles de determinar. Tan pronto como la reciben, se ponen furiosos... dócilmente. Así actúan todas las formas de terrorismo, que, lejos de proceder de un estado de exaltación de un grupo o una minoría, tienen largas etapas de somnolencia que a veces hacen pensar a los muy ingenuos en su desaparición. De repente despiertan, empiezan a lanzar piedras, romper escaparates, incendiar automóviles o edificios, poner bombas o disparar contra los transeúntes.
Otras veces se limitan a decir disparates, a proponer cosas imposible, a insultar y ofender, a amenazar. En los dos o tres años que precedieron a la guerra civil actuaron incesantemente grupos «profesionales», apoyados por algunos periódicos, que contribuyeron eficazmente a conseguir la división de los españoles, la afición a lo violento, la eliminación de la razón y, finalmente, el desastre.
Al cabo de los años, se puede saber bastante bien el origen de las consignas, los promotores de la furia que otros seguían dócilmente. No suele decirse, y me pregunto si acaso este silencio puede justificarse. Si se procediera a la identificación de todo aquello, los que se sienten herederos de unos u otros se apresurarían a negar sus responsabilidades la negación de la evidencia es un rasgo común y permanente de estas actitudes, a atribuírselas a los otros, y es posible que ello provocara un reverdecimiento de lo que, por fortuna, está ya marchito.
Pero es bueno saberlo, darse cuenta de los procedimientos con que se logran los funestos resultados de que estoy hablando, y precaverse cuando se encuentren algunos síntomas análogos. Esto es lo decisivo. Tan pronto como surgen indicios de «furia» artificial, de ésa que va y viene, que entra en erupción y de repente se aquieta para esperar otro momento favorable, otra consigna, hay que darse cuenta de ello y buscar el origen. Cuando alguien empieza a decir cosas sin sentido, notoriamente falsas, innecesariamente agresivas y groseras, hay que preguntarse qué se propone. Y cuando se ha encontrado la respuesta, hay que volverle cortésmente la espalda, porque lo cortés no quita lo valiente.
Cuando las circunstancias son adversas, cuando el horizonte de la vida pública es particularmente desagradable, porque se miente demasiado, aprovechando el abuso de muchos medios de comunicación, cuando se logra una red de complicidades que asegura la impunidad, se produce en algunas personas la impresión de que no se puede circular. Con ella he vivido más de la mitad de mi vida, dos tercios de la adulta. Eso me ha impulsado al retraimiento, pero nunca a la inacción, sino todo lo contrario: a la acción personal, privada, que ha resultado considerable por dedicar a ella el tiempo y la energía ahorrados al no «circular».
Los plebeyos, en Roma, cuando estaban particularmente descontentos de la conducta de los patricios y creían que sus derechos eran desconocidos o vulnerados, no hacían una revolución o una revolucioncita, sino que se retiraban al monte Aventino. Esto, que se hizo muy pocas veces, era su-mamente grave, y solía ser eficaz. La retirada de una fracción de Roma, el retraimiento, la declaración de «no juego», ponía en grave crisis la vida romana y era el comienzo de la rectificación.
Yo recomiendo vivamente el monte Aventino a los que dicen estar gravemente descontentos. Las causas de que lo estén se nutren de su aceptación, de que se pueda hacer y decir cualquier cosa y no pase nada. Cuando se está en todas partes, se participa en las actividades públicas, se toman en serio las manifestaciones y declaraciones, se aspira a los beneficios, es inútil la aparente discrepancia meramente verbal. Durante cuarenta años lo hemos visto, y por eso han sido cuarenta años. El Aventino los hubiera abreviado sustancialmente, y por añadidura sin quebranto ni vidrios rotos. Y por supuesto sin violencia, sin invertirlos para llegar a algo que se les pareciera el gran peligro evidente.
Pero hay una posibilidad más reducida, más fácil todavía, y bastante eficaz. Aparte de la decisión de «no circular», haciendo todo lo posible, que siempre es mucho, se puede empezar por apartar de la circulación a los furiosos dóciles y sobre todo a sus administradores. Cuando se los encuentra, hay que hacerles el vacío. No tomarlos en serio, no seguirles la corriente, no aceptar sus planteamientos, no colaborar con ellos ni prestarles el apoyo propio, por modesto que sea.
Se dirá que esto no es gran cosa, que van a seguir en sus trece, indiferentes a toda retracción de los que no tienen poder, ni dinero, ni son «famosos» es decir, aquellos de que no se habla. El vacío parece desdeñable; sí, pero tiene una propiedad: en él no se puede respirar, y sin respiración no hay vida. Lo malo es que la mayoría de los que reniegan de lo que encuentran y los oprime se dedican a hacerle la respiración artificial. Valdría la pena intentar lo contrario.
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