viernes, 16 de junio de 2023

Saludo a Julián Marías

 Presentación realizada por Gilberto Freyre, en el homenaje que se realizó a José Ortega y Gasset, con motivo del centenario de su nacimiento. En la ciudad brasileña de Recife. El año 1983.


Gilberto Freyre

Saludo a Julián Marías



Que haya estado de acuerdo en venir desde España hasta Recife a hablar de Ortega y Gasset en el año del centenario del nacimiento de tan gran pensador, el mayor, el más creativo, el más influyente de sus discí­pulos, su magnífico continuador —Julián Marías—, es un honor que enri­quece la tradición de Recife como ciudad brasileña en la vanguardia inte­lectual. Tradición de ciudad oceánica pronta a recibir estímulos para su creatividad, de idóneas fuentes extranjeras. Pero sin exagerar en entregas pasivas a modas o a modernidades internacionales. Sin quedarse fija en adhesiones sectariamente exclusivas. Así es como, cuando Tobías Barreto se señaló como germanista absoluto, fascinado por las innovaciones germá­nicas en el Derecho y en la Filosofía, un joven compañero suyo de la Escuela de Recife, y futuro discípulo de Joaquim Nabuco —Arturo Or­lando— le advirtió contra ese exclusivismo, haciendo ver que estaba sur­giendo de la Europa eslava una literatura social tan importante como la Filosofía y el Derecho nuevos que partían de Alemania: la novela de los Tolstoi y de los Dostoievski. Por lo que se refiere al positivismo de Comte, nunca encontró entre los de Recife continuadores sectarios como los que le siguieron en Río de Janeiro o en Río Grande do Sul. En Río, por medio de una Iglesia ortodoxamente comteana, con el alto aprecio por Comte completado por una casi devoción paracatólica por parte de Clotilde de Vaux.

A cien años del día en que nació Ortega y Gasset, él sigue siendo una presencia magníficamente hispánica —o ibérica— en el mundo intelectual. Su «razón vital» es un concepto actualmente renovador de los racionalis­mos, por lo que añade de más-que-racional a la razón de los racionalistas a la manera de los Bertrand Russell. Al crear ese concepto se reveló Ortega como vitalmente hispánico. Hispánico de la cabeza a los pies.

Es imposible ignorarlo. El surgió para durar en el tiempo y extenderse en el espacio. No hubo ningún español de nuestra época que hubiese con­quistado como filósofo de la cultura el respeto que él consiguió conquistar

Cuenta y Razón, n.° 14 Noviembre-Diciembre 1983

fuera de España para su pensamiento y para la inteligencia creadora his­pánica. Conquista que incluye en el Brasil de hoy a orteguianos de los más ilustres. Entre ellos, Gilberto de Mello Kujawski, en San Pablo; y en Recife, Glaucio Veiga. Exactamente los dos comentadores de la conferen­cia de hoy, conferencia de seguro magistral, que va a pronunciar Julián Marías. Dos de las más brillantes inteligencias y dos de los más altos va­lores del saber del Brasil moderno.

Comencé a leer a Ortega en mi adolescencia de estudiante universitario brasileño en los Estados Unidos. Resbalando en esta poco elegante pen­diente autobiográfica, incurro en una tendencia hispánica. Voy adelante con una declaración personal para recordar que mi situación era la de un brasileño que descubrió, desde joven, que la lengua española era casi otra lengua materna suya, al lado de la inglesa, y que iba mucho más allá en su alcance intelectual que la portuguesa.

Descubrí, cuando era estudiante en el extranjero, que leía a Cervantes en español, sintiéndolo más mío que Camoens, o Vieira, o que el mismo Gil Vicente. Sintiendo que la lengua española era literariamente tan mía como la portuguesa. No tan sólo a través de sus clásicos, como Cervantes, Santa Teresa, Vives, Gracián, sino también de sus autores modernos. Entre estos modernos están Ganivet, Unamuno y Ortega. De donde llegué a casi despreciar en ese respecto a aquellos colegas míos en lengua inglesa, en la cosmopolita Universidad de Columbia, que leían a tales autores modernos, sintiéndose en ellos extranjeros del todo para sus ojos, sus oídos, su sensi­bilidad para las palabras o los vocablos, y su instinto literario. Mientras que yo los leía como si fuesen gentes casi mías. Ancestralmente mías. Con­temporáneamente mías.

Un agudo crítico francés, Fernand Braudel, escribiendo sobre el ensayo literario en lengua portuguesa del Brasil, diría del modo de ser ensayista literario de este brasileño en el extranjero, tan lector de los españoles, que le daba la impresión de que era más español que portugués. O de ser de tal modo semejante al español y distinto del portugués su estilo, que era como si escribiese en una lengua neoespañola o metaportuguesa.

Si esto acontece así es que, desde adolescente, dada mi preferencia por el ensayo como expresión literaria, leía, casi voluptuosamente,- al lado de los ingleses, a los españoles. Entre éstos, tanto a Ganivet como a Unamu­no, tanto a Ortega como a Madariaga: un Madariaga al que tuve el gusto de conocer personalmente. En el caso de Ortega, encontré en el ensayista de sabor literario un pensador tan creadoramente filosófico como Bertrand Russell, como Jorge Santayana o como, en años recientes, ese extraordina­rio Roland Barthes que Francia tuvo hace poco la desgracia de perder. Guando Barthes escribe —como escribió— que para él «la palabra es eros», me da la impresión de que uno de nosotros plagia al otro. Pues antes que él yo había escrito casi lo mismo, sin que él leyese lo escrito por mí en una casi ignorada, aunque nada despreciable intelectualmente, lengua portuguesa.

Esto de poder parecer que se plagia a un escritor afín es lo que me ocurre al leer, o releer, al gran Ortega, que de tal manera me encuentro a veces en él que llego pretenciosamente a preguntar: ¿no será que yo escribí también lo que estoy leyendo de él? Y es evidente que no. El pla­giario sería yo, que he tendido a ser/tanto con relación a Unamuno como con relación a Ganivet, un brasileño un tanto español en el modo de ser hispánico. Tiendo a ser, sin nunca llegar a ser, ni haber sido, plagiario de Ortega. Lo que hay de Ortega en los lectores seducidos por él, pero hispá­nicamente, celosamente, altivamente individuales, es lo que no les permite ser plagiarios: sería una renuncia a su pundonor individual.

De los modernos escritores-pensadores españoles, es Ortega el más mag­nífico didácticamente y, al ser claro en el más alto grado, es el más esclarecedor. A él es a quien se puede atribuir la mayor irradiación intelectual no sólo española, sino también hispánica, sobre la inteligencia y el saber modernos, no tan sólo de los no específicamente españoles, sino de los no hispanos también. Posición entre escritores-pensadores españoles ahora muy de Julián Marías.

Ortega fue, o es, una de las mayores irradiaciones intelectuales en la historia humana. ¿Carismático el ensayista-pensador? ¿O es que su irradia­ción procede de lo que en él siempre fue una busca de afinidades de sus contemporáneos con su pensar, hispánico al mismo tiempo que trans-hispánico? Puesto que Ortega nunca se encastilló olímpicamente en una cátedra o en una posición del todo académica situada fijamente en Madrid. Por algún tiempo, su irradiación partió de Buenos Aires. Es lo que ocurre hoy con Julián Marías.

Por medio de la propia dinámica de la expresión o de la provocación periodística, Ortega buscó, como las busca Julián Marías, aquellas afinida­des de los hispanos no españoles con ellos no como quien buscase conven-cionalmente unos discípulos pasivos, sino unos lectores y hasta unos críti­cos de inteligencia y sensibilidad de tal modo afines a las suyas que, a veces, encontrasen en ellos los comienzos de unas respuestas a sus inquie­tudes.

De ahí la consagración que Ortega recibió de dentro y de fuera del mundo hispánico: igual que hoy la recibe Julián Marías. Muchas veces por el encuentro de afinidades buscadas por ellos mismos.

Ortega buscó esas afinidades incluso en el Brasil. Podemos sugerir que no hubo ningún otro intelectual europeo más atento que Ortega a los talentos, a los saberes, a las vocaciones intelectuales superiores que se hubiesen sentido o notado surgir entre los brasileños. Sus propios contac­tos con la América española le facilitaron esa atención suya hacia lo que se comprobaba en un Brasil al que la notable revista dirigida y orientada por él alcanzó de lleno.

Discípulo de un pensador español tan transespañol, tan transhispánico, tan universal por la influencia irradiada de su obra, Julián Marías, por su alta inteligencia y su vasto saber, de aquella primacía intelectual alcanzada

por el gran maestro que fue Ortega, mantiene la proyección transespañola y transhispánica de una filosofía marcada por su origen español y por su configuración hispánica. Y aún más: creadora de un lenguaje filosófico en lengua española. La obra de Julián Marías es de las que más aseguran para España, en los medios intelectuales más idóneos de Europa y de las Amé-ricas, el prestigio alcanzado por Ortega. No le faltan la admiración y el aprecio más expresivo en esos medios. La consagración decisiva.

Es notable la fecundidad de Julián Marías. Lo mismo que Ortega, Ju­lián Marías ha añadido a sus libros la actividad o la expresión comunicativa periodística, ya veces vibrante y hasta polémicamente. Y por medio de la expresión periodística, ha dado el análisis, el comentario y la interpretación de los asuntos más actuales. Julián Marías vive el tiempo moderno. Julián Marías convive con el tiempo moderno. Se proyecta sobre lo que es pos­moderno. Pero sin dejar de ser sensible a los grandes tiempos hispánicos anteriores y creadores de mucho de lo que es esencial en los tiempos actuales.

Este es el español polivalentemente hispánico y siempre admirable que, en las varias expresiones de vibrante creatividad, una vez más se hace oír en Recife, por la llamada de la Fundación Joaquim Nabuco. Esta vez, para la conmemoración del centenario del nacimiento de Ortega.

G. F.*

"'Escritor, sociólogo e historiador.


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