viernes, 6 de agosto de 2021

El nivel de la cultura española

 Artículo publicado por Julián Marías en el número 35 de la revista Cuenta y Razón. Hoy desaparecido de internet, como gran parte del contenido de dicha revista, sin explicación ninguna.

Es necesario tener en cuenta que se refiere a la cultura española del año 1988. La similitud o discrepancia con la situación actual, la dejo a criterio de los lectores interesados.


El nivel de la cultura española

JULIÁN MARÍAS

 

                      

* Valladolid, 1914. De la Real Academia Española. Miembro del Colegio Libre de Eméritos.

 

 

LO CUANTITATIVO

No es fácil determinar el nivel de la cultura de un país en un momento determinado. Es algo sumamente complejo, porque afecta a diversos estratos de la población, a muy diferentes campos, a las instituciones y a los individuos, a las varias generaciones que conviven en el mismo tiempo, a la creación de la cultura y a su recepción y posesión. Por si estas dificultades fueran pocas, hay que añadir una mayúscula: el nivel de la cultura de un país no se puede entender atendiendo a esa nación solamente, sino que depende de la de otras, de las cuales es inseparable: el estado de la cultura en España está condicionado por el de la europea en su conjunto, más aún, por el de la occidental. Si todo esto no se tiene en cuenta, cualquier valoración sumaria carece de rigor.

No voy a tratar de examinar los contenidos de las diversas parcelas de nuestra cultura; voy a limitarme a intentar precisar el nivel de los estratos de la sociedad española; y como los niveles no son nunca estáticos sino que representan tensiones y orientaciones, habrá que entenderlos primariamente como tendencias. Preguntarse por el nivel de la cultura española en 1988 significa intentar ver hacia dónde va.

Las estadísticas, especialmente las oficiales, señalan el crecimiento en todos los órdenes: más centros de enseñanza, más profesores, más estudiantes, más laboratorios, más millones de pesetas invertidos en la cultura. Todo esto es cierto, principalmente lo referente a los millones, porque todo es cada vez más costoso, y se multiplican las subvenciones a todo tipo de «actos culturales», que lo son porque así son denominados por sus organizadores o patrocinadores.

En principio, ese crecimiento es saludable. El acceso de la casi totalidad de los españoles a ciertas formas de la cultura, la difusión de una instrucción media a amplias zonas de la población que permanecían ajenas a ella, son elementos positivos, que se han ido intensificando —salvo el paréntesis de la guerra civil y sus inmediatas consecuencias— a lo largo de todo el siglo xx y sobre todo en los últimos sesenta años.

Sin embargo, y antes de entrar en los problemas cualitativos, hay un riesgo en el crecimiento: siguen las carreras superiores muchos que no tienen ni vocación para ellas ni aptitud para dominarlas con la debida competencia, simplemente por una presión social o para aprovechar las facilidades; lo más grave es que el número de graduados excede, en muchos campos, las posibilidades de encontrar puestos de trabajo, lo que está conduciendo al desempleo de grandes grupos de personas que terminan sus estudios, no encuentran aplicación profesional para ellos y carecen de otra formación que podría tener un horizonte más abierto.

El descenso del nivel de expresión, principalmente entre los jóvenes, pero no sólo entre ellos, es pavoroso. Las causas de ello son múltiples: la menor conversación familiar, por el trabajo del padre y la madre, la infrecuencia de las comidas en común, las horas dedicadas a la televisión; la insuficiencia de la enseñanza de la lengua en la escuela —cuya función capital es enseñar a hablar y secundariamente a escribir—, intensificada por las tendencias dominantes a «respetar la espontaneidad», a evitar todo lo que sea «normativo»; finalmente, la escasez de lectura en una gran mayoría de la población española, incluso de periódicos —más adelante habrá que hablar de otros aspectos de la lectura en España—. El resultado es que son muchos los que son incapaces de construir una frase con sentido, no digamos correcta o con alguna gracia expresiva. Cuando se pone el micrófono delante de un grupo de personas, en la radio o la televisión, para que digan algo sobre cualquier cuestión, las respuestas suelen ser angustiosas, porque están por debajo de la lengua, de toda lengua. Y como es ésta la que conduce el pensamiento, se advierte una difundida incapacidad de razonar, cuyas consecuencias, en todos los órdenes, son aterradoras.

Se dirá que lo mismo ocurre en otros países; es cierto que es una situación generalizada, y en grado mayor o menor afecta al mundo actual, porque en todo él dominan los fenómenos que acabo de mencionar; pero siempre se ha dicho: mal de muchos, consuelo de tontos, y no me sirve de consuelo, sino todo lo contrario, que este grave mal no sea exclusivamente español.

Por lo demás, hay una voluntaria degradación del lenguaje por parte de muchos de los que hablan o escriben públicamente —periodistas, locutores, actores, profesores, novelistas, políticos—; lejos de haber modelos, los superan en número y acaso en influencia los que hacen alarde de zafiedad, grosería, pobreza de vocabulario, desconocimiento o desprecio de la sintaxis. Esto es, probablemente, lo más grave de la situación actual de la cultura, lo que reclama un remedio más pronto y eficaz, si no se quiere entrar en lo que tan realmente amenaza: una incontenible decadencia.

El abandono de las lenguas clásicas es universal; son contados los españoles que saben algo de latín o de griego; incluso entre los sacerdotes el descenso de esos saberes es alarmante. Con lo cual se han cerrado las posibilidades de leer innumerables libros, desde la Antigüedad hasta el siglo XVII, incluso el XVIII, absolutamente necesarios para toda cultura superior, en filosofía, historia, sin excluir la historia de la ciencia, literatura y, más que nada, teología. Añádase a esto la imposibilidad de conocer las lenguas románicas sin saber latín, con lo cual la insistencia en la lingüística —a veces en detrimento de la literatura— resulta irrisoria.


EL NIVEL LINGÜÍSTICO

EL CONOCIMIENTO DE LAS LENGUAS

 LAS UNIVERSIDADES

 LA LECTURA


 Pero si se piensa en las lenguas vivas, la situación no es mucho mejor. Hasta hace unos decenios, los españoles relativamente cultos sabían francés, por lo menos para leer en esa lengua, y muchos podían hablarla con mayor o menor perfección. Ahora casi nadie estudia francés, que se ha convertido en lengua casi desconocida. En libros españoles de cierto nivel intelectual, hace un cuarto de siglo las citas francesas se daban en su lengua original y no se solían traducir, porque parecía una descortesía para el lector; las inglesas, alemanas o de otras lenguas sí se traducían, porque no se podía contar con su conocimiento generalizado.

Hoy no se estudia francés, porque se estudia inglés. Ciertamente es más importante, y la producción en lengua inglesa —sobre todo en los Estados Unidos— es muy superior a la de cualquier otra lengua; pero en francés, independientemente de la producción actual, están escritos millares de libros imprescindibles; lo mismo se podría decir del alemán, en menor grado del italiano. Pero lo grave es que se «estudia» inglés, pero ¿cuántos lo saben? No digamos hablar y entender, que es difícil; simplemente leer libros ingleses, ¿se puede contar con ello? Me dicen que a los estudiantes universitarios —salvo excepciones contadas— no se les puede pedir que lean libros en ninguna lengua extranjera: ¿es esto admisible?

Sobre la Universidad, sus peripecias a lo largo de medio siglo, sus problemas y su nivel, he escrito mucho desde hace varios años. Como no tengo ahora contacto directo con ninguna de ellas, prefiero no extenderme. Pero poseo la suficiente información para pensar que el deterioro es en conjunto aterrador. La Universidad en la que tuve la fortuna de estudiar, entre 1931 y 1936, era sencillamente maravillosa; me refiero k la Universidad de Madrid, y en especial a la Facultad de Filosofía y Letras (aunque también experimenté la calidad, inferior aunque alta, de la de Ciencias). La destrucción de la Universidad española desde 1939 fue tremenda y deliberada, especialmente por la «depuración» y buena parte de los nombramientos subsiguientes, por la pérdida de la libertad académica, por las interferencias políticas y eclesiásticas en su funcionamiento. Pero ocurría como en las ciudades bombardeadas: son tantas las casas, que siempre queda algo. Ha habido fases de deterioro posterior, y cuando ha habido motivos para que la Universidad vuelva a elevar su nivel, diversos factores —masificación, demagogia, igualitarismo, intervencionismo, localismo de las autonomías, planes de enseñanza pedantes o tendenciosos, jubilaciones intempestivas— han venido a dar al traste con las posibilidades de resurgimiento.

Hay una quejumbre generalizada sobre la lectura y las bibliotecas. Se nos ofrecen todos los días estadísticas desoladoras: tantos españoles no leen nunca un libro, tantos hogares carecen de ellos, las bibliotecas son escasas e insuficientes. Las bibliotecas públicas, ciertamente; pero dudo que en ningún otro país sean tan frecuentes las buenas bibliotecas privadas. En parte por la deficiencia de las públicas, los españoles de oficio intelectual —o simplemente de vivas aficiones— han comprado siempre más libros de los que podían costear, se han privado de lo superfino y parte de lo necesario para tener libros. No es raro que profesores, investigadores, escritores que nunca han tenido dinero posean millares de libros —a veces, muchos millares— de gran calidad y en varias lenguas. No estoy seguro de que esto continúe, por la mejoría gradual de las bibliotecas públicas, por el deseo que las generaciones recientes muestran de poseer otros tipos de bienes, y por el antes mencionado estrechamiento de las posibilidades lingüísticas.

Y hay que señalar un hecho positivo: la lectura de libros de pensamiento —filosofía, sociología, historia, historia del arte y la literatura, lingüística, etc.— es considerablemente alto en España, creo que bastante más que en la mayoría de los países que consideramos cultos. Si se comparan las tiradas y el número de reediciones en España y en el resto de Europa se llega a la conclusión de que en España se lee más ese tipo de libros, aunque sea muy inferior la lectura de novelas. A veces se comprueba, no sin sorpresa, que en España se han vendido más ejemplares de algunos libros extranjeros que en sus países propios, en su lengua original.

Esto ha hecho que los intelectuales españoles, desde comienzos del siglo, hayan sido menos «provincianos», más abiertos al estado real de la cultura universal, que sus equivalentes en otras partes. Hace poco, un distinguido intelectual francés, en visita a España, expresó su deseo de leer dos libros de los que oía hablar con elogio: Del sentimiento trágico de la vida, de Unamuno, y La rebelión de las masas, de Ortega; el primero es de 1913; el segundo, de 1930. Ambos se han difundido en centenares de miles de ejemplares y han sido traducidos a muchas lenguas.

Y hay un hecho que quiero subrayar. Existe la tendencia a tener en cuenta los libros recientes, casi exclusivamente. Una cultura afectada por esta limitación es de muy baja calidad. La validez de los libros pretéritos es, con gran frecuencia, superior; sin ellos, además, los actuales no son inteligibles. Una cultura atenida a la novedad, a la moda, es una cultura superficial y sin raíces. No ha sido este el caso de la cultura española de nuestro siglo. Y un indicio de ello es el largo tiempo de vigencia de los autores relativamente recientes, pero muertos hace bastantes años: desde la generación del 98 para acá, y unos cuantos nombres más antiguos, son plenamente actuales, objeto de lectura —incluso de discusión y apasionamiento—, no sólo de estudio. Y este carácter nos conduce a un último aspecto, que vale la pena considerar.

Tengo clara y dolorosa conciencia de las limitaciones de la cultura española de nuestro tiempo, de sus deficiencias graves en campos importantes. Su volumen no es demasiado grande. Sobre muchas cuestiones no hay ni un solo libro español bueno. Sobre otras no hay ninguno, ni bueno ni malo. Pero debo confesar que a ratos siento un extraño «complejo de superioridad» español.


LA CREACIÓN


Cuando leo libros extranjeros importantes de nuestra época, con bastante frecuencia pienso que las ideas valiosas que encierran habían sido pensadas y escritas en español veinte, treinta, cincuenta años antes; y casi siempre, mejor. Desde hace aproximadamente un siglo, ha habido unas decenas de españoles que han estado en vanguardia en diversas disciplinas. Nadie lo duda si se trata de pintura o música; casi nadie lo sospecha, en cambio, si se trata del pensamiento en muy diversos campos. Con la añadidura —para mí importantísima— de que esas formas de pensamiento creador, innovador, riguroso, se han expresado en forma literariamente atractiva, tal vez refulgente, lo que ha permitido que ese pensamiento sea absorbido por amplias minorías no profesionales, y entre ellas muchas mujeres, que poseen ciertas ideas desconocidas de sus equivalentes en otros lugares; ideas que no traducen en obras escritas, sino que con ellas hacen, simplemente, sus vidas.


UNA SOLA LENGUA


Uno de los rasgos que más me interesan de la lengua española es que no hay en ella dos lenguas, una culta y literaria y otra coloquial, sino que es una sola, de manera que el pueblo entiende la lengua de sus grandes escritores —aunque puedan escapárseles algunos contenidos— y los escritores vierten su pensamiento en la lengua viva, incluso con los giros y modismos de la lengua coloquial. Pues bien, podría decirse que algo análogo ocurre con el pensamiento creador español, que no es patrimonio exclusivo de los «especialista», sino que es accesible a grandes grupos de personas ajenas a las profesiones específicamente intelectuales. Una confirmación de esto se encuentra en el hecho de que cursos y conferencias sobre cuestiones estrictamente intelectuales cuentan, en cualquier ciudad española, con públicos muy amplios, interesados y atentos, que sorprenderían en otros países.

Y esto, que empezó hace muchos decenios, no ha terminado. Siguen existiendo en España intelectuales capaces de creación, de planteamiento riguroso y vivaz de los verdaderos problemas, y de expresión adecuada y eficaz de sus ideas. Se podría hacer una lista de las disciplinas en las cuales la contribución de algunos españoles las ha hecho alcanzar un nivel más elevado que el que poseían. Y se ha establecido una conexión entre muy, diversas disciplinas, de manera que los mejores cultivadores de ellas no están confinados en su campo particular, sino que reciben impulsos, estímulos y recursos de otras. Y esa interpenetración de las ideas y de lo creador en los que reciben lo creado es precisamente lo que merece llamarse cultura.



No hay comentarios:

Publicar un comentario