domingo, 21 de marzo de 2021

España: una reconquista de la libertad

 En el número 1 de la revista Cuenta y Razón, hoy casi desaparecida de internet sin explicación ninguna, aparece este artículo, que resulta clave en las trayectorias de Julián Marías.

Por la importancia vital y social de este escrito, lo pongo en conocimiento de las personas interesadas en la vida y en la obra de Julián Marías, junto con el enlace al índice de esta revista en el archivo de Dialnet, constatando la ruptura del enlace a la revista - insisto - sin explicación ninguna:

                 Índice de la revista Cuenta y Razón, en Dialnet



Julián Marías

España: una reconquista de la libertad

Nunca he creído en el determinismo histórico, porque me parece evidente la intrínseca libertad irrenunciable de la vida humana; pero bastaría con lan­zar una mirada a la transformación de España durante los últimos cinco años para convencerse de que el futuro, lejos de estar ya decidido, «escrito», es reino de libertad, abierto, inseguro, y sólo previsible en la medida en que el análisis del presente puede descubrir en él las condiciones estructurales y las fuerzas operantes, y entre ellas, principalmente, las voluntades libres de los hombres.

Pocos ejercicios intelectuales serían más interesantes y aleccionadores que la comparación de lo que se decía antes de 1976 con lo que realmente ha su­cedido desde entonces. Casi todo estaba fundado en una u otra suposición determinada. Ya en 1965 escribí: «Lo que más me inquieta es que en Espa­ña todo el mundo se pregunta: ¿Qué va a pasar? Casi nadie hace esta otra pregunta: ¿Qué vamos a hacer?» Entre julio de 1974 y agosto de 1975 es­cribí una larga serie de artículos (casi todos publicados en La Vanguardia de Barcelona), que, con un epílogo del mes de diciembre, constituyeron el libro titulado La España real. Aquel análisis de la realidad española estaba inspirado por la convicción de que el futuro no estaba ya dado y decidido, sino que dependía de nosotros los españoles (y, claro es, de las circunstan­cias objetivas, españolas, europeas, mundiales, que nutrían y a la vez limita­ban las posibilidades efectivas).

«Quisiera auscultar a España, sentir bajo su piel lo que está latente, lo que está latiendo. Tengo la impresión de que casi nada de lo que se dice públicamente responde a la realidad subterránea y efectiva —por eso he teni­do que escribir largamente sobre "la España real"—. Y cuando se habla del futuro, o se piensa en la continuidad de lo mismo o se da por supuesto lo que va a ser. Casi siempre, "lo contrario" (que se parece tanto, que es el mero vaciado del presente). Todo ello me parece falta de imaginación. "Ni está el mañana —ni el ayer —escrito", escribió Antonio Machado. Todavía no sabemos lo que va a ser España mañana, y no lo sabemos porque el ma­ñana todavía no existe y habrá que inventarlo» 1.

1 La España real, 1976, p. 125.

Cuenta y Razón, n.° 1 Invierno 1981

Poco después escribí: «Creo que en 1976 se va a iniciar una época con­siderablemente distinta de la que está terminando. Frente al pensamiento inercial de los que cuentan con que las tendencias presentes, y sobre todo aparentes, van a "seguir", cada vez se me impone con más fuerza la convic­ción de que se va a producir un cambio global en el mundo, de tal manera que casi todo lo que parece "actual" va a quedar rápidamente anticuado»2. Desde 1976 continué dedicando la mayor parte de mi esfuerzo a analizar los problemas españoles, a interpretar la variación que estaba aconteciendo, a in­tentar en algunos casos que los españoles ejercieran su libertad para impedir manipulaciones, para que esa transformación fuese fiel a la voluntad mayori-taria y a las exigencias de nuestra vocación histórica; los resultados de esos esfuerzos han quedado a disposición de los que quieran examinarlos 3; esto permite también contrastarlos con la realidad efectiva, con lo que ha acon­tecido.

Desde la gran crisis del cambio de régimen, desde la implantación de la monarquía en España, han pasado casi cinco años. No es mucho tiempo, pero se ha recorrido un largo camino. Parece que se ha alcanzado el cumplimiento de una etapa inicial, lo cual obliga a desarrollar el argumento de nuestra vida colectiva. Conviene lanzar una mirada sobre esos cinco años que quedan atrás y tratar de entender cuál ha sido su significación global como un pri­mer paso en una etapa de la historia.

Reforma o  ruptura 

Al producirse el cambio de régimen, a fines de noviembre de 1975, cuando termina una etapa que había durado treinta y seis años (treinta y nueve en media España), se dibujan dos posturas en el escenario político y social, que se podrían resumir en dos palabras que hicieron fortuna y se repetían constantemente como término de una única alternativa: Reforma o Ruptura. Es menester ver qué había dentro de ellas, qué caminos señalaban y dibujaban.

Reforma quería decir reforma del régimen anterior; sus partidarios que­rían la continuación del régimen preexistente, el mantenimiento de la estruc­tura social y política que España había tenido hasta aquel momento. Se daban cuenta de que, después de la muerte de Franco, su mera prolongación era imposible, y por eso consideraban inevitable reformarlo. Pero ni siquiera esto era posible, porque el régimen imperante en España había sido de tal modo personal, que incluso aunque la voluntad mayoritaria de los españoles hubiese sido continuarlo —no lo era en modo alguno—, no habría sido via­ble. Todo estaba de tal manera ligado a la persona del jefe del Estado (y del Gobierno, y del partido único, y de sus sucedáneos y enmascaramientos pos-

2 Ibíd., p. 140

3 La devolución de España, 1977. España en nuestras manos, 1978.

teriores, y de todas las instituciones, porque era el único titular de todo poder, y cualquier otro existente lo era por delegación suya y podía ser revocado sin más en cualquier momento), que su continuación sin él era una contra­dicción en los términos. La llamada reforma era algo condenado irremisible­mente al fracaso, y no por la voluntad de nadie, sino por la realidad de las cosas. Tengo hace mucho tiempo arraigada la convicción de que las cosas, a diferencia de las personas, son inexorables; hay una posibilidad humana que es ceder, renunciar, desistir; las cosas no desisten ni ceden: si golpeo fuertemente con el puño una mesa, me romperé un hueso, porque la mesa no renuncia a su dureza y tenacidad, no cede ni se aparta, no desiste. A la realidad hay que respetarla, entre otras razones porque es inexorable, y hay que contar siempre con ella.

El otro esquema, propuesto por otros, era el que se llamaba Ruptura. Se fundaba en un supuesto totalmente erróneo, en una falsedad que olvidaba justamente esa realidad objetiva de las cosas; ese supuesto era la derrota del régimen anterior. Ahora bien: el régimen no había sido derrotado por nadie, ni siquiera había nadie acelerado su término ni en una hora; por consiguien­te, mal podía fingirse una derrota que nunca había existido. Por otra parte, la supuesta ruptura significaba empezar en cero; pero esto es una falta de respeto a la realidad: el hombre es constitutivamente heredero, empieza a cierto nivel, a una determinada altura del tiempo; parte de la realidad en que está, y tiene que incorporarla, aunque sea para transformarla, incluso para destruirla.

Ambas posiciones tenían, a pesar de su frontal oposición, un elemento común: su deficiencia en cuanto a la legitimidad. Lo más grave que tenía el régimen que terminó en noviembre de 1975 era, a mi juicio, su ilegitimidad. Y no me refiero sólo ni principalmente a su ilegitimidad jurídica, sino a otra más profunda, la social. En términos orteguianos, que me parecen adecuados y perspicaces, se trata de tener o no tener títulos claros para ejercer esa fun­ción capital que se llama el mando. Cuando en una sociedad existe una creen­cia sólida, compacta, sin fisuras, de que quien o quienes mandan tienen dere­cho a mandar, se trata de un poder socialmente legítimo; cuando ello es du­doso o problemático, hay un estado más o menos grave de ilegitimidad.

El ejemplo más perfecto de legitimidad fue la monarquía absoluta de las naciones modernas de Europa, desde su iniciación con los Reyes Católicos en España hasta su crisis en la Revolución francesa, con su culminación en el siglo xvin —en España, sobre todo con Carlos III—. Si se hubiese pregun­tado a cualquier europeo: ¿Quién tiene derecho a mandar?, hubiese respon­dido sin vacilar: El Rey. Le gustara o no, tuviese de él una idea más o menos alta: ésta es la legitimidad social perfecta. Si en los Estados Unidos se pre­gunta lo mismo, la respuesta será: El Presidente, pero se añadirá: se entien­de, durante cuatro años; después veremos. (Por cierto, en los últimos años se ha deslizado más o menos insidiosamente.cierta atenuación de esa creencia en la plena legitimidad social de los presidentes, lo cual me parece inquietan­te; deseo que cuanto antes se restablezca en su pleno vigor.)

Pues bien: el régimen que durante casi cuatro decenios imperó en Espa­ña no sólo carecía de legitimidad social, sino que la excluía por principio. Durante la fase más enérgica de su dominio hice la teoría de las formas po­líticas en que una fracción del país ejerce una dominación coactiva sobre la totalidad, sin contar con su asentimiento, sino, al contrario, nutriéndose de su oposición y resistencia; el consenso está excluido porque, si lo hubiese, dejarían de ser lo que son. En el caso de España se trataba de una victoria militar que había impuesto ser sin condiciones —es decir, sin vencidos como tales, sin un poder superviviente, titular de algunos derechos—, y, por tanto, los «desafectos» quedaban permanentemente excluidos de toda participación, reservada a los «afectos» o partidarios. Ese régimen, pues, excluía por su misma definición el consenso, y, por tanto, consistía en ilegitimidad social. Su «reforma» hubiese significado la perpetuación de esa ilegitimidad, aunque fuese, de hecho, atenuada o enmascarada (lo que, por lo demás, se venía ha­ciendo en los últimos años).

¿Es que la ruptura significaba algo distinto? Creo que no. Cuando se pedía que el poder fuese ocupado por los representantes de ella, de lo que se llamaba a veces gratuitamente «ruptura democrática» —¿cuáles eran sus títulos democráticos?—, lo que se intentaba era sustituir una ilegitimidad por otra, establecer un poder de hecho —un «poder fáctico», según la curio­sa expresión que tanto usan los sucesores de los defensores de la ruptura— sin títulos váÜdos y que probablemente hubiese comprometido el estableci­miento de una verdadera legitimidad y, por tanto, la apertura del horizonte político.

Como todos sabemos, no hubo en 1976 ni reforma ni ruptura. Hubo algo nuevo, inesperado, imprevisible (al menos, imprevisto por los que se ocupaban de política), de tal originalidad que de momento no encuentro nin­gún ejemplo análogo en circunstancias parecidas en la época contemporánea; tan original, repito, que pocos han visto -—o han querido ver— su novedad, su innovación política: la primera contribución española a la creación en este dominio desde las Cortes de Cádiz (1810-1814), que ensayaron el liberalis­mo y lo hicieron flamear como una bandera ante Europa.

Legitimidad y legalidad

España —acabo de decirlo con la mayor energía— vivía en un estado de ilegitimidad social. Nadie tenía títulos claros para mandar; había fuerza, poder, inercia, no autoridad. Pero había ciertamente un estado de legalidad; España era un Estado de Derecho con una legalidad vigente: leyes, códigos, tribunales, embajadas; se firmaban contratos, se fundaban sociedades y em­presas, se contraían matrimonios, se administraba justicia. Había un sistema político y un organismo llamado Cortes; personalmente, nunca las tuve por

legítimas, pero eran legales, formaban parte del sistema de la legalidad vi­gente que había regulado la vida de los españoles.

Pues bien: se ha partido de esa legalidad, sin alterarla ni romperla, sin que haya habido un momento de dejación o abandono del poder, de anar­quía, intranquilidad o desamparo. No ha habido solución de continuidad; no se ha roto la convivencia legal de los españoles; no ha habido un solo día en que no hayan podido salir a trabajar o a pasear o a asistir a los espectácu­los; no han tenido que permanecer en sus casas; no se les ha prohibido via­jar a su antojo; han podido disponer libremente de sus bienes. Se ha realiza­do una operación consistente en recrear una legitimidad partiendo de la ilegi­tima legalidad vigente, haciendo que ella misma acepte y sancione su propia disolución, su sustitución por otra, democráticamente legitimada.

Esto me parece simplemente asombroso. Todavía tengo capacidad de asombro, quizá porque éste es el principio de la filosofía, y desde 1976 vivo en estado de asombro permanente, porque cuesta trabajo creer lo que esta­mos viendo. Sin «radicalismo» (Ortega decía que, salvo en filosofía, donde la radicalidad es la condición misma, el radical es «una bestia emergente») se ha hecho una transformación de raíz de la estructura política del país en todas sus dimensiones. Yo diría que del régimen anterior no queda nada, pero de España queda todo.

Aunque parezca imposible, se ha producido una transformación desde dentro sin ruptura, pero no para reformar lo existente, sino para crear algo nuevo, irreductible. Se ha reconstruido una legitimidad perdida cuarenta años antes —ya desde 1936, porque la República fue destruida en ambos bandos desde el comienzo de la guerra civil—; podría decirse que una larga dicta­dura se ha disuelto en la sociedad en lugar de ser derribada o derrocada. La sociedad española la ha absorbido, fundiéndola en un proceso que ha sido a la vez de innovación y legitimación. Esto es lo que ha ocurrido en poquísimos años ante las miradas, sorprendidas primero, habituadas después, distraídas y olvidadas, finalmente, de los españoles. ¿Cómo ha sido posible esto en España, país que todo el mundo supone explosivo, violento, apasio­nado e ingobernable?

Vitalidad

Hay varias razones para ello, pero si no se tienen presentes cada una de ellas y en su interacción, no se comprende nada. La primera y más importan­te es la extraña vitalidad de España. Conviene recordar que España pasó por una de las crisis más pavorosas que puede padecer un país: la guerra civil. Los que la sufrimos podemos asegurar que fue, desde todos los puntos de vista, una de las pruebas más atroces por las que puede pasar cada persona y un pueblo entero como tal. Hay que añadir, como parte del estrago de la guerra, la fase que la siguió inmediatamente, de dureza excepcional, muy es-

pecialmente para los vencidos —y en general para los residentes de la anti­gua «zona republicana»—. Y, sin embargo, hay un hecho sorprendente, y es que hubo un mínimo de casos de perturbación mental, depresión, suicidio. En otros países, cuando hay una crisis profunda y penosa, la gente pierde la moral y acaba por no poder resistir, tiene crisis nerviosas, estados anormales, desequilibrios. Esto se dio mínimamente en España. Recuerdo bien la ca­pacidad de resistencia, el temple animoso de los que se encontraban después de tres años de lucha, bombardeos, hambre, inseguridad, en las prisiones del régimen recién establecido —y que prometía durar para siempre—. Ahora se está pintando —casi siempre por parte de los que no lo vivieron, al me­nos en estado adulto— una imagen tétrica, triste y abatida de los años que siguieron a la guerra; nada más falso; las condiciones objetivas eran durísi­mas: escasez, pobreza de todos los que habían vivido en la zona «roja» y ha­bían visto anulado todo su dinero; falta de libertad política, dificultades de toda índole para vivir profesionalmente, para viajar, hasta dentro del país; oprimente desigualdad entre vencedores y vencidos; pero el clima general era de alegría, alegría de vivir, de estrenar un mundo cuya dureza no podía compararse con la de la guerra misma, de entregarse a la vida privada —para la mayoría no había otra—, lo cual significaba un inmenso alivio de la ma­niática politización del decenio anterior. No era España un país de llorones ni plañideras como ahora se finge, sino de «sorprendente, casi indecente salud», como dijo Ortega en su conferencia del Ateneo en la primavera de 1946, al volver a España después de nueve años de destierro.

Los españoles somos un pueblo particularmente duro, resistente. Hace cosa de veinte años, en un ensayo destinado a presentar lo que eran los es­pañoles a los lectores de los Estados Unidos, usé una imagen: el español es como los melocotones, fruta delicada que se corrompe fácilmente, pero que tiene un fuerte y durísimo hueso central a prueba de todo; el español se corrompe, pero no enteramente: queda el hueso, y cuando se pone la mano en el pecho, nota algo duro, no corrompido, como el hidalgo que encontraba una última onza de oro que todavía podía gastar. El español confía en que desde ese núcleo podrá quizá reconstruir su personalidad, su decencia, su dignidad. Con ello y su innata alegría de vivir —tal vez porque necesita poco—, resiste. También —no todo es bueno— aqueja al español cierta dosis de insensibilidad, que lo hace sentirse poco afectado por los males, incluso los personales y propios, y acaso esto viene de lo más grave: frecuente falta de imaginación.

De ese conjunto de caracteres y condiciones se deriva esa vitalidad que España tiene, que la ha impedido deshacerse, a pesar de haberlo intentado tan a fondo. Y es interesante ver cómo en una larga época de cuatro dece­nios, en que ha habido muy poca libertad política, ha habido, sin embargo, una elevada dosis de libertad personal, y hasta de libertad social. Los que han vivido en España durante esos cuarenta años saben que los españoles no podíamos elegir a nadie, pero podíamos hacer muchas cosas. Siempre he creído que, siendo importantísimo que haya libertad, es todavía más impor-

tante ser libres, porque, si esto es así, siempre hay alguna libertad (la que uno se toma). Los españoles nos hemos tomado bastantes libertades (unos más y otros menos, por supuesto). Y esto ha hecho que en España, durante ese tiempo, a pesar de tantas dificultades, se hayan escrito innumerables libros excelentes y libres, en los cuales no puede hallarse la menor huella de opre­sión —no digamos de servidumbre—. Ahora se habla del «páramo intelec­tual» que se supone haber existido; un día no pude más y escribí un artículo, «La vegetación del páramo»4, con una impresionante lista de libros esplén­didos, independientes y creadores publicados en España entre 1941 y 1955 —fecha de la muerte de Ortega—, antes de que empezaran a decir algunas cosas los que ahora inventan retrospectivamente el desierto.

Por esta vitalidad se han podido hacer tantas cosas en España, y se van a seguir haciendo; a pesar de todo, España no era un pueblo destruido, ni aplastado, ni envilecido; era un pueblo vivo, disponible, que podía tomar su destino en sus manos, buscar un camino diferente, orientarse hacia el futuro, hacer algo nuevo.

La Monarquía

Lo decisivo es que, a los dos días de desaparecer lo que había sido el único poder durante tantos decenios, el 20 de noviembre de 1975, inició su reinado Juan Carlos I. En aquel momento carecía de la legitimidad necesaria y exigible: ni poseía la dinástica —dentro de un supuesto monárquico—, ya que los derechos a la Corona pertenecían a su padre, don Juan de Borbón, ni la democrática, puesto que todos los actos, desde la Ley de Sucesión hasta su designación personal como sucesor, estaban viciados por la ilegitimidad del régimen que los había promovido y por la ausencia de carácter representativo de las Cortes y de las votaciones populares. Pero era rey legal conforme a la legalidad vigente. Esta funcionó con el automatismo propio de las leyes, y Juan Carlos I empezó a desempeñar sus funciones regias en esa ambigua situación, reflejo de la de España en su conjunto.

Pero hay que recordar cómo las ejerció desde el primer día. En el discur­so inicial, en el acto del juramento y proclamación, el Rey se presentaba «como moderador, como guardián del sistema constitucional y como promotor de la justicia», y todavía más: «Que nadie tema que su causa sea olvidada; que nadie espere una ventaja o un privilegio.» Es decir, la inversión progra­mática del pasado, la liquidación de la guerra civil, la promesa de la legiti­midad.

Se cumplió en tres pasos sucesivos: el referéndum del 15 de diciembre de 1976, primera aprobación mayoritaria de la transformación; la cesión de los derechos dinásticos por el Conde de Barcelona a su hijo, su reconocimiento

4 La devolución de España, pp. 185-191.

como Rey; finalmente, las elecciones democráticas del 15 de junio de 1977. A partir de este momento, la legitimidad del Rey ha sido plena, saturada, sin sombra. Y en la apertura de las primeras Cortes, el 22 de julio, el rey hizo en su discurso la proclamación más rotunda de la legitimidad jurídica y social de la nueva etapa, cancelación total de la discordia iniciada en 1936 y mante­nida interesadamente por muchos: «La Institución monárquica proclama el reconocimiento sincero de cuantos puntos de vista se simbolizan en estas Cor­tes. Las diferentes ideologías aquí presentes no son otra cosa que distintos modos de entender la paz, la justicia, la libertad y la realidad histórica de España. La diversidad que encarnan responde a un mismo ideal: el entendi­miento y la comprensión de todos. Y está movido por un mismo estímulo: el amor a España.» Y luego: «Para la Corona y para los demás órganos del Estado, todas las aspiraciones son legítimas, y todas deben, en beneficio de la comunidad, limitarse recíprocamente. La tolerancia, que en nada contra­dice la fortaleza de las convicciones, es la única vía hacia el futuro de pro­greso y prosperidad que buscamos y mereceremos.» Dije entonces que esto era el reverso de la siniestra expresión «anti-España», fórmula con que se introdujo la exclusión y la discordia.

La intervención de la Monarquía —y personalmente del Rey— en el pro­ceso de legitimación de la vida pública ha sido decisiva; creo que sin ella simplemente no hubiera sido posible. No se trata de sentimientos monárqui­cos, difíciles, improbables en personas de mi edad. No había cumplido die­cisiete años cuando se terminó la Monarquía en España; tuve enorme entu­siasmo por la República, que se presentaba como una esperanza de libertad e innovación, y a pesar de todas las decepciones consideré en 1936 que debía ser defendida. Al cabo de poco tiempo, cuando se vio lo que había detrás de los dos beligerantes, tuve la impresión de que la República había muerto a manos de unos y otros; los que usaban aún su nombre lo hacían en vano y no respondían a esa afirmación de libertad que para mí era la significación del nombre «República». Sin monarquismo tuve hace muchos años la con­vicción de que el establecimiento de la Monarquía sería la única solución posible si se quería superar definitivamente la guerra civil —y no invertir­la— y conseguir la libertad perdida durante cuarenta años. Era absolutamente necesario que España estuviera regida por alguien fuera y por encima de la guerra civil, que no representara a ninguno de los dos beligerantes, ni siquie­ra la suma de los dos, sino la asunción de la parte de razón que cada uno tenía. Porque ambos beligerantes tenían algunas parcelas de razón—junto a toneladas de sinrazón—, y es un principio fundamental no quitarle a nadie la razón que tiene y no darle la que no tiene.

La Monarquía ha significado la posibilidad de cambio profundo sin poner en cuestión la unidad y coherencia de la nación española. Estudiando el si­glo xvin descubrí que, cuando la Monarquía alcanzó en Europa su plenitud, el rey no era sólo ni principalmente «jefe del Estado», sino más bien «cabe­za de la nación». No es ante todo una pieza del Estado, del sistema de go­bierno, sino que pertenece primariamente a la sociedad, tiene deberes para

con ella y de ella le viene una autoridad social más importante aún que sus facultades constitucionales. Esa autoridad, ese prestigio, unidos a la continui­dad y permanencia, hacen del rey un elemento de unidad y cohesión, de esta­bilidad, que precisamente hace posible la transformación profunda del país, su adaptación a las nuevas situaciones con solidez y flexibilidad a un tiempo.

Pero hay algo más, y en este caso propio de la Monarquía española. Esta fue históricamente, durante siglos, casi desde su origen a fines del siglo xv, algo mucho más amplio que lo que hoy llamamos España. Esta era «parte me­nor» (la expresión es de Felipe IV) de lo que era la Monarquía en su conjun­to; el Rey de España era también Rey de otros muchos pueblos, unidos en una supernación compuesta de elementos heterogéneos. Ahora bien: de esa histo­ria común estamos hechos todos los pueblos hispánicos; nuestras sociedades son lo que son por haber sido miembros de esa antigua construcción históri­ca, social, política. Poco importa la actual independencia y soberanía de los divesos Estados; en otra dimensión, nuestras raíces son convergentes. Los an­tepasados del Rey de España fueron los reyes de todos los países hispánicos —-durante sesenta años, también del Brasil—, y en el Rey de España —que sólo reina en España— encuentran los países de nuestra lengua algo que les pertenece, que no les es ajeno: el símbolo de su realidad común, de la cual depende tanta porción de su porvenir.

A fines de 1978 coincidí con los Reyes en Lima y en Buenos Aires. Tuve una de las impresiones más vivaces e interesantes de mi vida. Peruanos y ar­gentinos (creo que en otros países ha ocurrido lo mismo) no tenían la impre­sión de recibir a «un jefe de Estado extranjero» —esto sería ridículo—, pero ni siquiera sentían que llegaba «el Rey de España», sino más bien «el Rey»; en otros tiempos habían residido allí sus representantes los virreyes; ahora, por fin, llegaba el Rey, que no ejercía ningún poder sobre ellos ni sobre sus países, pero que era parte de su realidad, como lo es él jasado, sin la pose­sión del cual no se puede proyectar el futuro. Si no me engaño, cada uno de los países hispánicos empieza a ver con más claridad que nunca que no puede esperar mucho del porvenir si no lo proyecta con los demás, y el Rey de Espa­ña, con su mera realidad, con su presencia en ocasiones, con su permanencia más allá de las vicisitudes de la política, sirve para recordarlo.

Liberalismo y democracia

Ha sido, pues, la Monarquía un factor esencial en la transformación espa­ñola; pero ha habido otros de carácter estrictamente político y sobre los cuales quizá no se tiene plena claridad.

El más importante es, a mi juicio, que durante aproximadamente año y medio —un semestre con lentitud, con mayor aceleración desde el nom­bramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno— se ha procedi­do a una liberalizadon antes de iniciar la democratización. Esto es, creo yo,

la clave del acierto, la gran originalidad política de este período, lo que ha permitido esa asombrosa operación que antes he examinado.

Liberalismo y democracia pueden y deben ir juntos, pero son completa­mente distintos e independientes. Ortega, en El Espectador, estableció con perfecto rigor sus contenidos y requisitos hace cosa de sesenta años. La de­mocracia se refiere al titular del poder, a la cuestión de quién manda: cuan­do es el pueblo, la nación en su conjunto, adecuadamente expresada, hay de­mocracia. El liberalismo se refiere a la forma y límites del poder, a cómo se manda; hay liberalismo cuando el poder tiene límites, cuando deja fuera de su alcance zonas importantes de la vida personal —individual o social— en las cuales no interviene; el Estado liberal no se caracteriza por su «poco» poder, por su debilidad —puede ser muy enérgico—, sino por su configura­ción, por no extravasarse de sí mismo: es la diferencia entre el poder y la prepotencia (que con frecuencia se da en Estados muy débiles). El liberalis­mo asegura la libertad; es la organización social de la libertad.

Si se hubiera intentado en España —como se ha hecho en tantos luga­res— pasar de la dictadura a la democracia, los riesgos hubieran sido graví­simos, las probabilidades de acierto, mínimas. La sociedad española, en parte por inercia, en parte por el recuerdo obsesivo de la guerra civil, habría sen­tido temor; si se hubiesen convocado elecciones a los pocos meses de la muerte de Franco, lo más probable es que la mayoría del electorado hubiera intentado mantener la continuidad, cambiar lo menos posible; o bien, en un momento de exasperación, arrastrado por una propaganda enérgica y hábil, se hubiese embarcado en una aventura extremista y demagógica. (Es curioso, dicho sea de paso, que a la muerte de Franco todo el mundo consideró «natural» el establecimiento de la democracia; a la muerte de Tito, que rigió otra larga dictadura, de caracteres comparables en muchos aspectos, nadie ha esperado, ni siquiera pedido, que deje el paso a una democracia, sino que se ha aspirado como esperanza máxima a que la Unión Soviética no inter­venga para imponer una dictadura más opresiva y rigurosa. La actitud de la opinión mundial me ha recordado en este caso la súplica del paralítico en aquel cuento irreverente de Lourdes: cuando su cochecito se desprende de las manos que lo conducen y se precipita por una pendiente, el pobre hombre pide: «¡Que me quede como estaba!»)

Pero no se trata sólo de tiempo, de esperar para convocar elecciones (muchos políticos se parecen a los paleontólogos en que creen que basta con intercalar tiempo para que las cosas varíen, las especies se transformen y los problemas se resuelvan). Es menester que ese tiempo esté lleno, que en él se haga algo, que se creen las condiciones necesarias. Lo interesante no es que se esperó año y medio para celebrar elecciones en España; es que se libe­ralizó el país, y con ello se hizo posible la existencia de una opinión pública.

En España no la había; sólo innumerables opiniones privadas —política­mente inoperantes—; para que algo sea público —lo estudié a fondo hace muchos años en La estructura social— hace falta, primero, que sea conocido

de todos; segundo, que sea consabido, es decir, que cada uno sepa que lo saben los demás, y tercero, que conste, que quede ahí, que se pueda repetir, comentar, partir de ello para otra cosa, pedir cuentas de ello, etc. Si esto no ocurre, nada es público, ni siquiera las notificaciones del gobierno; en los países comunistas, en que la historia se reescribe cada poco tiempo, en que hasta se elimina a Trotsky, por ejemplo, de la película Octubre, de Eisenstein, no hay vida pública en absoluto. Y cuando lo que tiene que ser público no lo es, se convierte en clandestino: no hay término medio.

Desde fines de 1975, y con intensidad y resolución desde junio del año siguiente, se llevó a cabo en España un amplísimo proceso de liberalización. Libertad de expresión, de prensa, de asociación, de formación de partidos políticos, de discusión y crítica, de entrada en el país para los emigrados, de uso de símbolos políticos y regionales, de todas las lenguas de España sin restricción. Esto permitió que los problemas pendientes fuesen examinados, analizados, discutidos; que las figuras políticas se presentaran y se midieran unas con otras; que se comparasen y criticasen las diversas posiciones; que se supiera cómo se habían planteado cuestiones análogas en otros países y qué había ocurrido. Entonces, y sólo entonces, se pudo llevar a cabo la democra­tización, sin riesgos (entiendo por riesgo, ante todo, el de que faltase el más elemental espíritu democrático, la comprensión y la aceptación de las reglas del juego, que es precisamente lo que ocurrió durante la República).

Cuando se hicieron las elecciones, resultó que fueron pacíficas, limpias, impecables, alegres: el país las sintió como una fiesta. De tal manera se había evitado la demagogia, que todos los partidos, para tener votos, jugaron la carta de la moderación. Los resultados, lejos de ser arrebatados, temerosos o irresponsables, reflejaron un, equilibrio del pueblo muy superior al de los políticos: de los más de doscientos partidos que se habían constituido frivo­lamente, los electores no dejaron en pie más que cuatro (y los regionales).

Lo más sorprendente, lo que parece asombroso, es que, tras una guerra civil y una larguísima dictadura sin vida política, en España nadie está ex­cluido. Los partidos políticos clandestinos han sido legalizados, y tienen los mismos derechos —en rigor, todos eran clandestinos menos uno, el «único», virtualmente desaparecido por división y desacuerdo, no por proscripción—. Los emigrados han vuelto libremente, han ejercido sus derechos ciudadanos sin la menor restricción, han sido candidatos y en muchos casos elegidos. Pero los que habían gobernado o tenido puestos rectores durante los dece­nios pasados no han tenido que pensar en expatriarse, no han perdido títu­los ni derechos, han podido igualmente ser elegidos, y lo han sido cuando han contado con suficientes votos.

Pero hay algo más: en Alemania y en Italia, por ejemplo, después del hundimiento de sus regímenes respectivos quedaron innumerables nacional­socialistas y fascistas; ciertamente, pero no como tales, sino ocultando su con­dición. En España, en la calle, en la prensa, en las Cortes, están todos, cada uno como quien es; juntos pero no confundidos. Y si alguien dice otra cosa

de lo que piensa o desea, es porque así lo quiere o porque le conviene, no porque se vea obligado a esconderse o a disimular su verdadera posición o sus pretensiones políticas. ¿Puede encontrarse en la historia cercana algún ejemplo semejante? Es posible, pero debo confesar que no lo conozco. Y ¿cuántos lo esperaban? ¿Se atrevían siquiera a soñar con ello los que ahora protestan —con plena libertad, con total impunidad— de la situación políti­ca en que viven, tan distinta de aquella en que hicieron vivir a sus compa­triotas?

Los partidos

El establecimiento de una democracia exige en nuestro tiempo la existen­cia de partidos políticos. La República tuvo demasiados, lo cual obligó a go­bernar con coaliciones difícilmente viables, en que la responsabilidad oficial recaía con frecuencia sobre los grupos que no decidían la política. Antes de la guerra, el partido socialista nunca presidió un gobierno, pero es evidente que en el primer bienio y después de las elecciones de febrero de 1936 llevó la dirección de los asuntos, y no los republicanos, que nomínalmente presi­dían. En el segundo bienio la CEDA era el partido fuerte y en definitiva rector, pero no tuvo tampoco la representación oficial de su política. Durante todo el tiempo se gobernó con un sistema de concesiones mutuas, que impe­dían una acción coherente.

La Monarquía de 1975 se presentaba al año siguiente con un horizonte mucho peor: las listas de partidos y candidatos concurrentes a las elecciones de 1977 eran aterradoras, por no decir ridiculas: ocupaban páginas enteras de los periódicos. La reacción electoral fue mucho más inteligente: aparte de los partidos «regionales» (en muchos casos filiales o por lo menos homólogos de los partidos «nacionales»), solamente cuatro quedaron en pie y con alguna fuerza: la Unión de Centro Democrático en primer término; después, el Parti­do Socialista; a gran distancia, el Partido Comunista y el que ha terminado por llamarse Coalición Democrática. El mismo esquema, un poco más acentuado, se ha repetido en las elecciones de 1979. Los demás partidos son mínimos, con reducidísima representación parlamentaria o absolutamente ninguna.

¿Son grandes, son «fuertes» los cuatro partidos que cuentan? ¿Lo son los que han alcanzado grandes minorías en las regiones con partidos diferen­ciados? En mi opinión, no. Si no me equivoco, sus afiliados oscilan entre ser pocos y poquísimos. Su fuerza viene de sus votantes, es decir, no les perte­nece «en propiedad», no hay «compromiso permanente» entre electores y ele­gidos; es decir, los partidos no pueden contar con esos votantes. Habría que hacer una excepción con el Partido Comunista (que por eso ha llegado desde el comienzo al «techo» de sus posibilidades mientras no cambie la situación general). Dicho con otras palabras: lo que cuenta no es, de momento, la es­tructura de los partidos, sus cuadros de mando, su organización, sino su poder

de convocatoria. (Esto me parece excelente, sano desde el punto de vista de la democracia, que se desvirtúa y decae cuando el poder de la organización partidista prevalece sobre otras consideraciones, por ejemplo, la calidad y el atractivo de los candidatos, como ocurre actualmente en los Estados Unidos. ¿Se comprende la obstinación de los republicanos en presentar a Goldwater en 1964, de los demócratas con McGovern en 1972, como si prefiriesen per­der con el favorito del partido a ganar con un candidato mejor?).

De los partidos españoles, la mayoría se apoyan —con más o menos jus­tificación— en una tradición antigua. Después de cuarenta años de extinción de la política, después del atroz trauma de la guerra, es peligroso: la tenta­ción es «empalmar» con ese remoto pasado, con el doble riesgo de una con­dición fósil o unos antecedentes no muy gratos. Contra las apariencias, contra lo que sus adversarios dicen, la Unión de Centro Democrático es el único partido nuevo —y creo que de ahí le viene su evidente fuerza—; se dirá que sus miembros no son nuevos, que en gran parte son ya conocidos e incluso tuvieron participación mayor o menor en el régimen pasado; es cierto, pero el partido no se puede reducir a ninguno anterior a la guerra civil, se ha cons­tituido en vista de las circunstancias actuales: como partido no tiene lastre pretérito. Ha rechazado el viejo y trasnochado esquema de «izquierdas» y «derechas», en que casi todos han recaído, y el afán de sus adversarios por identificarlo con la «derecha», además de ejercer violencia sobre su propia pretensión, revela la incapacidad que tienen de salir de ese esquema, de ir más allá.

Por supuesto, UCD, en su práctica cotidiana, en el ejercicio concreto de su política, muchas veces no cumple su promesa de novedad, de innovación, y recae en formas rutinarias. En los momentos decisivos, por ejemplo cuando hay elecciones, suele soltar lastre y acogerse a su pretensión circunstancial, quiero decir tener en cuenta la situación efectiva, enfrentarse con la realidad actual de España, más que con unos esquemas ideológicos recibidos. Es, creo, la principal razón de sus victorias electorales, a pesar del desgaste del poder y, más aún, de la constante erosión que en ciertos núcleos del país produce la pertinaz «descalificación» llevada a cabo por la gran mayoría de los medios de comunicación.

Esas victorias, por lo demás, no han sido nunca suficientes para asegurar a UCD la independencia parlamentaria y establecer un gobierno mayoritario. Por eso, y sin duda también por el deseo de evitar un enfrentamiento que podría desembocar en una nueva escisión del país, se ha procurado lograr un «consenso» para la mayoría de los asuntos importantes. Esto tiene indudable justificación y algunas ventajas, pero ha contribuido a oscurecer y confundir las cosas, a que no quede claro ante la opinión lo que cada partido quiere, lo que cada uno lleva dentro. Algunos ejemplos aclararán lo que quiero decir.

Cuando en el primer proyecto de Constitución, publicado en enero de 1978, el Partido Socialista presentó un voto particular que establecía, en lugar de la Monarquía, la República; en lugar del rey, un presidente elegido por

seis años, etc., se dio por supuesto que esto no «iba en serio» —como si no fuese una cuestión de la máxima seriedad, de consecuencias decisivas—, no se obligó a ese partido a solidarizarse con su propuesta, se le permitió que la «dejara caer», a cambio de mermar las funciones del rey más allá de lo que convenía a su eficacia; se aceptó que hubiese «menos Monarquía» con tal de que no hubiese una votación contraria a ella.

Análogamente, cuando el Partido Socialista, apoyando con sorprendente energía un deseo de la minoría catalana, se opuso tenazmente a que la lengua común de los españoles se llamara «español», UCD no hizo valer su fuerza mayor y aprobó una fórmula de compromiso, enteramente inadecuada, que en su día comenté.

Si se quiere un ejemplo más, y que no pertenece al pasado, piénsese en la política exterior, especialmente en lo que se refiere a Israel y a los países árabes; mientras todo ha cambiado en la política española, en ese capítulo parece proyectarse sobre ella la sombra del régimen anterior, dependiente de la «amistad» árabe y tozudamente opuesto al reconocimieno de Israel. ¿Por qué? Actualmente ésa es la política de la Unión Soviética, de los partidos inspirados por ella y de los que no se atreven a discrepar de manera mani­fiesta, por mantener cierto grado de afinidad; es decir, es la política que sos­tendría la «oposición»; pero son los gobiernos de UCD los que se encargan de realizarla, los que se responsabilizan de ella; y a ellos se les pedirá cuenta en su día, quizá por los mismos que la han inspirado y sostenido origina­riamente.

El acuerdo de los grandes partidos en cuestiones de grave interés nacional parece deseable; pero la adopción —sin acuerdo, sin reconocimiento, sin com­partir la responsabilidad— de los puntos de vista o las preferencias del otro partido no sirve más que para confundir las cosas e impedir que la opinión pública tenga ideas claras sobre las opciones que se le presentan y solicitan su apoyo. La falta de experiencia política, la inmadurez de todos los partidos, hace que no se comprenda bien que la misión de cada uno de ellos es ofrecer un programa coherente y, en caso de victoria democrática, realizarlo respon­sablemente, teniendo en cuenta a las minorías y, claro es, en disposición de cederles el puesto tan pronto como logren conquistar la mayoría. En buena democracia, a un partido se le deben pedir responsabilidades por las conse­cuencias de su programa; pero también por no haberlo realizado, por haber servido de brazo ejecutor a porciones del programa del partido opuesto.

La Constitución

España había permanecido sin Constitución legítima desde 1923 —golpe de Estado de Primo de Rivera— hasta 1931 —Constitución de la Repúbli­ca— y desde 1936 hasta fines de 1978. Y digo desde 1936 porque la Cons­titución de la República, destruida por los sublevados en su zona, fue tan reiteradamente violada por los gobiernos republicanos durante la guerra civil, que poco quedó de ella en ninguna parte. (Todavía habría que hacer una restricción más: durante los cinco años de República, la Constitución estuvo muy poco tiempo en pleno vigor, ya que la llamada Ley de Defensa de la Re­pública suspendía la vigencia de muchos de sus artículos; hubo largos perio­dos con censura de prensa, y las suspensiones de periódicos, a veces durante meses seguidos, fueron frecuentes. Imagino lo que dirían si esto sucediese ahora los que encuentran que en la situación actual no hay suficiente libertad o que no existe «plena» democracia.)

Esto basta para medir la importancia de la actual Constitución española. No creo que haya habido crítico más temprano ni riguroso de ella, desde que se conoció su primer anteproyecto; aunque algunos de sus errores más graves se salvaron y fueron rectificados, todavía me parece lejos de la perfección, con ambigüedades peligrosas, con deficiencias y desajustes considerables. No tengo entusiasmo por su contenido ni su redacción; tengo entusiasmo por su exis­tencia, por su legitimidad, por haber dado una estructura legal a la vida colec­tiva de los españoles y permitir el funcionamiento de las instituciones. Esto es más importante que sus defectos. Los cauces para la vida política de España están abiertos, incluso para la reforma y enmienda de la Constitución si algún día se considera necesario. Y es también importante que haya sido aprobada por abrumadora mayoría parlamentaria y por un referéndum popular, que no haya sido impuesta por un partido triunfante al resto de la nación. La reciente elección del Tribunal Constitucional perfecciona la estructura legal del Estado y permite que España vuelva a tener una ordenación jurídica y política que rara vez había poseído desde hace dos siglos.

Las autonomías

Por muy varias razones, de las que he hablado largamente desde hace muchos años, el más grave problema de España ha sido y es aún el problema regional. A él dediqué atención preferente cuando apenas se lo tocaba, hace quince años (Nuestra Andalucía; Consideración de Cataluña); del modo más directo y explícito, en 1974 (toda la primera parte de La España real), y sobre él he vuelto una y otra vez a lo largo de los últimos años.

Es una cuestión sumamente interesante, porque la estructura regional de España había desaparecido de la división territorial y de la administración pública desde el establecimiento de la división provincial en tiempo de Fer­nando VIL Como las unidades reales (histórica, social, cultural, económica­mente) son las regiones, y las provincias son sólo partes menos diferenciadas de ellas —en otros términos: son provincias gallegas, castellanas, vascas, an­daluzas, catalanas, aragonesas, etc., y no directamente españolas, salvo en los casos en que la provincia coincide con una región—, la disposición de la joven

Monarquía democrática a reconocer y aceptar la fuerte personalidad de las reglones fue un extraordinario paso adelante en la reorganización de España.

Creo, sin embargo, que en el proceso político de la democracia española se han deslizado en este capítulo varios errores, algunos de bastantes conse­cuencias. Tal vez algunos han sido inevitables —o sólo se hubieran evitado pagando un precio demasiado alto—; otros han sido aceptados con ligereza o timidez, sin pesar las consecuencias. Intentaré enumerarlos muy brevemente, pues de ellos he hablado con amplitud y detalle en mis libros antes citados.

El primer error ha sido identificar regionalización con autonomías, dar por supuesto que «región» quiere decir «región autónoma». Había regiones, en efecto, que deseaban la autonomía, cuyo proyecto político era alcanzarla, que la necesitaban. Otras no; no habían sentido nunca necesidad de institu­ciones autonómicas, aunque hubiesen deseado y les hubiese convenido dispo­ner de instituciones regionales y no provinciales (o además de las provincia­les). Esto ha llevado a fingir la necesidad y la apetencia de autonomías, lo cual ha contribuido no poco al desprestigio general de la concepción autonó­mica; más aún, se ha deslizado la idea de que la autonomía constituye una «superioridad», que cuanta más autonomía es mejor, que el valor o la digni­dad de las regiones se mide por el grado de su autonomía. Todo esto es ridículo, y ha llevado a una situación general de mimetismo, llena de riesgos: gastos innecesarios, rivalidades entre regiones, descontento de las que no alcanzan el más alto nivel de autonomía, creciente caciquismo de los grupos o individuos entregados a la demagogia autonomista.

El segundo error ha sido la interpretación «nacionalista» de las regiones. El nacionalismo de las naciones me parece un error gravísimo, que ha traído males sin cuento a la humanidad (y, sobre todo, a las naciones que lo han padecido: piénsese en la segunda guerra mundial); el hecho de que el marxis­mo, que siempre fue internacionalista y adverso incluso a las naciones, se haya vuelto ahora «nacionalista» en todo el mundo, es uno de los mayores facto­res de perturbación en nuestra época. Pero más grave aún es el «nacionalis­mo» de las regiones, que ha llevado a la ridícula noción de que la palabra «región» no es «digna». Me opuse con toda energía y hasta el final a la introducción del término «nacionalidades» en nuestra Constitución, por las razones lingüísticas, históricas y sociológicas que expuse en detalle, ya que preveía graves consecuencias para el futuro. Ya están apareciendo, y entre ellas una ligeramente cómica: al hablarse de «nacionalidades y regiones», nadie pudo o quiso decir cuáles eran, y ahora todas las regiones aspiran a ser llamadas «nacionalidades», con los resultados que pueden preverse.

El tercer error ha sido el narcisismo de las regiones. Se han colmado de elogios a sí mismas —contra la actitud tradicional de los españoles, que han llevado siempre su autocrítica más allá de lo justo—, no han admitido la menor censura, ni la sospecha de que tengan alguna culpa de nada pasado ni presente, ya que son, por definición, la perfección misma. Que esto es iluso­rio es lo menos grave; lo peor es que elimina el descontento, que es el gran

motor de la perfección humana; y cuando se une a la insolidaridad respecto de las demás regiones y la hostilidad a España en su conjunto, lleva a la risi­ble consecuencia de que España sea algo desdeñable y sin valor, a pesar de ser la suma de una docena de insuperables perfecciones.

Si a esto se añade un elemento dé demencia y una enérgica y bien pla­neada manipulación exterior, se puede llegar a situaciones gravísimas, como la que se ha producido en el País Vasco, única amenaza seria con que tiene que enfrentarse hoy la democracia.

En resumen, la empresa necesaria, conveniente y urgente de devolver a las regiones españolas su personalidad, unidad y diversos grados de autono­mía, al ponerse en marcha ha tropezado con obstáculos y desviaciones que la han comprometido, hasta el punto de que hoy es el problema más delicado y peligroso. Hay que hacer constar que entre los obstáculos no se ha contado el centralismo, que en otros tiempos fue un factor negativo; hoy no hay cen­tralismo, toda España acepta la personalidad (y la autonomía) de las regiones. Solamente grupos minúsculos se oponen cerradamente a ello; son los que usan como lema: «España entera y sólo una bandera», olvidando que son ellos los que han impuesto durante cuatro decenios dos banderas distintas de la española, dos banderas de partido, que han flanqueado año tras año a la bandera nacional; algo bien diferente de las banderas propias de regiones de España, símbolo de partes de la nación, pertenecientes a todos, como las diversas lenguas de las regiones españolas.

No puedo justificar en detalle lo que voy a decir, porque requeriría una investigación precisa y minuciosa; pero adelanto mi opinión meditada sobre lo que considero un planteamiento defectuoso del importantísimo —y posi­tivo— tema regional: 1) Las desviaciones han procedido de grupos extrema­damente minoritarios, muy activos, que se han apoderado del tema y le han impuesto su propia versión antes de que la mayoría de los habitantes de cada región hayan podido reflexionar y tomar posición. 2) Una vez expresada una fórmula, la han identificado con la «lealtad» a la región, de manera que han ejercido una coacción fortísima sobre los que hubiesen querido discrepar. 3) Han encontrado en el resto de España apoyos inmediatos de los que así querían asegurar su influencia en esas regiones, o levantar una bandera que se declaraba «avanzada» o «progresista», a pesar de que el nacionalismo es siempre una manifestación reaccionaria. 4) Los sectores de opinión y las fuer­zas políticas que consideraban indebido y peligroso el planteamiento de la cuestión se han limitado a resistir débilmente las fórmulas más extremadas, sin atreverse a rechazarlas en lo que tenían de erróneo o injusto y proponer otras más adecuadas, que hubieran podido suscitar —de haber sido presenta­das— la adhesión mayoritaria del país, incluso de las regiones directamente afectadas. La aceptación por parte de UCD del término «nacionalidades» —propuesto por la minoría catalana, apoyada incondicionalmente por la so­cialista y la comunista— es un ejemplo claro de lo que quiero decir.

En este momento nos encontramos con un problema regional resuelto aceptablemente en el terreno legal para Cataluña y el País Vasco (los Estatu­tos de Autonomía son muy amplios, más que los de la República, y no com­prometen la unidad e integridad de España), con largas discusiones bizantinas sobre los modos de llegar constitucionalmente a las autonomías y, sobre todo, con una dificultad real de ponerlas en marcha en muchas regiones en las que no interesan más que a fracciones reducidísimas. En toda la política suele funcionar el Retablo de las Maravillas; en el campo de las autonomías, las inhibiciones diestramente provocadas están resultando eficacísimas; es urgente un planteamiento sincero y real de las cuestiones, sin temor al escándalo farisaico de tal o cual grupo. Si así se hace, el horizonte de la democracia quedará despejado y España inteligentemente articulada; si no, de ahí vendrá la única amenaza real a la convivencia libre y democrática de los españoles.

La seudomorfosis nacionalista que se ha deslizado en algunas regiones es particularmente inoportuna, porque ocurre en un momento en que la insufi­ciencia de las naciones resulta evidente; se ha visto que la soberanía nacional, para subsistir, necesita ser compartida, articulada en unidades superiores —Europa, Occidente—. Hay en algunos grupos la voluntad, más o menos expresa, de desarticular la estructura nacional de España; pero, sobre todo, eso lleva a cada una de esas regiones a una actitud de provincianismo, de angostura mental, de concentración en sus propias cuestiones particulares, sin advertir que las más interesantes e importantes de sus cuestiones no son sólo suyas, no son privativas, sino españolas y mucho más que españolas. Y no digamos lo que puede significar de disminución y empobrecimiento la retrac­ción a la lengua regional; no su cultivo libre e intenso, sino el confinamiento, la renuncia a la otra lengua propia, la española, con todo lo que lleva de espesor histórico, de patrimonio inmenso, de posibilidades intelectuales y lite­rarias, de participación en una empresa hispánica mucho más amplia y promi-sora que España misma en su conjunto. Si estos riesgos se consumaran, imagino a los hombres y mujeres del siglo xxi, nacidos en esas regiones, pidiendo cuentas de la dilapidación de su herencia, de la obturación de su porvenir histórico.

La economía

La República tuvo mala suerte; quiero decir que el elemento de azar que tiene la vida humana —individual o colectiva-— no le fue propicio. La Mo­narquía, la democracia que estamos estableciendo, ha tenido mala y buena suerte; mala en lo económico; buena en otro aspecto, que tocaré después, y que fue particularmente desfavorable para la República.

La fecha 1931 es dos años posterior a la depresión de 1929, que puso fin a la prosperity, que había parecido segura y permanente; la Dictadura de Primo de Rivera se había beneficiado de ella; a la República le tocó el mo­mento en que los efectos de la depresión llegaban a las costas europeas. No

voy a negar ni disminuir los errores económicos de los gobiernos republicanos, que no fueron pocos —combinados con la irresponsabilidad de los sindicatos y la insolidaridad y miopía de los empresarios, propietarios y banqueros, con muy pocas excepciones—. Pero era muy difícil acertar, aun haciéndolo bien, cuando había una gravísima crisis en América y en Europa.

Algo parecido ocurre ahora: 1975 dista dos años de 1973, la fecha en que los países exportadores de petróleo, hábilmente disciplinados, hicieron el famoso —y peligroso— embargo, seguido de la elevación de precios —con­certada, progresiva, implacable—, destinada a enriquecer súbitamente a los propietarios de yacimientos y, sobre todo, a destruir la prosperidad del mundo occidental y condenar a la miseria a los países en vías de desarrollo, que desde entonces no han podido hacer otra cosa que pagar las facturas de combusti­bles, en condiciones mínimas de supervivencia.

La consecuencia es la interrupción del crecimiento en los países industria­lizados, la inflación general, la incapacidad de absorber el excedente laboral de los países económicamente menos avanzados y, por tanto, el desempleo en éstos. Esta es la situación mundial; y, naturalmente, la española; algunos atri­buyen a la democracia recién establecida las dificultades económicas y añoran la prosperidad anterior, que coincidió —un poco tardíamente— con la incom­parable alcanzada por Europa y América (y el Japón) desde 1946, desde que se pusieron en vigor los principios políticos, sociales y económicos de la demo­cracia liberal. Si en España no hubiese democracia, habría todos los problemas existentes y uno más: el de no tener democracia, excelente método para resolver los problemas (y en modo alguno panacea o mágica solución de ellos).

Se dirá: ¿No hay nada más? ¿No hay causas internas de las dificultades, económicas? Ciertamente. Ha habido demasiadas huelgas, en una fase deli­cada, que aconsejaba extremar los esfuerzos; se ha disminuido el rendimiento cuando era imperativo aumentarlo; se han presentado reivindicaciones —en otra situación aceptables y hasta justas— a empresas que estaban en el límite de sus posibilidades o en grave crisis; se han extendido los beneficios de la seguridad social, sin tener en cuenta que esto hacía difícil la contratación de nuevos trabajadores y, por tanto, aumentaba el paro —insolidaridad de los que tienen un puesto con los que lo han perdido o todavía no lo tienen—. Del otro lado, ha habido en su momento evasión de capitales; hubo, y sigue habiendo, resistencia a invertir —es decir, a aceptar un riesgo exigible, porque es la condición de la prosperidad nacional—; en algunos casos, aunque no creo que importantes, ha habido el deseo de que las cosas vayan mal y la democracia no se consolide.

Pero todo ello no ha sido demasiado grave, y hay indicios de mayor res­ponsabilidad por parte de la mayoría de los empresarios y los sindicatos más importantes; unos y otros se han dado cuenta de que la situación económica no es cuestión de opiniones arbitrarias, sino que tiene condiciones objetivas de las cuales depende su funcionamiento. Como en todos los países de Occi­dente, empieza a dibujarse una cooperación, condición de la prosperidad. No

se puede «jugar a la ruina» como arma política, y los que se obstinen en Jhacerlo verán cómo la opinión les vuelve la espalda.

En España existe, definida constitucionalmente, una economía de mercado. Durante el régimen anterior así se consideraba, pero era un mercado pertur­bado por interferencias estatales de signo opuesto. Empresarios y trabajadores estaban excesivamente «protegidos», a cambio de notorias servidumbres. Aho­ra unos y otros piden libertad, pero no están acostumbrados a ella, no saben vivir a la intemperie. Es de esperar que unos y otros hagan el aprendizaje «de la libertad y la cooperación, que mantengan una pugna civilizada e inteli­gente, con la conciencia de que sus intereses respectivos tienen un supuesto común: la prosperidad económica de España.

En cuanto a la acción económica del Gobierno, creo que lo más impor­tante de ella ha sido la reforma fiscal. Era tan necesaria y justificada, que ha sido aceptada —ahora sí— por un verdadero consenso, a pesar de ser dolo-rosa, muy onerosa para muchos. De su contenido habría mucho que decir, pero como no soy ni experto en economía y hacienda ni hombre-masa, no seré yo quien lo diga. Dos observaciones no profesionales me voy a permitir tan sólo. La primera, que se ha seguido el camino más fácil: aumentar la pre­sión, recaudar más; no estoy seguro de que no se haya ido demasiado lejos; ,si mi memoria no falla, es lo que hizo Alemania inmediatamente después de la guerra, hasta que se dio cuenta de que la presión era excesiva; la rebajó, y entonces empezó la asombrosa prosperidad, el «milagro alemán». La segunda observación se refiere a la demagógica decisión de publicar —parcial y arbi­trariamente, se entiende— las listas de contribuyentes, con indicación de sus patrimonios, ingresos y tributación; creo que sólo un par de países escandi­navos lo hacen así; y aparte de que esto viola el derecho a lo privado —la Hacienda tendrá derecho a saberlo, pero nadie más—, se presta a innumera­bles consecuencias enojosas. (Añádase que los periódicos que han publicado listas, por lo general no han tenido la elemental delicadeza de empezar por ellos mismos: directores, consejeros, principales accionistas.)

Teniendo en cuenta las circunstancias, la situación económica de España no provoca el desaliento —a menos que se participe de ese desaliento general, a mi juicio inaceptable, de los que creen que la prosperidad europea «es cosa del pasado»—. El nivel de vida de los españoles sigue siendo alto —tal vez más de lo posible, como ocurría ya antes—; no parece imposible que se siga manteniendo a un nivel decoroso, en espera de que el horizonte general vuel­va a estar despejado.

La buena suerte

Dije que la República, al llegar en 1931, tuvo simplemente mala suerte, y que la Monarquía la ha tenido mala —acabamos de verlo— y buena. ¿En qué ha consistido esta bienandanza? En 1931 se inició, según mi cuenta, un periodo generacional que se extendió hasta 1946; se caracterizó por la politización extremada, en toda Europa, que hizo poner en primer plano lo po­lítico; a consecuencia de ello, fue una época de violencia, con atroz pérdida de respeto a la vida humana. En la primera sección de mi Introducción a la Filosofía, al trazar un «esquema de nuestra situación», hablé, parodiando el título de Savigny, de «la vocación de nuestro tiempo para la pena de muerte y el asesinato». La generación siguiente (1946-61) fue muy superior, y en ella se labró la fabulosa prosperidad de Occidente, de la cual seguimos viviendo. El periodo 1961-76 ha recaído en diversas formas de politización, ha tenido demasiadas facilidades, ha vuelto a ver reverdecer el «señoritismo» y ha sido un tiempo de máxima manipulación de los jóvenes por los que no lo son.

La democracia española ha nacido con un periodo generacional nuevo, cuyo comienzo anuncié en varias ocasiones, dos años antes. Su fisonomía es más alegre, más generosa, menos torva; espero que más inteligente. En otro clima, ¿hubiera sido posible el pacífico, gozoso proceso de transición, de transformación profunda de España que estoy examinando? Es cierto que desde los medios de comunicación se riega todos los días con vinagre la su­perficie de la piel de toro; es cierto que se habla todos los días del «desen­canto» de la democracia, implicando o que no existe o que es desastrosa. Pero a los tres meses de la muerte del anterior jefe del Estado, cuando la democracia ni siquiera había empezado, escribí un artículo titulado «El desen­canto como trampa», con el cual se inicia La devolución de España; y en la primavera de 1977, antes de las primeras elecciones, escribí sobre «La perse­cución del entusiasmo»; y volví sobre el tema en diciembre de 1977: «Desde dentro y desde fuera» (ambos en España en nuestras manos). Es decir, que lo del desencanto es una técnica muy vieja, cuidadosamente usada desde el primer día por los que no quieren que se consolide la Monarquía democrática.

En el último párrafo de las Meditaciones sobre la sociedad española enu­meré en 1965 (cuando faltaban todavía diez años para que terminase el régi­men dominante, y por eso titulé ese capítulo «Pasado mañana») tres posibles empresas colectivas españolas. La primera, su elevación hasta sí misma, hasta su propio nivel, por debajo del cual llevaba tanto tiempo; y esto quería decir sobre todo elevación del nivel humano, que es la que hace posible la del nivel económico; no la hace posible —advertía—: la hace inevitable. La segunda empresa era la integración original de España en Europa y en Occidente, sin mimetismo ni beatería, sin pasividad. La tercera, la función inspiradora y coordinadora de ese complejo mundo que llamamos hispánico, cuya realidad parece cada vez más evidente y fuerte, cuyo porvenir depende de su coheren­cia, de su plena posesión por cada uno de sus miembros. «Cualquiera de las tres —concluía— podría encender en entusiasmo a un pueblo. Las tres juntas y articuladas podrían dar a España una nueva grandeza: la que es posible y digna en el siglo xx, y que no consiste en dilatarse a expensas de los demás, sino con ellos y para ellos.»

En esas Meditaciones señalaba, sin embargo, una condición de la que dependía todo, la única que haría posibles esas empresas y todas las demás que pudieran imaginarse: la vida como libertad. De esto se trata. Lo que los

españoles hemos reconquistado desde 1976 es la libertad. Partiendo de la per­sonal y social, que nunca se había perdido enteramente, con ayuda de esta buena suerte histórica y de muchos esfuerzos de la mayoría del país, con el talento de unas cuantas personas por las que es justo sentir gratitud, España ha vuelto a ser un país libre, uno de los pocos que verdaderamente lo son hoy.

Y esto nos prohibe el «desencanto», hace que sea inmoral, indecente. Por­que si algo va mal, depende de nosotros; si se cometen errores, es porque los proponemos o aceptamos; si no se inician empresas atractivas, es porque no las imaginamos y las ponemos en marcha. En tiempos de opresión, es lícito el desaliento —siempre que se intente una vez y otra levantar la opresión, hacer y decir lo que se quiere— cuando todos los esfuerzos son vencidos y anulados. En sazón de libertad, cuando se puede proyectar, proponer, intentar, criticar, persuadir, el único desencanto justificable es el que cada uno sienta de sí mismo. Y la responsabilidad mayor es la de procurar o tolerar que se pierda esa vida como libertad.

Demasiados españoles están encerrados en su propio país, en las menudas cuestiones provincianas de que por lo general hablan los periódicos, temas minúsculos que a nadie importan al mes siguiente, a lo sumo un año más tarde. Sería esencial que pudieran percibir el interés, la esperanza que España empieza otra vez a suscitar; que vieran cómo los cientos de millones que hablan español aguzan el oído esperando oír una palabra inteligente y alen­tada, ver unos gestos sobrios y veraces que, al ser plenamente inteligibles, sean para todos. Si España no defrauda esa expectativa, si estimula, desde su situación favorable, el despertar enérgico y concorde de esa comunidad hu­mana, probablemente la más coherente y variada, la más interesante del mun­do actual, podrá alcanzar en su integridad esa vida como libertad que los españoles poseemos en esta fecha en que escribo.

J. M.*

1914. Escritor y catedrático de Filosofía. Miembro de la Real Academia Española.

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