domingo, 28 de marzo de 2021

Filosofía y cristianismo

 Con este título, Julián Marías escribió el artículo que encabeza el número cuatro de la revista Cuenta y Razón, hoy casi desaparecida de internet sin explicación ninguna. Para paliar este despropósito estoy poniendo en este sitio la mayor parte del contenido propio de Julián Marías en la revista citada.

En el siguiente enlace se puede acceder al índice de la revista Cuenta y Razón, número cuatro:

Índice de la revista Cuenta y Razón nº 4

En este otro enlace se pueden ver los diversos artículos de Julián Marías en la citada revista, que intentaré poner en este sitio:  

Artículos de Julián Marías en la Revista Cuenta y Razón


Julián Marías

Filosofía y cristianismo

¿Cómo afecta a la filosofía la irrupción del cristianismo en el mundo anti­guo? Hay una tentación tan explicable como peligrosa: la de pensar en una «filosofía cristiana». Pero, aparte de que esa expresión es muy problemática y requiere aclaraciones importantes —luego intentaré recordar el único sen­tido en que me parece aceptable y con una significación clara y responsable—, es muy dudoso que en el mundo antiguo haya nada que pueda llamarse «filo­sofía cristiana». Y, por otra parte, en la época en que el cristianismo aparece, ese mundo es dual, griego y romano, con una delicada articulación de ambos elementos, que ni se pueden identificar ni se pueden separar.

El pensamiento de la época romana depende esencialmente del griego; pero no se lo puede reducir simplemente a él; por otra parte, la filosofía griega como tal, en su lengua y sobre sus supuestos propios, no se ha in­terrumpido; pero todo ello, en griego o en latín, se realiza dentro del área del Imperio romano, en un mundo que dista mucho del de las ciudades en que se engendró siglos antes la filosofía griega. Si se toma una perspectiva filosó­fica, si se considera la duración entera del Imperio romano, incluyendo su lóbulo helénico, el cristianismo tiene muy poco que hacer. Dicho con otras palabras: es muy reducido y secundario el puesto del cristianismo dentro de la filosofía de Grecia y aun de Roma en toda su historia. Se trata más bien de otra cosa, que se suele pasar por alto; pero que es inesperadamente inte­resante.

Prefilosofía

La filosofía no parte de cero; nunca, ni siquiera en sus comienzos preso-cráticos. Por el contrario, la filosofía parte de saberes —a veces de innume­rables saberes—, de supuestos previos en los cuales se está, y justamente sobre ellos surge y se plantea el problema de la filosofía, y se construye una filosofía —o varias— en una situación determinada.

Esto parece contradecir la idea, tan arraigada, de que la filosofía es una

Cuenta y Razón, n.° 4 Otoño 1981

ciencia que no tiene supuestos, lo que solía expresarse en alemán con una palabra kilométrica: Voraussetzungslosigkeit o ausencia de supuestos. Sí y no, habría que decir: no hay nunca una filosofía inicial que parta de cero; la filo­sofía parte de un repertorio de creencias, de ideas, de saberes; pero es cierto que la filosofía no tiene supuestos en el sentido de que esos supuestos de que parte no son filosóficamente válidos. Es decir, la filosofía parte en cada caso de creencias, ideas, vigencias sociales, de todo un repertorio de realidades previas a cada filosofía (o en el caso original, en Grecia, previas a la filosofía sin más), pero todo eso no es parte del contenido de la filosofía, y esta, por consiguiente, tiene que buscar su evidencia y su justificación por sí misma. En este sentido, por tanto, esos supuestos —que una tradición intelectual reciente trataba de eliminar, y que no son eliminables— no actúan como parte integrante de la filosofía, sino que la filosofía tiene que reobrar sobre ellos, justificarlos y convertirlos en filosofía; entonces, y solo entonces, podrán ser parte de ella.

Como se ve, las dos posiciones habituales son erróneas: o se cree que se puede partir de cero o que los supuestos son parte integrante de la filosofía. Ambas actitudes tienen, en cambio, razón si se entienden rectamente: nunca se parte de cero, hay lo que podríamos llamar un subsuelo de creencias e ideas previas a la filosofía; pero no funcionan como filosofía —ni, en rigor, pe­netran en ella— hasta que la filosofía da razón de ellas y las incorpora.

En este sentido se puede hablar de una prefilosofía, sin la cual la filoso­fía es ininteligible, pero que todavía no es filosofía. Normalmente se la ha dejado a la espalda, fuera de la filosofía. Creo que el primero que se enfrentó en serio con este problema y lo puso en su lugar justo fue Ortega en un escrito de 1941, aparecido por primera vez en el número 1 de la revista Logos, de la Universidad de Buenos Aires, y que comenté largamente en Or­tega y la idea de la razón vital (1948). Este escrito orteguiano, Apuntes sobre el pensamiento: su teurgia y su demiurgia, es uno de los textos más impor­tantes de su filosofía; quiero recordar algunos párrafos esenciales:

«Toda filosofía deliberada y expresa se mueve en el ámbito de una pre­filosofía o convicción que queda muda de puro ser para el individuo la 'reali­dad misma'. Sólo después de elucidar esa 'prefilosofía', es decir, esa creencia radical e irrazonada, resultan claras las limitaciones de las filosofías formula­das.» «Entiendo por filosofía ingenua o injustificada —añade Ortega— toda aquella que se deja fuera de su cuerpo doctrinal los motivos que llevan a ella, es decir, que no considera como porción constitutiva de la filosofía misma todo lo que ha inducido al hombre a esa creación filosófica. Vamos a ver, en este estudio, cómo la filosofía ha solido comenzar de un modo abrupto, siendo una serie de tesis sobre la realidad o sobre los principios de la verdad, sin que se sepa filosóficamente por qué, en absoluto, hay que enunciar tesis sobre la realidad o sobre la verdad.» Un paso más: «Cuando la ocupación, como en el caso de la filosofía, pretende ocuparse del universo y no dejar fuera nada esencial, la justificación no tiene otro espacio donde orgánicamente alojarse que en el cuerpo mismo de la doctrina filosófica, como uno de sus miembros

constituyentes. La justificación que yo reclamo sólo existirá cuando de ella se deriven, como de un principio, las ideas que constituyen el sistema filosófico mismo. O, dicho a su vez en tesis: 'La justificación de la filosofía es su primer principio. Todo lo que induce al hombre a filosofar forma parte doctrinal-mente de la teoría filosófica misma'.»

En suma: la prefilosofía condiciona la filosofía; pero no es filosofía hasta que esta reobra sobre ella, la transforma, la eleva al nivel filosófico, da razón de ella. A la inversa: ninguna filosofía que deje fuera su «prefilosofía» tiene radicalidad, y, por tanto, no es filosofía en el sentido pleno de la palabra.

La creación: judaismo y cristianismo

Creo que esta es la perspectiva adecuada para plantearse el problema del cristianismo dentro de la filosofía antigua. Lo primero que hay que tener pre­sente es que el cristianismo no es una filosofía, ni siquiera una ideología: es una religión; pero una religión que, sin embargo, lleva consigo una visión de la realidad, una interpretación de la realidad, una manera de entenderla y, todavía más, de sentirse en ella. Podemos decir, por consiguiente, que el cris­tianismo forma parte de la situación del cristiano, desde la cual puede filo­sofar, si es que filosofa. No es, por tanto, que haya una filosofía que sea cristiana, o que dimane o proceda del cristianismo; no se puede derivar una filosofía del cristianismo, en modo alguno. Lo que pasa es que el cristiano, a diferencia del que no lo es, se encuentra en una situación determinada, dife­rente de otras; y esta situación personal —individual o histórica y social— está condicionada por esa dimensión que es el cristianismo. Si ese cristiano hace filosofía, por supuesto la hace condicionado por esa situación. Por eso hace muchos años dije que la única significación aceptable de la tan usada expresión «filosofía cristiana» es esta: la filosofía de los cristianos en cuan­to tales.

Es decir, cuando alguien que es cristiano filosofa en cuanto tal, poniendo en juego su realidad personal íntegra, está condicionado por el hecho de ser cristiano (como en otra dimensión está condicionado por ser un hombre del siglo iv o del xui o del xx). Y entonces el cristiano ve ciertas cosas que no ve otro; le interesan algunos temas que para otros no son relevantes; se le ocurre mirar en ciertas direcciones hacia las que no miran los que no son cristianos; y todo ello condiciona su perspectiva, la constituye junto con otros ingredientes de distinto origen. Pero esa filosofía que el cristiano hace ha de ser una filosofía no sostenida por el cristianismo, condicionada por él solo como principio heurístico que lleva a mirar en cierta dirección, a descubrir temas o escorzos de la realidad que únicamente aparecen en esa perspectiva; no en su contenido o justificación intelectual. En este sentido sí se puede pre­guntar qué significa la aparición del cristianismo dentro del mundo antiguo, griego y romano, y cómo afecta al pensamiento filosófico.

Hay un punto capital que conviene tener en cuenta para no confundir las

cosas, y es que el cristianismo, sobre todo en la medida en que es un condi­cionamiento de la situación general y significa una forma de visión de la reali­dad, no se puede aislar del judaismo. El cristianismo, desde su punto de vista intrínseco, significa el cumplimiento, la plena realización del judaismo; Cristo representa el pléroma, la plenitud de los tiempos, el cumplimiento de las pro­fecías. El cristianismo tiene su libro religioso propio, el Nuevo Testamento, pero por supuesto parte del Antiguo, cuenta con él, nunca ha renunciado a él; el hecho de que en la práctica de la vida religiosa e incluso en gran parte de la teología se haya preterido y aun olvidado el Antiguo Testamento no quiere decir que esto sea aceptable ni pueda hacerse. Hace ya tiempo que el cristia­nismo está rectificando esa omisión, el dejar en sombra los antecedentes vete-rotestamentarios; y, por supuesto, en el judaismo se encuentran ya elementos que condicionan la visión de la realidad y han sido un factor de transforma­ción de la filosofía.

Después de tener esto presente, llegará el momento de preguntarse qué es lo que significa de propio, de exclusivo, de diferencial el cristianismo dentro de la tradición judaica, cuál es la razón de que la aparición del cristianismo represente otra forma de innovación.

Hay una figura filosófica realmente muy importante, más de lo que suele creerse: Filón de Alejandría. En el pensamiento griego hay dos figuras par­ticularmente interesantes desde este punto de vista: una es Filón; la otra, Plotino. Filón en el siglo i, Plotino en el ni, tienen una conexión evidente con el mundo del judaismo y del cristianismo. Filón era judío; Plotino no, sino griego; pero su maestro Amonio Sacas era cristiano, y seguramente por esa vía hay elementos cristianos en el neoplatonismo, que tanto había de influir en el pensamiento cristiano a lo largo de la Edad Media.

El punto radical en que el pensamiento filosófico condicionado por el cristianismo difiere del helénico es sin duda la noción de creación. Es entera­mente ajena al pensamiento griego; para el hombre helénico, la realidad está ahí; los dioses tal vez han hecho el mundo; pero simplemente lo han «hecho»: ordenado, elaborado, dirigido, movido, como hace el inmóvil Dios aristotélico. La idea de creación, cuando se formula conceptualmente, significará la crea­ción de la nada (creatio ex nihilo). Lo interesante, sin embargo, es que esa expresión, como ya recordé en la Antropología metafísica, no aparece por pri­mera vez en un texto filosófico, ni tampoco teológico, ni siquiera mínima­mente teórico, sino en boca de la madre de los Macabeos, cuando sus hijos van a sufrir el suplicio (Macabeos II, 7, 28). Es decir, en un texto puramente religioso, que es el que corresponde primariamente a la idea de creación.

Creación de la nada, es decir, no de Dios mismo, ni de una materia prima preexistente, que sería elaborada por Dios: ex nihilo sui et subjecti, de la nada de sí mismo (Dios) y de un sujeto o sustrato. No es que Dios «fabri­que», como el operario que con madera hace una mesa; no es tampoco que la misma realidad de Dios sea la del mundo. Esta será precisamente la interpre­tación que dará Plotino, puesto —por influencia cristiana— en la situación de pensar un mundo «producido», para lo cual recurre al concepto de emana-

don: el mundo es una emanación de la realidad divina, la realidad del Uno se expande, en formas decrecientes, hasta el grado ínfimo que es la materia. Plotino se vale de diversas metáforas, una de ellas la de la luz que se va degradando y haciendo más tenue, desde el foco originario, en lucha con las tinieblas, hasta que se extingue. El concepto de emanación es un esfuerzo para pensar helénicamente algo tan contrario al pensamiento griego como la noción de creación.

Pero esta idea se encuentra, de manera mucho más directa y explícita, tomada de la Escritura, en Filón, el cual, sobre todo en su libro De Opificio munái, parte de la idea de creación recibida del Génesis y la introduce en el esquema del pensamiento helénico. La interpretación de la Escritura en manos de Filón suele ser alegórica, porque hace el intento de atenerse a un reper­torio de conceptos estrictamente helénicos y hacer una filosofía griega, intro­duciendo en ella los elementos de la revelación, que tiene en él mucha impor­tancia como fuente de saber que se articula con el pensamiento racional.

La importancia de Filón es mucho mayor de lo que normalmente se cree; no tanto quizá como piensan algunos estudiosos, por ejemplo, Harry Austryn Wolfson, autor de un espléndido Philo en dos volúmenes, admirable estudio de su pensamiento. Wolfson lleva las cosas al extremo de considerar a Filón como el arquetipo de lo que va a ser la filosofía medieval; hace en su libro un esquema de lo que llama un «filósofo sintético», que sería el que redujera la totalidad de los temas nuevos, de las innovaciones que representa la filo­sofía medieval sobre la griega, y hace una especie de «retrato-robot» que corresponde exactamente a la figura de Filón. Para Wolfson, Filón es el ini­ciador de esta novedad filosófica que se mantiene hasta el siglo xvn, y es para él precisamente Spinoza, otro judío, el que se enfrenta a fondo con esa con­cepción de Filón y cierra ese larguísimo periodo, desde el siglo i hasta el xvn. Creo que esto es una exageración que lleva demasiado lejos la afirmación de la novedad e influencia de Filón de Alejandría.

Porque a última hora, si se ve el tratamiento del tema de la creación en la obra de Filón, resulta que en el fondo está demasiado cerca de los modos de producción del mundo en el pensamiento griego. Podríamos decir que lo presenta de una manera técnica, como una de las modalidades de explicar la realidad del mundo: el mundo es un mundo producido o no, ordenado o mo­vido; es un mundo que existe desde siempre o no, que va a terminar o no; hay un juego de posiciones entre el platonismo, el aristotelismo, el estoicismo. Y como una posición más, que aprovecha el concepto de creación revelado en el Génesis, aparece el pensamiento de Filón; pero su situación no está total­mente condicionada por ello y la creación no tiene en él el relieve que pudo tener y que luego tuvo. Aparece como un procedimiento técnico de deriva­ción del mundo, nada más; probablemente —sería interesante perseguir esta pista con calma y un poco a fondo— porque no llega a pensar suficientemente la noción de la nada. Esto es lo que hará después el pensamiento cristiano posterior, pero en conexión con otras ideas que no aparecen tan pronto.

La realidad vista desde la nada

La cuestión es esta. El pensamiento griego se moviliza ante la caducidad de las cosas: este es un punto de partida y a la vez su motor. Las cosas nacen y perecen, llegan a ser y dejan de ser, pasan. Frente a esta caducidad de las cosas caben tres actitudes: una es la historia, que narra su aparición y des­aparición; otra, la poesía lírica, que considera la melancolía de las cosas que pasan y dejan de ser, y la tercera es precisamente la filosofía, que trata de entender esa génesis kai phthorá (generación y corrupción, como dice Aristó­teles), ese llegar a ser y dejar de ser, en definitiva lo que se llama en griego kínesis («movimiento» en un sentido mucho más amplio que el nuestro). Las cosas son primero una cosa y después otra; son pequeñas y crecen o men­guan; son blancas y se vuelven negras; son calientes y luego se enfrían; o, sim­plemente, pasan de estar aquí a estar allí, se mueven en sentido moderno; o, finalmente, son y un día dejan de ser; se engendran y después perecen: el movimiento sustancial, para Aristóteles el más importante de todos.

En definitiva, la realidad está amenazada por la variación, el cambio, mo­vimiento o kínesis. Y la filosofía se pregunta: ¿Qué son de verdad estas cosas que cambian, que no son lo mismo, que no son permanentemente? ¿Qué es lo que es siempre (tb ael ón) ? El pensamiento griego va a buscar el siempre, lo que es siempre y no por un rato o una temporada. El movimiento es lo que mina el ser, lo que hace que no sea un verdadero ser, que sería el ser per­manente.

Esto resulta particularmente claro dentro del pitagorismo cuando se des­cubre esa extraña realidad que son los objetos matemáticos. Un caballo, un árbol o una piedra nacen y perecen, no son duraderos; no digamos un hom­bre: las generaciones se suceden como las hojas de los árboles, dice Hornero. En cambio, el número 3, el triángulo o la esfera no son cosas, no son verda­deras cosas separadas (khoristá, dirá Aristóteles); pero en cambio son siem­pre; no se destruyen, no pasan; el tres es siempre el tres y el triángulo no deja de serlo, y el cono es siempre cono, y la pirámide no altera su ser. El tiempo no puede nada contra ellos. En ese sentido, tienen una forma superior de realidad; pero a última hora esa realidad imperecedera no acaba de ser ver­daderamente realidad. Si hubiese algo que fuera verdadera realidad separable, una cosa, y al mismo tiempo como el número, el triángulo, el poliedro, eso sí que merecería llamarse realidad. Es lo que busca Parménides, lo que va a llamar eón, ón. El ón de Parménides es una bola, y es siempre presente, tb ael ón, lo que es siempre. Todo el pensamiento griego va a buscar la realidad que es siempre: elementos, ideas platónicas, esencia aristotélica.

La filosofía griega no se entiende más que desde la amenaza del movi­miento, del cambio que afecta a la realidad de las cosas que son. De esa situa­ción prefilosófica, de esa impresión de la caducidad, nace el pensamiento griego, que es una búsqueda de lo que es permanente, de lo que verdadera­mente es (tb óntos ón, en frase platónica).

Ahora bien, dentro del cristianismo la cosa cambia. El concepto de crea-

ción, si lo entendemos en rigor, no es una manera de producción del mundo. Si leemos el comienzo del Génesis: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra», esto parece a primera vista una teogonia o, mejor, una cosmogonía más: cómo se hace el mundo, se ordena y aparece. Lo que pasa es que en el cristianismo hay algo más: se desliza esa extraña idea de la nada. No hay pala­bra griega para decir "nada': se dice 'no ser' (en forma más débil, me ón; en forma más fuerte, ouk ón); pero en definitiva se trata de no ser esto o no ser aquello. La nada es algo más grave: la negación de toda realidad, una idea que produce una especie de vértigo al griego. ¿Qué es eso de que no haya nada? La pregunta radical para el cristiano sería ¿por qué hay algo y no más bien nada? Las cosas están amenazadas no por el *no ser' (no ser esto o aque­llo), sino por la nada: podría no haber nada. Las cosas parecen sostenidas sobre la nada, sobre ese extraño mar de la nada.

¿De dónde viene esto? No de la filosofía. Es un concepto originariamente religioso. La realidad está amenazada por la nihilidad, no por la variación. Pero esto quiere decir que está sostenida por Dios. La radicalidad de la situa­ción prefilosófica es incomparablemente mayor.

¿Se encuentra esto en Filón? Es más que dudoso. Utiliza el concepto de creación, que recibe de la Escritura, del Antiguo Testamento; pero ¿basta con eso? ¿No harían falta otros conceptos complementarios para poder pensar en serio la idea de creación? Quiero decir para pensarla filosóficamente; una cosa es sentir la nihilidad de lo real, otra pensarla desde supuestos filosóficos. Compárese la situación del que piensa que los dioses pueden manejar a los hombres, aunque se trate de un Dios «primer motor inmóvil», como el de Aristóteles, con aquella otra situación del que se siente literalmente en las manos de Dios, en el sentido de que mi realidad —y toda realidad— dependa de él, y al mismo tiempo no sea emanación suya, no se trata de su realidad. Es una realidad distinta de la de Dios, pero puesta por él en la existencia. Esta es la idea radical de creación, que tiene un largo camino hasta llegar a formularse y poder convertirse en filosofía.

Yo creo que el cristiano, desde el principio, vive esta idea de creación; que la traduzca en conceptos filosóficos, es otra historia. Hará falta pasar por multitud de experiencias y sobre todo una superación de los conceptos de que se sirven los cristianos durante mucho tiempo. Es un hecho decisivo que las comunidades judías usan ya el griego en proporción muy alta. Por ejemplo, la versión griega de los Setenta, en que leen la Biblia; es la que utiliza Filón, escritor griego, cuya obra está redactada en esta lengua. Y, sobre todo, los textos cristianos originarios, el Nuevo Testamento en su integridad, son grie­gos. Aunque algunos de sus escritos se compusieran inicialmente en arameo, no existe ningún texto neotestamentario que no sea griego. Por consiguiente, para un contenido religioso ajeno a la filosofía, se usan conceptos griegos, muchos de los cuales tienen una significación (o varias) dentro de la filosofía helénica.

Es decir, el cristianismo ha sido pensado por primera vez con conceptos griegos. Y no digamos la primera teología propiamente dicha, que es la de

San Pablo, judío helenizado que utiliza conceptos griegos para pensar ciertas vivencias religiosas, una manera de sentirse en la realidad, respecto del mun­do, de Dios y de sí mismo, la cual es judía originariamente, cristiana desde su conversión.

Esto es lo que puede llamarse «prefilosofía», que tendrá que recorrer un largo camino hasta llegar a ser filosofía. Y esto es lo que creo que todavía no se encuentra en Filón. En él funciona la idea de creación, por supuesto, pero más bien como una especie de préstamo de un concepto procedente de la reve­lación, y que a última hora será conciliable con la razón, con el pensamiento racional, puesto que ambas, revelación y razón, son de origen divino, y por tanto se supone que no habrá conflicto, a menos que haya errores. Pero en definitiva es un préstamo que el Antiguo Testamento hace a la filosofía para elaborar un esquema conceptual de producción del mundo; eso es la creación, la «kosmopoiía», el opificium mundi, según la traducción latina del título del libro de Filón.

Y en Plotino, por su parte, no hay creación, sino una especie de compro­miso entre el pensamiento helénico y la revelación cristiana para pensar la producción del mundo por Dios sin creación, justamente eliminando la crea­ción y la nada mediante la idea de emanación. Importa ver esto claramente si se quiere ver qué función desempeña el cristianismo dentro del pensamiento antiguo.

La innovación cristiana

Hasta aquí no hay nada que sea propiamente filosofía dentro del cristia­nismo. Se van a buscar de manera bastante trabajosa y penosa conceptos ade­cuados, porque los griegos no se prestan a expresar la manera de ver la realidad y sentirse en ella que trae el cristianismo. En los Hechos de los Após­toles se cuenta la actitud de incredulidad y malestar que produce la predica­ción de San Pablo a griegos y romanos cuando llega a los puntos específica­mente cristianos. Hay una curiosa resistencia, porque se trata no de conocer una nueva doctrina —de eso estaban siempre curiosos los griegos, sobre todo los atenienses—, sino de cambiar de supuesto. Desde los supuestos helénicos, el cristianismo es una locura, un absurdo, no tiene sentido. En Atenas, «cuan­do oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se echaron a reír, otros dijeron: Te oiremos sobre esto otra vez» (Hechos, 17,32). Y cuando San Pa­blo explica al rey Agripa y a Festo «que el Mesías había de padecer, y siendo el primero en la resurrección de los muertos, había de anunciar la luz al pue­blo y a los gentiles, defendiéndose él de este modo, dijo Festo en alta voz: ¡Tú estás loco, Pablo! Las muchas letras te han sorbido el juicio» (Hechos, 26,23-24). «Defendiéndose de él» —dice el texto—; se refleja en esa expre­sión el enorme esfuerzo necesario para trasladarse a la nueva actitud, para participar de esos supuestos que llamamos una «prefilosofía».

El cristianismo necesita propagarse, y la predicación se dirige en gran

parte a personas de lengua griega y formación helénica; para llegar a ellas, para hacer el cristianismo inteligible, no hay más remedio que formular el con­tenido de la revelación cristiana en términos helénicos, que vienen cargados de una tradición filosófica ajena. Pero además hay una segunda parte: los ataques intelectuales al cristianismo. Los paganos toman posiciones muy varias frente al cristianismo. La primera es no hacerle caso: es una religión de gente barriobajera, sin importancia alguna; una religión de judíos más o menos helenizaclos pero bastante despreciados, de pobres, de esclavos, nada elegante. Hay un momento capital, que me conmueve profundamente: aquel en que San Pablo, a quien van a azotar, invoca su condición de ciudadano romano; le podrán cortar la cabeza —que es lo que hicieron después—•, pero no azotarlo. Y hay un momento de alarma del tribuno, cuando el centurión le dice que Pablo es ciudadano romano: «¿Eres tú romano? Y él contestó: Sí. Añadió el tribuno: Yo adquirí esta ciudadanía por una gran suma. Pablo replicó: Pues yo la tengo por nacimiento» (Hechos, 22,27-28). En este momento San Pa­blo está fundando Occidente. Este judío fariseo, helenizado, que habla y escri­be griego, que utiliza los conceptos del pensamiento helénico para expresar la nueva fe cristiana, que es ciudadano romano e invoca el derecho romano, está juntando, por primera vez en la historia, las tres cosas: la religión judeo-cristiana, el pensamiento filosófico griego y el derecho romano, la idea del mando según derecho, el Imperio, ya que reclama ser llevado ante el César. En este momento aparece en el mundo la convergencia de esos tres ingre­dientes del mundo en que todavía vivimos; este breve texto del Nuevo Testa­mento es la partida de nacimiento de esa realidad histórica que conocemos con el nombre de Occidente, y San Pablo es su fundador.

Pero después de no hacer caso a los cristianos, de despreciarlos, se em­pieza a temerlos y a odiarlos, a decapitarlos o crucificarlos o echarlos a las fieras. Y llega un momento en que los paganos empiezan a ocuparse con ma­yor atención de ellos, a considerarlos intelectualmente. Por lo pronto, a escan­dalizarse —¿Qué disparates dicen esos locos? Todo eso es falso—, lo cual es un comienzo de tomarlos en serio. Hay toda una serie de ataques intelectuales contra el cristianismo; algunos puramente difamatorios, calumniosos, bufones­cos; otros más meditados y serios; y en ellos se moviliza el pensamiento grie­go, con los supuestos y los recursos dialécticos de la cultura griega y romana, contra esa nueva religión sin prestigio que es el cristianismo.

Y entonces hay que contestar; y hay que contestar en la misma lengua, con los mismos conceptos; empieza justamente entonces la elaboración inte­lectual del cristianismo, poniéndose en el terreno del otro, del griego o del romano, para contestar en su lengua y con sus conceptos a sus ataques inte­lectuales. Hay un libro excelente que leí hace cerca de medio siglo —no sé si se ha superado—: La réaction páienne, de Pierre de Labriolle, libro esplén­dido de claridad y precisión. Allí se ve muy bien cómo el cristianismo experi­menta una honda transformación para responder a la reacción pagana; las con­secuencias han sido decisivas.

Añádase todavía —un poco más tarde pero desde muy pronto— el pro-

blema de las herejías. El cristianismo no es una ideología, es una fe, una pístis, no una formulación dogmática. Pero las interpretaciones del contenido de la revelación son múltiples, y las hay equivocadas o por lo menos discuti­bles, que hay que discutir, y es menester formularlas y precisarlas. La lucha contra las heterodoxias (la hetera dóxa, la «opinión otra», otra que la opinión recta, que la ortodoxia, orthé dóxa) obliga igualmente a una elaboración inte­lectual de la revelación y conduce a algo originariamente ajeno al cristianismo, las definiciones, que en su día se llamarán definiciones dogmáticas, dogmas.

De este complejo de cuestiones nace la teología cristiana, nutrida de con­ceptos griegos, secundariamente romanos. Y aquí es donde aparece, por pri­mera ve2, el elemento romano o latino, que va a ser decisivo desde entonces. La Iglesia va a estar no dividida, pero sí distinguida en dos porciones y tendencias: la Iglesia griega y la latina; cada una de ellas sigue su camino, y pronto hay dos formas de teología, que son igualmente teología cristiana, pero con dos repertorios de conceptos, dos orientaciones diferentes, dos estilos de interpretación: la teología de los Padres griegos y la de los Padres latinos, los de la Iglesia occidental. Y van a usar dos lenguas, el griego y el latín, lo cual las condiciona considerablemente en sus formulaciones.

Históricamente ha tenido mucha más importancia la teología latina, y si se toma en bloque lo que llamamos «pensamiento cristiano» (sobre todo el teológico), el latino es mucho más copioso que el griego. Pero la diferencia no es tanta como su apariencia, y la razón de ello es el general desconocimien­to de la teología griega, cuyas resonancias han sido incomparablemente meno­res. Ha habido muy pocos teólogos en Occidente que hayan conocido a fondo y de verdad el pensamiento teológico de los Padres griegos, y este ha quedado como algo relativamente marginal, incluso por razones muy elementales pero decisivas, como la ausencia de los textos o el desconocimiento de la lengua.

Un caso extraordinario fue un autor muy poco leído en nuestra época, porque ni siquiera es fácil tener sus obras. Yo tuve hace pocos afíos la fortuna de conseguir un ejemplar de los Dogmas teológicos de Petavio (Denis Pétau), jesuita francés del siglo xvii, que se paseaba por la teología griega como por su casa, con un conocimiento asombroso; en su obra, la teología de los Padres griegos tiene un relieve y una importancia que se encuentran en rarísimos autores. Es una excepción con muy escasas consecuencias, ni siquiera dentro de la tradición francesa. Y esto hace que tengamos una visión deformada, muy parcial a favor de la teología latina, mientras que la griega queda en una peri­feria prácticamente desconocida.

Añádase a esto la aparición, mucho más tardía, dentro de la Edad Media, de dos amplias elaboraciones del pensamiento filosófico con raíz religiosa: la Escolástica judía y la musulmana, al lado de la Escolástica cristiana, desarrollo directo del pensamiento patrístico. La judía parte exclusivamente del Antiguo Testamento; la musulmana, sólo del Corán; la cristiana, del Antiguo y del Nuevo Testamento. Todas ellas significan una elaboración intelectual de la religión, pero con una esencial ambigüedad: «escolástica» es un adjetivo; ¿cuál es el sustantivo implícito? ¿Filosofía, teología? En rigor, ninguna de las

dos cosas, o las dos, si se prefiere, en una relación muy peculiar, que es el primer problema de la Escolástica. Y todavía habría que hacerse otra pre­gunta: esa relación entre teología y filosofía, ¿es la misma en las tres Escolás­ticas? Lo cual equivale a preguntar si las tres lo son en el mismo sentido y, por tanto, equiparables. Es más que dudoso.

Lo interesante, lo que me parece capital, aquello adonde quería llegar, es cuánto tiempo tarda en aparecer dentro de la filosofía la interpretación cristiana de la realidad. La elaboración de los dogmas, su formulación, la refu­tación de los ataques paganos, o simplemente la precisión del contenido de la revelación mediante conceptos helénicos, no es todavía filosofía, y conviene tenerlo presente. No es filosofía: no tiene carácter estrictamente racional, no tiene una función de justificación racional de la realidad, no trata de com­prenderla en una perspectiva filosófica. Se trata de una revelación, que hay que comprender, y por tanto requiere una elaboración intelectual; se trata de lo que se cree, y se pretende entender eso que se cree. Esta explicitación intelectual de la creencia no es filosofía.

El momento en que va a aparecer propiamente la filosofía como tal, den­tro del cristianismo, o en que el cristianismo va a irrumpir como tal en la filosofía, es el que expresa la fórmula agustiniana que empleará luego, con mayor plenitud y más a fondo, San Anselmo: Pides quaerens intellectum, la fe que busca la inteligencia. Y, en íntima conexión con ella, la otra fórmula: Credo ut intelligam, creo para entender. Ahí aparece ya la necesidad estricta de entender, y se busca un conocimiento teológico o filosófico que parte de la fe. Lo que se busca es la inteligencia, la intelección; pero la fe aparece como motor.

Si nos colocamos ahora en una perspectiva filosófica, el contenido de la fe, es decir, la situación del cristiano, se presenta como una prefilosofía. El planteamiento habitual de la cuestión consiste en examinar los caracteres de esa filosofía «cristiana» como tal filosofía; es decir, buscar la peculiaridad de ella como forma particular de doctrina filosófica entre otras. Pero creo que hay una cuestión más honda e interesante: cuál es el verdadero contenido de esa situación; en otros términos, en qué consiste -propiamente la innovación cristiana.

Un germen escondido

Originariamente se trata de que el cristiano está en una situación extraña, distinta de todas las demás, y sea cualquiera la situación histórico-social en que se encuentre. Esa situación —con mayor rigor, condición— consiste sim­plemente en ser cristiano. Si se miran las cosas de cerca, se ve que esto es algo que enloquece al hombre griego o romano, cuando se da cuenta o por lo menos vislumbra en qué consiste. El hombre antiguo no acaba de compren­der cómo se puede ser cristiano; conviene no saltarse la impresión de absurdo que el cristianismo produce durante mucho tiempo. ¿Y después? Creo que

tampoco lo entienden demasiado: lo que pasa es que se van acostumbrando.

Esta actitud es en cierto modo compartida, desde el otro punto de vista, por los cristianos, que tienen una actitud de repulsa del mundo antiguo, inclu­so de rechazo a fondo. Pero, claro, al mismo tiempo ven la cultura clásica como algo admirable, valioso, maravilloso, y en cierto sentido verdadero. Están divididos. Lo que pasa es que la verdad o las verdades del mundo pa­gano no cuentan, no son la verdad que importa.

Prescindamos del punto de vista cristiano, y aun del punto de vista mera­mente «humano» •—si lo hay—, y tratemos de considerar desde el punto de vista intelectual grecorromano la actitud de Pilato. Cuando Jesús dice: «Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad», Pilato con­testa escépticamente: «¿Y qué es la verdad?», y se sale sin aguardar respuesta (Juan, 18,37-38). Porque Cristo ha dicho: «Yo soy el camino, la verdad y la vida.» ¿Qué sentido tiene para un hombre de Grecia o de Roma que un hombre pueda decir «Yo soy la verdad»? ¿Cómo puede pensarse que la res­puesta a la pregunta ¿Qué es la verdad? pueda ser: Yo. ¿Qué tiene esto que ver con la alétheia o patencia, manifestación, descubrimiento, ni con la adae-quatio intellectus et reí de que hablaría después un escolástico? Se comprende bien la perplejidad que penetra toda la actitud de Pilato, tal como la refieren los evangelios: tropieza con otro mundo.

Y tampoco los judíos lo entienden demasiado bien. La perplejidad cruza los cuatro relatos evangélicos. Hay que recordar la reacción de los más próxi­mos a Jesús, incluso sus discípulos. Por ejemplo, el extraordinario pasaje en que, inmediatamente después de haber dicho Cristo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida», «Felipe le dijo: Señor, muéstranos al Padre, y nos basta. Jesús le dijo: Felipe, ¿tanto tiempo ha que estoy con vosotros, y no me ha­béis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: Muéstranos al Padre?» (Juan, 14,6-9). Han estado comiendo y bebiendo y andando con él por los caminos de Judea durante años, y no lo han conocido. Hay un elemento de perplejidad de los discípulos, en los cuales germinará lentamente la gran novedad, la inmensa novedad que están viviendo.

Se produce poco a poco un cambio de instalación, lo que llegará a ser en cierto momento esa «prefilosofía» que dará origen a la llamada «filosofía cris­tiana». Pero hay que ver hasta qué punto lo que se ha llamado así, durante siglos, ha estado lastrado por una larga y compleja elaboración helénica y ro­mana, que no acaba de abrirse a lo que propiamente es la actitud cristiana. Suponiendo que se haya llegado a ello, lo que es mucho decir. ¿Es que se ha pensado filosóficamente el cristianismo?

No sé si está enteramente claro a dónde voy y dónde reside la verdadera dificultad. Estoy insistiendo largamente en este carácter nuevo de la prefilo­sofía que significa la condición cristiana. Es un cambio radical de instalación, una manera nueva de estar en la realidad, de sentirse en ella, de vivirla: la realidad del mundo, la propia, y por supuesto la de Dios. Entonces va a ir emergiendo una serie de conceptos nuevos, tan extraños, que el pensamiento helénico o el romano no saben bien qué hacer con ellos. Piénsese, por ejem-

pío, que se dice a Dios Abba, Padre. Ese concepto de Padre, esa filiación divina, es algo enteramente nuevo. No es que Dios sea «Padre de los hom­bres», de manera genérica y abstracta, es que se le puede decir «Padre nues­tro», se entiende, de cada uno de nosotros; hay un «yo», un «nosotros» y un «Tú» que es precisamente Dios. Es el otro lado de la idea cristiana de la creación: no basta con la nada, el reverso de ella es la paternidad divina, y por tanto la filiación.

¿Y qué ocurrirá cuando se introduzca en el pensamiento antiguo, no la idea de inmortalidad, sino la de resurrección? El concepto de inmortalidad es helénico. Hay realidades mortales y realidades inmortales. Los dioses son in­mortales y los hombres son mortales (brotoí). Tal vez algo del hombre sea inmortal, o tal vez algunos hombres, o todos los hombres puedan ser inmor­tales. Esto no le repugna al pensamiento griego, y en ocasiones lo desea y se atreve a imaginarlo como un «hermoso riesgo» (kalós gar ho kíndynos, dice Platón). Pero el cristianismo no habla de inmortalidad, sino de resurrección de los muertos. Esto es otra cosa. Cuando San Pablo les habla de ello a los atenienses, le responden cortésmente: «Te oiremos sobre esto otra vez.»

¿Qué es eso de resurrección de los muertos? Los cristianos adoran a un hombre muerto, ejecutado en una cruz, y dicen que está vivo. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué hacer con ello desde el repertorio, desde el arsenal de con­ceptos griegos o romanos? Respecto de Cristo, todavía la cosa podría tradu­cirse a términos helénicos: un griego pensaría que un dios ha tomado figura humana, y como a última hora es inmortal, reaparece vivo. Pero no se trata de eso: ni es que ha tomado figura, sino que se ha hecho hombre, carne, ni es tampoco que no ha muerto de verdad: es que ha resucitado.

Pero la cosa es más grave, porque San Pablo dice que los hombres van a resucitar. «Pues si de Cristo se predica que ha resucitado de los muertos, ¿cómo entre vosotros dicen algunos que no hay resurrección de los muertos? Si la resurrección de los muertos no se da, tampoco Cristo resucitó. Y si Cris­to no resucitó, vana es nuestra predicación, vana vuestra fe. Seremos falsos testigos de Dios, porque contra Dios testificamos que ha resucitado a Cristo, a quien no resucitó, puesto que los muertos no resucitan. Porque si los muer­tos no resucitan ni Cristo resucitó, vana es vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados. Y hasta los que murieron en Cristo perecieron. Si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres» (Corintios I, 15,1-13). ¿Les cabía esto en la cabeza a los griegos y romanos? ¿Y hasta qué punto a muchos judíos, por ejemplo a los saduceos? ¿Ya los cristianos de tantas épocas, por ejemplo la nuestra? ¿Qué resonancia viva despiertan estos textos en la mayoría de los que hoy se con­sideran cristianos, incluso entre los que enseñan, o deben enseñar, la sustancia del cristianismo?

Y la innovación cristiana resultará todavía más inaudita, y más incompren­sible, cuando se vuelvan los ojos a Dios. Cuando se pregunte qué es, no se va a contestar que el primer motor inmóvil, o cosa parecida, sino que se dirá que es amor. ¿Qué quiere decir esto? No es que el Amor sea un dios; esto le hu-

hiera parecido bien a un griego, y lo hubiera denominado con un nombre pro­pio: Eros. Platón diría que no es propiamente un dios, sino más bien un «intermedio» (metaxjt) entre el hombre y el dios, porque busca algo que le falta, concretamente la belleza; si fuese dios, la tendría, y no le faltaría; sí careciera totalmente de ella, ni siquiera la echaría de menos, no estaría privado de ella, no la buscaría tampoco.

El cristianismo no dice nada semejante. No es que haya un dios que es el Amor, es que Dios es amor, que la realidad de Dios consiste en amor. Ima­gínese el tremendo choque que esto significa para una mente antigua: ni si­quiera entiende de qué se trata.

Esta es la manera en que irrumpe el cristianismo en el pensamiento anti­guo. Pero esto hubiera significado una explosión, y no la hubo. Justamente este es el punto a que quería llegar. El cristianismo no provoca una explosión en la filosofía antigua, porque no entra, porque es una cosa sin importancia, que apenas afecta a la totalidad de la instalación filosófica, porque va a ger­minar lentamente, porque se va a convertir sumamente despacio en algo que sea pensamiento, que pueda llegar a ser filosofía; porque durante mucho tiempo va a ser meramente una prefilosofía, que tardará siglos en ser absor­bida por una filosofía —si es que ha acontecido ya—. Esa instalación vital que es la condición cristiana permanecerá durante siglos bajo el inmenso peso de toda la tradición intelectual, conceptual, del mundo antiguo. Y tal vez cuando parece que va a librarse de ella, caigan sobre ese germen otras presio­nes, si no de tanta densidad intelectual, de mayor fuerza social. Todavía es una incógnita la posible innovación filosófica del cristianismo.

La pregunta radical de la filosofía

La historia de la filosofía puede y debe rastrear elementos filosóficos en la obra de los apologetas, en la de los Padres de la Iglesia griega o latina, en las discusiones teológicas de los concilios. Para defender al cristianismo de los ataques, formular los dogmas y aclarar los puntos discutidos, se elaboran frag­mentos de doctrina, ligados al cristianismo, y que en algún momento se incor­porarán a un cuerpo de doctrina filosófica que se podrá llamar cristiana. Pero todo eso que la historia de la filosofía investiga y recoge, ¿puede decirse que es filosofía? Los autores de esos pensamientos, ¿son propiamente filósofos? ¿Pretenden siquiera serlo? Es más que dudoso.

Antes de San Agustín no ha habido en sentido estricto un «filósofo cris­tiano». Lo interesante es ver qué hace el cristianismo respecto de la situación filosófica. Dicho con otras palabras, precisar qué significa hacer filosofía den­tro del área del cristianismo, cuando el que filosofa es cristiano; algo bien distinto de lo que es filosofar para un pagano, griego o romano helenizado —como son todos los filósofos de Roma—, incluso para un judío helenizado, como Filón.

La filosofía se propone llegar a una certidumbre radical acerca de la reali-

dad radical, hágase lo que se haga, sea cualquiera el método, cualesquiera que sean los temas que se presenten en el horizonte. El pensamiento filosófico griego —es decir, la filosofía como tal, dentro de Occidente— nace cuando se supera la actitud que espera la revelación, la que confía, por ejemplo, en el oráculo o la moira, que se manifiesta cuando quiere, y se posee, en cambio, un método o camino que está en la mano del hombre, por el cual se puede ir hasta la realidad latente, partiendo de la manifiesta o patente, y descubrirla o desvelarla, en el sentido de despojarla de los velos que la ocultan, como las hijas del Sol (Heliádes koürai) en el poema de Parménides.

Es la diferencia entre revelación y desvelación. Vista desde el hombre, la revelación es pasiva: la realidad, sea ella la que se quiera, se revela si quiere y cuando quiere. En cambio, la desvelación, el quitar el velo o cubridor, el hacer que la realidad latente se patentice, se manifieste, es algo que ejecuta el hombre: es una acción humana. Por eso en cierto modo sospechosa de impiedad. La realidad es sacra, y el hombre tiene la audacia de ir a poner la mano en ella, para quitarle su velo. Alguna vez he recordado medio en broma —solo a medias en broma— aquel pasaje de Don Juan Tenorio en que Don Juan le quita violentamente el antifaz a su padre, que ha llegado disfrazado a la Hostería del Laurel, y Don Diego exclama: «¡Villano! ¡Me has puesto en la faz la mano!» A lo cual responde Don Juan: «¡Válgame Cristo, mi padre!»

Esta es la situación. El filósofo es el hombre audaz, tal vez irreverente, posiblemente impío, que va a poner la mano sobre la realidad y descubrirla. Trata de ver qué es lo que verdaderamente es, por debajo de las apariencias; el óntos ón frente a lo que parece, lo que se manifiesta, aquello sobre lo cual se opina, la dóxa. Se va a buscar lo que podrá patentizarse, lo que verdadera­mente es. Esto ocurre en Parménides, en Heráclito, en Anaxágoras, en Platón, en Aristóteles, en diversas formas: es el gran supuesto del pensamiento griego.

Por otra parte, ¿qué es lo que mueve al hombre a preguntarse, a conocer? El movimiento, el hecho de que las cosas cambian, cambian de modo de ser o llegan a ser o dejan de ser. La variación introduce la inseguridad y se busca aquello que es siempre. Además hay un ingrediente capital: la fruición por el saber, la curiosidad. Aristóteles comienza su Metafísica diciendo: «Todos los hombres tienden por naturaleza a saber.» Y es señal de ello —añade— el placer que tienen por las sensaciones, por la percepción y especialmente por la visual, porque la vista descubre muchas diferencias.

Trasladémonos ahora a la situación de un cristiano como tal, verdadera­mente cristiano, que está de raíz en la situación vital determinada por su con­dición cristiana. Las diferencias son muchas y decisivas. Por lo pronto, ¿qué es lo que verdaderamente es? ¿Cuál es la realidad? Para un cristiano no se trata ya de que haya realidades manifiestas, aparentes, y una realidad más profunda, latente, que verdaderamente es y puede explicar esas apariencias. No, la cosa es incomparablemente más profunda y radical. Es que todo lo que llama realidad el griego, absolutamente todo, es una realidad secundaria. El mundo, con todo lo que encierra, es una realidad secundaria, derivada, reci­bida: una realidad creada.

Hemos visto cómo en el pensamiento griego, por influjo de Filón y Plo-tino, aparece el tema de la producción del mundo, incluso con el concepto de creación. Pero en definitiva se trata de una cosmogonía, muy unida a las teo­gonias, la cuestión de cómo se tía «hecho» el mundo. La palabra poiem, que emplea la versión griega de los Setenta, es «hacer», y primariamente es «fabri­car», «producir». El que hace una mesa o un par de zapatos o un poema poterna— ejercita esa acción de poiem. Por tanto, si no volcamos sobre este concepto toda la teología posterior, en el pensamiento griego se trata de muy poco más que la cuestión de cómo hizo Dios el mundo. Sólo la adición de la expresión «de la nada» a la acción creadora, en el texto del libro II de los Macabeos (puramente religioso, como ya indiqué, y por cierto ligado enérgi­camente a la esperanza de la resurrección), le da un sentido radicalmente dis­tinto. Al hacer Dios el mundo de la nada, se quiere decir que pone el mundo en la existencia, como algo real, distinto de él, pero con una realidad que es dada, que es una donación de Dios. La realidad del mundo —y, por supuesto, del hombre— está sostenida por un acto creador de Dios, y referida intrínse­camente a él.

Pero, naturalmente, si se está verdaderamente dentro del cristianismo —no, si se trata de compaginar la revelación cristiana con el pensamiento helénico—, esto lleva a pensar que la realidad verdadera no es el mundo con todo lo que comprende: es justamente ese Dios creador, que es el que ha puesto en la existencia al mundo y le ha dado su realidad. La pregunta del griego se dirige a la realidad que está ahí, a la realidad visible y a aquello latente en que verdaderamente consiste; para el cristiano, queda desplazada de todo lo que se ve o no se ve, de toda la realidad creada, al Dios creador, del cual depende en su propia realidad.

La filosofía, en sentido riguroso la metafísica, es la busca de una cer­tidumbre radical acerca de la realidad radical (es la definición de Ortega, pero se puede aplicar a este pensamiento y a cualquier otro, ya que es una defini­ción circunstancial). Si esto es así, el tema primario de la filosofía, la realidad de que el cristiano tiene que dar razón, no es tanto el mundo como Dios. Y un Dios no sólo distinto del mundo en el sentido de lo que se llamará des­pués trascendencia, sino un Dios creador, que tiene, por tanto, un tipo de ser enteramente distinto del ser del mundo. El ser del mundo es creado; el de Dios, creador, definido por atributos enteramente distintos y en cierta medida contrapuestos.

Cuando Aristóteles, por ejemplo, ha formulado la teoría de la analogía del ente, cuando ha dicho que «el ente se dice de muchas maneras» (las cuatro fundamentales y las diez categorías), afirma que hay un analogado principal, un sentido primario del ser, que es precisamente la sustancia o ousía. Todo aquello de lo cual se puede predicar el ser, o es sustancia o se refiere de una manera o de otra a la sustancia. Pero ahora resulta que la totalidad del ente aristotélico es una forma particular de ser, el ser creado, frente a ese otro modo de ser radicalmente distinto, que es el ser creador. Si desde este punto de vista se considera el mundo (con el hombre y todo lo que encierra), apa-

rece como criatura, es decir, como una realidad dependiente de otra, meneste­rosa, insuficiente, desprovista de los atributos que tradicionalmente se consi­deraban propios del ser.

Hay, pues, un grado mucho más profundo de analogía —si es que se puede seguir hablando de analogía-— entre el Dios creador y el mundo crea­dor; si podemos aplicar la palabra «ser» a Dios y al mundo, habrá que descu­brir un problemático principio de analogía.

Como vemos, tan pronto como se plantea una cuestión filosófica verdade­ramente desde el cristianismo (y no dentro del pensamiento griego por un filósofo que personalmente es cristiano), se trasciende de todo planteamiento helénico y la pregunta radical se dirige a una realidad, por supuesto latente, pero en un sentido mucho más hondo que el que tiene la latencia respecto de la patencia; y si de esa realidad se predica la palabra «ser», es en un sen­tido enteramente distinto, ya que uno es creador y el otro creado; uno es un ser dado, recibido, y el otro es «dante», que da el otro ser, que pone en la realidad a otras realidades. Este cambio es un vuelco radical, que afecta al sentido de la pregunta filosófica y al mismo sentido del ser.

Lo que se llama en griego antología, ¿qué quiere decir? Ontología es el conocimiento del ente. Sí, pero es que la palabra «ente» resulta ahora proble­mática y dudosa. Cuando Aristóteles dice que la filosofía primera (próte philosophía) es theologia, conocimiento del theós, evidentemente el theós de Aristóteles está dentro del sistema del mundo, no es un Dios trascendente, menos aún creador; es el primer motor inmóvil, un Dios, en definitiva, cós­mico. Es acto, enérgeia, actividad pura: las condiciones absolutas del ente; es inmóvil, no está sujeto a la variación, tiene los atributos plenos del verdadero ón, del ente que es realmente.

Pero el Dios cristiano no es eso: es el creador de todo eso. Imagínese lo que esto significa: es descender a un nivel más profundo, plantear la cuestión a un nivel filosófico más hondo que el de toda la filosofía griega. Lo cual no quiere decir que la potencia intelectual de los filósofos cristianos sea mayor que la de los griegos, sino que su problema es más hondo y radical. Toda la filosofía helénica resulta penúltima, porque la cuestión última es precisamente pensar esa realidad del ser creador, de Dios creador. Y es tan radical, que lo primero que es menester averiguar es si puede hablarse de «ser», si esa no­ción es suficiente y adecuada.

La motivación personal de la filosofía

El cristianismo supone un descenso al subsuelo de lo que es la filosofía griega. Pero no es esto sólo. Si nos detenemos ahora en la motivación del filósofo, en aquello que necesita saber y que lo mueve a filosofar, las dife­rencias son profundas. El pensamiento griego nace, como he recordado, por­que las cosas pasan, varían, llegan a ser y dejan de ser, son caducas. Se trata de buscar algo que sea duradero, permanente, para siempre. El pensamiento

empieza en Grecia como una physiología, un conocimiento de las cosas natu­rales; hay un momento en que aparecen las cosas de la ciudad, las humanas (desde los sofistas y Sócrates, y cada vez más en las filosofías postaristotélicas). Desde el punto de vista cristiano, la cosa es completamente distinta. Recuér­dese lo que San Agustín quiere conocer: «Deum et animam scire cupio. Nibilne plus? Nihil omnino» («Quiero conocer a Dios y al alma. ¿Nada más? Absolutamente nada más»).

¿Qué tiene que ver esto con los griegos? ¿Qué tiene que ver con el pen­samiento antiguo? Dios y el alma, y nada más. Todo lo demás le interesará a San Agustín sólo en la medida en que haga falta para conocer a Dios y al alma. Pero lo que verdaderamente le interesa, el tema de su investigación, es ese y no otro.

Es decir, cuando aplicamos la palabra «filosofía» al pensamiento de Gre­cia y Roma o al cristianismo como tal, hablamos de cosas profundamente dis­tintas. Lo que se busca es otra cosa, y lo que se entiende por «verdad» es algo bien diferente. ¿Por qué? Cuando San Agustín dice Deum et animam scire cupio, su anima tiene poco que ver con la psykhé aristotélica. Traduci­mos en ambos casos «alma»; pero el alma de Aristóteles es un principio natural, su Perl psykhés o De Anima pertenece a los tratados físicos, mientras que San Agustín emplea la palabra «alma» en el sentido primariamente reli­gioso con que aparece en los Evangelios. ¿Qué significa en el pasaje evangé­lico que se pregunta de qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma? La palabra «alma» quiere decir «yo» (no «el yo»), quiere decir mi rea­lidad. Se entiende, mi realidad personal, algo que propiamente no existe para un griego, que no piensa en esos términos. Los griegos hablaban del «hom­bre» (ánthropos), de los «mortales» frente a los inmortales, que son los dioses; cuando usan de los pronombres, Ortega recordaba que se sirven cor-tésmente del plural: nosotros, hemeís. El de primera persona, yo, no aparece.

En San Agustín sí, y en primer plano. Aparece la noción de alma como sinónimo de esa persona que soy yo, que consisto primariamente en alma o espíritu, spiritus, y el espíritu es la entrada en sí mismo, la interioridad, en forma superlativa la intimidad. «In interiori homine habitat ventas», dice San Agustín: en el hombre interior (o en la interioridad del hombre) habita la verdad. Es decir, en la intimidad. Esto es totalmente nuevo. Se trata de buscar yo, precisamente como persona, como intimidad, y en ella, a Dios. Yo me intereso a mí mismo porque es allí donde encuentro a Dios. Si lo busco por el mundo, difícilmente lo encuentro; cuando entro en mí mismo es cuan­do puedo descubrir la huella de Dios, me descubro como imago Dei, imagen de Dios. Es mi intimidad el lugar donde puedo encontrar la huella de Dios, donde puedo rastrear esa realidad, no solo suprema, sino autora de todas las demás, y por supuesto de la mía, en cuanto creador.

El cambio de perspectiva es total. Lo que me parece más interesante no es, como suele hacerse, rastrear en el pensamiento de tres o cuatro siglos aquellos elementos que puedan deberse a una influencia del cristianismo o al planteamiento de cuestiones filosóficas que surgen con ocasión de una consi-

deración teológica del contenido de la revelación cristiana. Esto sería la re­unión de los ingredientes con los cuales se hará algún día una «filosofía cris­tiana». No se trata primariamente de esto. Lo que el cristianismo origina a la larga —muy a la larga— dentro del pensamiento filosófico es un cambio de perspectiva, un nuevo punto de vista, un desplazamiento de la importancia de las cuestiones, un problema que antes no lo era. Se busca otra cosa, y por otros motivos.

Una vez planteado el problema en esos términos, se trata de buscar a Dios allí donde primariamente se lo puede encontrar, donde más se manifiesta, es decir, en mí. San Agustín recurre rigurosamente a su yo: «Mihi quaestio factus sum», me he hecho cuestión de mí mismo (o a mí mismo). No se trata de preguntar «qué es el hombre», a lo cual se podría contestar «animal racio­nal», o «animal político», o «animal social», como contestaría Aristóteles. No es esto; no es «el hombre» sino «yo». Me he hecho cuestión de mí mismo. Y cuando San Agustín dice «Ñeque ego ipse capto totum quod sum», ni yo mismo comprendo todo lo que soy, quiere decir que mi propia realidad me excede y rebasa, y no soy dueño de ella, porque me remite a algo que está más allá, y que sería necesario para su conocimiento. Este planteamiento es totalmente nuevo, nada tiene que ver con el pensamiento helénico o romano.

Naturalmente, San Agustín, para formular ese problema, recurrirá al pen­samiento griego: ¿a qué va a recurrir? Los conceptos, los recursos, serán helénicos o romanos. Pero el problema, no; la perspectiva, tampoco; la moti­vación, en modo alguno. Yo necesito saber quién soy, y no entiendo quién soy si no comprendo toda mí realidad, que no es reductible a una cosa, sino que es una persona. A esto lo llamará San Agustín spiritus o anima, algo defi­nido por la entrada en sí mismo, la interioridad, la intimidad, donde me des­cubro como imago Dei. Yo necesito, por consiguiente, conocer a Dios para saber quién soy, y la única manera de que conozca a Dios es profundizar en mí mismo, llevar hasta el extremo la comprensión de esa imagen, porque sólo así podré entrever o conocer de algún modo esa realidad de la cual soy ima­gen, y que es precisamente la divinidad, el ser creador, que sostiene en su existencia toda realidad creada, y a mí a su imagen y según su semejanza.

Esta es la nueva perspectiva, difícil de descubrir y formular. Si se quiere traducir esto en términos doctrinales, se desvanece un tanto. No hay nada que se pueda parecer a un sistema filosófico comparable al aristotelismo, por ejemplo, hecho desde el pensamiento cristiano. Hay un hiato, un abismo que separa la realidad del pensamiento cristiano como corpus idearum de su pro­pio problema originario. Hay un equívoco en lo que se llama «pensamiento cristiano», y es que los textos, los razonamientos, no cubren adecuadamente aquello de que se está hablando; o, mejor dicho, aquello de que se trata, y de lo que no se llega propiamente a hablar. Es un pensamiento enmasca­rado en no escasa proporción. En el fondo se trata de otra cosa. Y por eso aparece en el pensamiento cristiano, de modo recurrente, una desvaloración de sí mismo, una desestimación de sus realizaciones. El cristiano como tal que forja una doctrina, a última hora dependiente del pensamiento grecorromano,

cuando llega a las últimas consecuencias siente que no es eso, que no se trata de eso, que hay por debajo una cuestión radical, más importante, que casi no se puede ni siquiera formular.

Es dramático este desajuste entre la inspiración del pensamiento cristiano y su realización. Hay unos cuantos momentos en que parece que la filosofía de los cristianos se acerca a su problema; pero son los menos. Y curiosa­mente, cuanta más perfección dialéctica se consigue, cuanta más perfección de raciocinio, mayor es la distancia. Hay una inundación de un pensamiento com­plejo, rico, perfecto —el griego—, que acaba por abrumar y casi oscurecer esa intuición capital, ese problema radical que es el verdadero asunto del pensa­miento cristiano. Piénsese en el tomismo, literalmente anegado por el pen­samiento aristotélico, hasta el punto de que Santo Tomás tiene la impresión de que ya está hecha la filosofía: la hizo Aristóteles, y la hizo admirablemente bien, y es verdad casi todo lo que dijo. Lo que pasa es que en el fondo su problema es otro. Santo Tomás —lo dije una vez— hace su filosofía personal en los intersticios del aristotelismo. Es como esas hierbas que nacen entre las losas de piedra. En los intersticios de esa maravilla intelectual y casi total­mente verdadera que es el pensamiento aristotélico, ahí está lo que sería propia, estrictamente el pensamiento de Santo Tomás.

En San Agustín, en San Anselmo, en Hugo y Ricardo de San Víctor, a veces en Santo Tomás, en Eckehart, va aflorando en algunos momentos, a lo largo de la Edad Media, la nota radical y profunda en que consiste la inno­vación del cristianismo. En San Anselmo y el insensato intenté mostrar ese núcleo originario, al analizar el sentido del argumento ontológico en los cua­tro primeros capítulos del Proslogion de San Anselmo, hace más de cuarenta y cinco años. Creo que allí puede encontrarse el primer germen de lo que ahora estoy desarrollando.

Filosofía y seguridad

La raíz de buena parte de estos equívocos consiste en que el cristianismo no es una filosofía, ni siquiera una teología, sino una religión. Lo que pasa es que el cristiano puede tener que hacer una filosofía. ¿Cuándo y por qué?

La idea de que el cristianismo da una seguridad, y por tanto el cristiano no tiene por qué ser filósofo sino en la medida en que ya no es cristiano o no lo es plena y auténticamente, no me ha convencido nunca del todo, aunque haya sido en ocasiones compartida por Ortega. Porque es un nivel de seguri­dad que no tiene que ver demasiado con el otro.

Cuando se habla de la «seguridad del cristiano», ¿de qué tipo de seguri­dad se trata? El cristiano está seguro ¿de qué? Está seguro de que la realidad creada no es más que creada; de que es secundaria respecto del Creador. Sí, pero esto no suprime el problema, al contrario, hace más problemática la rea­lidad creada; porque además de todos los problemas que tiene normalmente para el hombre, que tenía, por ejemplo, para el griego, tiene además el de su

creación. Todos los problemas de la ontología aristotélica, por ejemplo, son válidos para el cristiano. Tan problemático es para él como para un heleno qué es sustancia y qué es accidente, qué es acto y qué es potencia, qué son las categorías. Con la añadidura de que esa cuestión previa y radical de por qué hay algo, de por qué hay realidad, eso para el griego no es problema. Le preocupa por qué se cambia, por qué se varía, por qué las cosas perecen, pero la realidad como tal no le es problema, y al cristiano sí. Y le es cuestión qué clase de realidad es esa que está sustentando su existencia, que puede ser creadora, que puede no ya ser, sino hacer ser.

Por tanto, la seguridad del cristiano, si la miramos de cerca, resulta bas­tante insegura. Añádase otro aspecto decisivo: lo que está en cuestión para el cristiano es, en cada caso, yo. Mihi quaestio factus sum. Es decir, estoy envuelto en el problema. Necesito saber a qué atenerme respecto a mí. No me basta, por tanto, con conocer qué pasa con el cosmos, o con el hombre; no se trata del hombre: se trata de mí; se trata de como realidad estrictamente personal y —no lo olvidemos— que se entiende como perdurable, como vocada a la perduración. Lo cual quiere decir que no habrá un día en que el problema desaparezca, porque en el supuesto de la aniquilación, el día de mi muerte terminan todos los problemas, y se acabó la cuestión; por tanto, es cuestión de esperar.

En forma cruda es el argumento de Epicuro: la muerte no me inquieta, porque mientras vivo no existe la muerte, y cuando llega la muerte no estoy yo. Es decir, nunca me encuentro con ella; la muerte entra por una puerta y yo salgo por otra. Sí, esto es una forma particularmente cruda, pero es en definitiva, más o menos, lo que piensan los griegos. La perduración es para el heleno bastante dudosa, y en todo caso tiene un carácter relativamente impersonal. El griego no está muy seguro de si hay una inmortalidad perso­nal, pero en todo caso plantea la cuestión en términos bastante abstractos, como la pervivencia del alma —la psykhé— en el Hades. No tiene el carácter estrictamente personal que tiene para el cristiano. Dentro del cristianismo, se trata de mí, de mi propio destino, de lo que se llamará, en un sentido que se ha trivializado después, pero que debe recuperar todo su valor, la salvación.

Resulta, pues, que la realidad me va a importar siempre. No habrá un momento en que digamos: apaga y vamonos; se acabaron los problemas. No se acaban. Como vemos, el problema es mucho mas agudo, y si se piensa cin­co minutos se encuentra que el cristiano, lejos de estar seguro, está mucho menos seguro que el que no lo es. Tiene todos los problemas del que no es cristiano, y unos cuantos más, mucho más graves. Nunca me ha convencido, nunca me ha parecido evidente la idea de que el cristiano, cuando está insta­lado en su fe, tiene los problemas resueltos.

Lo que sucede es que dentro del cristianismo ha habido una especie de doble juego. Es decir, se han planteado con frecuencia los problemas al nivel al que se planteaban para el filósofo antiguo. Y entonces sí, esos problemas están en cierto modo resueltos si se parte de la fe. Si se dice: el mundo ha sido creado, toda realidad es creada, depende de un acto de creación, Dios es

la realidad superior y creadora, etc., aparece efectivamente una seguridad, pero sería seguridad para un griego. Podríamos decir que si un griego creyera en el contenido de la revelación cristiana, se sentiría seguro. Sí, pero el cris­tiano no se siente seguro, porque su problema es otro, mucho más radical. Lo que tranquilizaría al griego, al cristiano no lo tranquiliza. No creo que el cristianismo exima de la filosofía, en modo alguno. Pero la cosa es todavía más grave.

Realidad como amor personal

Hasta ahora hemos hablado —todavía bastante helénicamente— del ser creador y el ser creado; y —más cristianamente— de que el hombre es «ima­gen y semejanza» de Dios. Parece que se trata de una jerarquía de los entes: el creado, evidentemente inferior al Creador, tiene una realidad que no se basta a sí misma, recibida, sostenida por una potencia creadora. Hay otro tipo de realidad, el ser creador, suficiente, necesario y poderoso. Y hay esa realidad extraña que es el hombre, creada como las demás, pero «a imagen y semejanza de Dios»; es decir, que tiene cierto parecido con Dios. Mientras Dios crea las cosas teniendo en su mente los modelos ejemplares (idea plató­nica que pasa al cristianismo, y que vendrá a interpretarse como «especies»), el modelo ejemplar con el cual Dios crea al hombre es Dios mismo; lo cual no saca al hombre del mundo de lo creado (es una realidad creada como las demás), pero su modelo no es creado, sino el propio Creador, Dios, lo cual le confiere una posición intermedia sumamente extraña.

Todavía no es esto lo más delicado y grave, sino que cuando se plantea la cuestión de la realidad de Dios, el cristianismo no dice nada que se parezca a lo que dice el pensamiento griego. No se trata de algo que sea «separado» (khoristón), absoluto; o de que sea imperecedero o incorruptible; o el pri­mer motor inmóvil, que mueve sin ser movido. Todo esto está muy bien, y puede ser verdad, y todo ello lo va a recoger íntegramente Santo Tomás y lo va a llevar a la teología y a la filosofía. Sí, pero no es lo primario. En el Anti­guo Testamento dice Dios: «Yo soy el que soy, soy, soy.» Yo. ¿Qué sentido tendría esto en boca de un dios griego, menos aún acerca del Dios de los filósofos de Grecia? Cuando Cristo, como antes recordé, dice: «Yo soy la verdad», ¿qué tiene que ver esto con el concepto helénico de alétheia, aunque sea precisamente esta palabra griega, alétheia, la que nos transmite el evange­lio de San Juan, la que probablemente usó Cristo al hablar con Pilato? ¿Qué tiene que ver esto con la patencia, la manifestación de las cosas? Es una per­sona quien dice: Yo soy la verdad.

Y a última hora, cuando el pensamiento cristiano originario se formaliza, lo mismo en San Juan que en San Pablo, y nos va a decir qué es Dios, dirá que es amor. ¿Amor? ¿Qué tiene que ver esto con las condiciones del ente? Recuérdese que el modelo que sirve de base al pensamiento griego son los objetos matemáticos, únicos, inmutables, invariables, que no se engendran ni

perecen, estrictas «consistencias»; lo malo es que no son reales, no son ver­daderamente cosas; si uniéramos el carácter de cosa real, separada, «de bul­to», a esa inmutabilidad, ese sería el ser verdadero.

Imagínese la cara que pondría un griego si le dijeran en serio —ha hecho falta mucho tiempo para que esto se tome en serio dentro del cristianismo fuera de la vida estrictamente religiosa— que Dios es amor. No entendería de qué se trata, qué tipo de realidad es esa —amor— que se predica nada menos que de Dios, y de paso del hombre, ya que el hombre es imagen de Dios.

Resulta que Dios y el hombre aparecen como realidades amorosas y per­sonales. Personales en el sentido de que se les puede aplicar —al hombre de modo directo, a Dios de manera analógica o por eminencia— palabras como «quién» o como «yo» y «tú». Y ese amor es efusivo, fontanal, es algo que mana y se difunde; que se difunde (o mejor, efunde), pero que no es emana­ción; que pone en la existencia realidades distintas de Dios. Es decir, el modo de efusión de ese amor divino es tal, que hace ser, da realidad a lo que no es él mismo. No es que Dios se ame a sí mismo, se difunda a sí mismo, como el Uno de Plotino. Esto, mejor o peor, lo entendería un griego, pero no es esto. Tan no lo es, que Dios pone en la existencia, no solo «algo», sino a alguien que se le puede enfrentar fia criatura se puede poner frente a Dios y decirle: «No». Y, por su parte, el amor humano consiste en proyectarse hacia el otro —o con el otro—; está nutrido de alteridad.

El hombre creado por Dios, radicalmente dependiente de él, en cuanto criatura, una vez creado, en cuanto yo, es absoluto: está ante Dios, lo puede amar, lo puede negar, se le puede oponer. Una vez que ha recibido su reali­dad, la tiene como propia y tiene que hacerla a lo largo de su vida.

Esto nada tiene que ver con el pensamiento antiguo, desde cuyos supues­tos sería ininteligible. Significa un cambio radical de instalación en el mundo. Y, por tanto, una mutación del tema mismo de la filosofía, de la problema-ticidad filosófica en cuanto tal. Esa innovación se expresa en conceptos como el de persona o el de filiación. Dios es padre; no «el padre de los hombres», sino nuestro padre, de cada uno de nosotros, definido por ese amor indefi­ciente. Y somos nosotros, por hijos del Padre, hermanos. Esto tendría poco sentido para un hombre antiguo; no se es hermano más que si se es hijo del mismo padre. Cuando se dice que somos hermanos el judío, el griego, el ro­mano y el escita, esto es así porque somos todos hijos de Dios; si no, ¿por qué? (Esto es lo que curiosamente se olvida ahora, al cabo de dos milenios de cristianismo.)

Este es el cambio radical, tan radical que rara vez se advierte. Y por si fuera poco, ese planteamiento lo hace el cristiano pensando en su vida perdu­rable. La cual no consiste solo ni principalmente en que el hombre sea inmor­tal (esto para un griego tiene mucho sentido, y muchos han creído que el hombre, o algo suyo, es inmortal), sino que lo que cree y espera el cristiano es que va a resucitar, es decir, va a tener una vida personal y corpórea, justa­mente como Cristo resucitado. Si sólo en esta vida esperamos en Cristo, so-

mos los más miserables de todos los hombres, dice San Pablo. Si los muertos no resucitan, Cristo no resucitó, nuestra predicación es falsa, es vana nuestra fe. Esto es escándalo para los gentiles, que le dicen: «De esto te oiremos otro día.»

Y esa resurrección no significa solamente una perduración. Significa la participación en la vida divina, es decir, la plenitud, el cumplimiento de esa filiación consistente en amor. Lo que pasa es que luego los teólogos se han intelectualizado mucho —lo que no quiere decir que hayan sido excesiva­mente inteligentes— y, especialmente desde Santo Tomás, insisten con casi total exclusividad en la visión beatífica. Yo no digo que no sea capital, pero no es de la «visión beatífica» de lo que hablan primariamente San Juan y San Pablo. Se trata de amor, de la participación real en la vida divina, de ser «hijos de la casa», de una Jerusalén nueva. Es decir, se trata de una vida perdurable (o, impropiamente, «eterna»), pero de una vida humana personal perdurable. Y esa vida habrá de acontecer en el otro mundo; todo lo «otro» que se quiera, pero «mundo»; o, si se prefiere emplear una terminología actual y propia, se trata de una vida circunstancial.

Todo esto es ajeno al pensamiento griego. Se dirá: sí, y al cristiano tam­bién. Efectivamente, es lo que habría que decir. Porque a última hora, todo esto está mínimamente pensado. Y es curioso cómo entre una vida religiosa, meramente piadosa, por una parte, y una especulación teológica y filosófica helenizada, por otra, se ha ido de entre las manos lo que significa la verda­dera transformación de la filosofía al irrumpir en ella el cristianismo, si se ejerce desde la condición del cristiano como tal. Esa forma de filosofía es fati­gosa, difícil de sostener, y se abandona una vez y otra, se cae de ella como si fuera una cima inestable. Esta es la historia entera del pensamiento europeo desde los orígenes del cristianismo hasta ahora.

En definitiva, esa filosofía que nace del cristianismo, de la condición hu­mana que es ser cristiano, si se apura está todavía por hacer; y es posible que sea nuestro tiempo, a la vez, el que se ha alejado más de ella y el que ha llegado a elaborar y poseer, por vez primera, el repertorio de conceptos ade­cuados con los cuales sería posible intentar pensarla. Conceptos que llevan dentro, claro está, toda la tradición griega, pero que no se quedan en ella, no dependen de ella; que se atreven a ejercer, frente a esa ilustre, prodigiosa tradición, la libertad.

j.m:

1914. Escritor y catedrático de Filosofía. Miembro de la Real Academia Española.


1 comentario:

  1. Independientemente de que seas creyente o no, el cristianismo, como doctrina de amor entre los seres humanos es muy valida, es totalizante en el buen sentido, es la expresión total del amor entre los seres humanos.

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