miércoles, 30 de octubre de 2024

Feijoo y las generaciones del siglo XVIII

 

En el año 1976, celebración del tercer centenario del nacimiento de Feijoo, Julián Marías intervino en un ciclo de conferencias en Oviedo. Su disertación versó sobre el título de este apartado. Por su interés muestro su contenido, así como alguna de las páginas del libro: Fray Benito Feijoo: Fe cristiana e Ilustración



Feijoo y las generaciones del siglo XVIII


Prefacio introductorio


FEIJOO Y LAS GENERACIONES DEL SIGLO XVIII


JULIÁN MARÍAS



Texto de la Conferencia pronunciada en el Seminario Metropolitano de Oviedo el 6 de abril de 1976, como homenaje al P. Feijoo en el tercer centenario de su nacimiento




Voy a hablarles de Feijoo y las generaciones del siglo XVIII. Mi propósito es situar la figura de Feijoo dentro del esquema de la serie de generaciones que integran esa centuria. Las generaciones son fáciles de precisar desde el punto de vista teórico. La teoría de las generaciones la elaboraron muchas figuras intelectuales, especialmente Ortega, de manos de quien recibió la teoría forma, creo, definitiva. Está bastante claro que hay generaciones, que duran quince años por tanto comprenden las personas nacidas en una zona de fechas de quince años; que estas generaciones se solapan, se superponen, cubriéndose parcialmente. En cada momento coinciden en plena actividad tres generaciones; en nuestra época cuatro, gracias a la longevidad de que disfrutamos. Pero lo que no es fácil es la determinación empírica de las generaciones. Es decir lo que no es tan fácil es determinar cuál es la escala efectiva de las generaciones. Sobre esto yo he trabajado bastante hace muchos años. Había llegado a determinar una escala de generaciones que me parecía bastante válida para los siglos XVIII y XIX. Después he hecho el intento de llevarla hacia atrás, hasta el siglo XV, y creo que responde la realidad histórica y que hay un mínimo de problemas que se pueden resolver fácilmente con esta escala que propongo.


Naturalmente no voy a hablar aquí del tema en general, sino simplemente de las
generaciones del siglo XVIII.

Una generación se define por una fecha: se puede definir por la fecha de
actuación, de primera actuación de los miembros de ella pero me parece que,
cuando se habla de varias generaciones, es mucho más seguro tomar las fechas de
nacimiento, las fechas natales. Si ustedes quieren tomar la fecha del
florecimiento, corran ustedes treinta años y la tendrán. Tomando las fechas de
nacimiento, una generación se compone de una fecha central, los siete años
anteriores y los siete años posteriores, de modo que cada generación está
definida por una zona de fechas de quince años, dentro de la cual se han
producido los nacimientos de los miembros de esta generación. Y cada quince años,
es decir, al pasar de una generación a otra, se produce un cambio del mundo.

Ortega insistía en que hay dos clases de cambio, los cambios en el mundo,
que son constantes, que se producen en todo momento y que pueden ser muy
importantes y los cambios generacionales que pueden ser pequeños, que normalmente
son muy pequeños, pero que son cambios globales, es decir son cambios del mundo
como tales. Cada quince años cambia un poco todo. De ahí la importancia enorme
que tienen los cambios generacionales; aunque sean pequeños son cambios totales.
Es la forma entera de la vida la que cambia un poco cada quince años.

Precisamente creo que estamos en un cambio generacional. Creo que el año 1976
corresponde a un cambio de generación. Y creo precisamente que estamos empezando
exactamente ahora, que estamos empezando una nueva fase, pequeña fase, de quince
años de historia. No crean ustedes que lo digo desde el año 76. Hace dos años
publiqué una serie de artículos que se titulaban “Hacia 1976”, en que yo
anunciaba cambios importantes en este año. Parece evidente que los está habiendo,
pero a mí me lo parecía evidente hace dos años y además creo que no dependen de
las anécdotas o de los sucesos concretos, sino de la estructura de la historia.

Pues bien, el año 1676, el año del nacimiento de Feijoo, fue, creo, una fecha
central generacional. Voy a dar el esquema de las generaciones del siglo XVIII,
con unos cuantos nombres de cada una de ellas, para que tengan una imagen de su
contenido. Voy a dar unos pocos nombres, simplemente los más característicos.

A la generación de 1676 pertenecen: Felipe V, el primer rey de la Casa de Borbón;
es de los más jóvenes de la generación. Nació al final de la generación, pero
creo que pertenece a ella. Y hay dos figuras, dos figuras importantísimas y,
en cierto sentido paralelas; Macanaz, más viejo que Feijoo —nació en 1670— y
Feijoo -nació exactamente el año central de la generación, el 1676—. En este
caso podríamos llamar a esta generación la generación de Feijoo —es la
figura más importante de ella, el epónimo de la generación— y es al mismo
tiempo —por casualidad— el centro.
La generación siguiente es la de 1691 y a ella pertenecen: To- rres Villarroel; el gran amigo y discípulo de Feijoo, el P. Sarmiento; y dos importantes políticos, dos importantes ministros, D. José de Campillo y D. José de Carvajal y Lancaster. La tercera generación es la de 1706 y es la generación del se- gundo rey de la Casa de Borbón, Fernando VI. A ella pertenecen Mayáns, Luzán, el Padre Enrique Flórez, el P. Isla, el Marqués de la Ensenada, Jorge Juan. La cuarta es la de 1721, la generación de Carlos III. Y a ella pertenecen grandes políticos también, tres grandes políticos, tres fi- guras quizá políticamente las más interesantes del reinado, el Conde de Aranda, Floridablanca, Campomanes; D. Antonio de Ulloa, el compañero de Jorge Juan, gran marino y explorador, y el arquitecto Ventura Rodríguez. La quinta es la de 1736. Es una generación muy predominante- mente intelectual. Mientras, en la generación anterior, se ven muy fundamentalmente hombres de gobierno, en ésta predominan los in- telectuales: D. Ramón de la Cruz, Lampillas, Hervás y Panduro, Fray Diego González, el P. Juan Andrés, Villanueva, Celestino Mutis, gran naturalista, García de la Huerta, Cadalso, Capmany, Bayeu. La de 1751, la última generación plenamente del siglo XVIII, es la de Carlos IV. Pertenecen a ella nada menos que Jovellanos, Goya, Masdeu, Esteban de Arteaga, Meléndez Valdés, Sempere y Guarinos, Forner, Tomás de Iriarte (no es mala generación, como ven). Y finalmente, la generación límite, la generación que está a ca- ballo entre el siglo XVIII y el romanticismo, la de 1766: Moratín, el Conde de Noroña, Vargas Ponce, Mor de Fuentes, traductor del Werther de Goethe; el Padre Marchena, Arjona, Reinoso, Godoy y el pintor Vicente López. Ven ustedes cómo es una generación a ca- ballo entre dos mundos, una generación neoclásica como escritores, porque la primera generación romántica española es todavía neo- clásica en su literatura, pero inequívocamente prerromántica en mu- chos rasgos profundos. Esta generación sería la generación limítrofe entre el XVIII y el Romanticismo. Ahí tienen ustedes el esquema de las generaciones de un siglo que parece cada vez más rico. El siglo XVIII, cada vez parece más claro, es la clave de la historia de España moderna. Es la época en la cual tienen su partida de nacimiento la mayor parte de los he- chos y de las ideas que han de decidir los últimos doscientos o dos- cientos cincuenta años de la historia de España. Y cómo el desconocimiento del siglo XVIII, que ha sido profundísimo ha oscurecido la interpretación de nuestra historia y ha hecho que los dos últimos siglos españoles tengan una serie de vacilaciones y dificultades que probablemente no hubieran existido si España hu- biera poseído este siglo, el siglo blanco de la historia de España, el siglo de la concordia, el siglo menos violento, el siglo más próspero probablemente de toda la historia española, siglo que,lejos de ser una decadencia, como se ha dicho por los que tocan el violín de oídas, ha sido probablemente el siglo en que se han producido más cosas, más ideas, más monumentos; en que la vida española llegó a niveles económicos más altos, de relativa justicia social, de mayor libertad y sobre todo de una concordia como no había tenido España antes ni la ha tenido después. En este sentido, en este contexto, quisiera que consideráramos la figura de Feijoo. Feijoo nace, naturalmente, dentro del reinado de Carlos II. Feijoo se forma en pleno siglo XVIII. Tenía veinticuatro años ya, cuando se produce el cambio de dinastía. Es decir, en algún sentido, tenía una primera formación recibida en la España de los Austrias, en la España del siglo XVII. Es decir, ha nacido en lo más profundo de la decadencia española, decadencia que, naturalmente. es evidente, pero que quizá habría que rectificar en algún sentido, no sólo porque no fue todo decadencia, no sólo porque hay un cierto renacimiento intelectual en los últimos años del siglo XVII, que se está descubriendo e investigando (por ejemplo López Piñero y su equi- po de investigadores están descubriendo en Biología, en Medicina, en Matemáticas, esfuerzos muy interesantes en el siglo XVII), sino porque además creo que, cuando se habla de la decadencia española, habría que darse cuenta de que la imagen de España que tenemos nosotros ahora no es muy exacta, porque pensamos normalmente por España lo que entendemos hoy. Desde 1898, España no es más que el territorio de la Península Ibérica, menos Portugal, más las Islas Baleares y Canarias. Pero Es- paña no ha sido esto desde finales del siglo xv, no había sido esto hasta el 98. Es decir, España era la Monarquía española, una nación y una transnación, una supernación. Era un complejo de pueblos distintos, heterogéneos, unidos en una empresa histórica común. Creo que el primero que vio esto claro, quizá antes que los his- toriadores, fue Azorín. En el discurso de ingreso en la Academia Es- pañola, del año 1924, que se titula Una hora de España y que habla de la España de 1560 a 1590, la España de Felipe II, hay un capítulo muy interesante que se llama “La famosa decadencia”, y Azorín ob- serva que la decadencia española del siglo XVII, que fue evidente aquí en Europa, sin embargo no fue decadencia, por ejemplo, en América. Mientras hay ciudades que se abandonan, mientras hay ciudades que decaen, campos que se despueblan y oficios que pierden, industrias que se extinguen, bosques que se talan -esto es cierto— hay, por otra parte, ciudades que se levantan, fortificacio- nes que se construyen en el otro mundo, minería que se desarrolla, industrias que crecen, aumentos de población en América y Filipinas. Si tomamos globalmente lo que se llamaba, con una expresión adecuada, las Españas, entonces la decadencia es menos total. La decadencia en una parte coincide con el resurgimiento de otras par- tes. Piensen ustedes, por ejemplo, en lo que €s México, es decir, lo que es el virreinato de Nueva España del siglo XVIII. Piensen uste- des, que la ciudad de México era una ciudad fabulosa, una ciudad enorme para la época, espléndida, con una famosa catedral, con esa plaza conmovedora del Zócalo, con innumerables iglesias y palacios como no había más que en las grandes ciudades europeas. La ciu- dad de México era comparable, yo qué sé, aparte de París, Londres, Roma, Florencia, quizá Viena, era equivalente a una de las grandes e ilustres ciudades europeas, de las muy pocas grandes ciudades; in- comparable, por ejemplo, con ninguna ciudad de los Estados Unidos en el siglo XVIII. ¿Cómo se podía comparar Nueva York o Filadelfia o Boston con México? Ni de lejos. Piensen que Caracas se organiza en el siglo XVIII. Buenos Aires se desarrolla entonces. Si hacemos lo que pudiéramos llamar la suma algebraica, resulta que la decaden- cia es más dudosa. Y ésa fue la realidad durante mucho tiempo, y es lo que se entendía por España. Hace poco leía yo un texto muy interesante, que los españoles deberían leer por muchas razones y especialmente ahora: la primera Constitución Española, la Constitución de Cádiz, la Constitución de 1812 que, naturalmente, no duró más que dos años; como saben us- tedes ya se encargó Fernando VII de aplastarla, tan pronto como subió al trono. Decía Ortega que los liberales en España siempre ha- bían gobernado por bienios. Es conmovedor decir cuál es el territorio español. Dice la Cons- titución: el territorio español comprende: en Europa, la Península Ibérica; en la América Septentrional, tal y tal y tal; en América Central, tal y tal; en Asia, las Filipinas y los territorios dependien- les. Es decir, es una realidad que no es geográfica, que no es terri- torial, que tiene diferentes territorios en tres lugares. Y si se lee – a mi esto me conmueve profundamente— la lista de los diputados de las Cortes de Cádiz, que firmaron la Constitu- ción, se ve que dice: el Diputado por Asturias, el Diputado por Ex- tremadura, el Diputado por la Serranía de Ronda, el Diputado por Guayaquil, el Diputado por la provincia de Valladolid de Mechoacán, el Diputado por Buenos Aires, el Diputado por Almería, el Diputado por Cataluña, el Diputado por Veracruz, el Diputado por Puerto Rico, el Diputado por el Reino de Trujillo del Perú. Todos mezclados, sin orden, como españoles europeos, unos, y españoles de ultramar los otros, que es como se llamaban. Esto es lo que ha sido la realidad española en tiempos de Feijoo y antes y después. Y, desde luego, durante todo el siglo xvIII. Y es una imagen que los españoles hemos perdido. Nos hemos acostum- brado a pensar en la realidad de nuestro país, con arreglo a un cri- terio distinto, cuando España en el siglo XIX se convierte en una realidad más bien provinciana, que nunca había sido. Por eso, por ejemplo, si ustedes ven el Cuadro de las Lanzas, si preguntan quié- nes son aquellos señores; el vencido, Justino de Nassau que ofrece las llaves al general vencedor; si ustedes se preguntan quién es este otro señor, les dirán, es don Ambrosio de Spínola. Diremos que es Spínola, claro, un italiano, un italiano al servicio de España. No. Era un español de Italia, que es distinto, al igual que había espa- ñoles de Lima, como es Olavide en el siglo XVIII; de México o es- pañoles de Buenos Aires o españoles de Manila, o españoles de Ovie- do, españoles de Sevilla. Esta es la cuestión. En este mundo, todavía en este mundo, en medio de una deca- dencia, que, tan pronto como termina la Guerra de Sucesión, Espa- ña empieza a superar de una manera increíblemente rápida, en este mundo aparece Feijoo. Ustedes saben que Feijoo no empieza a escribir hasta que tiene cincuenta años. Esto es bastante interesante. Un hombre tan escri- bidor como Feijoo, que tenía tan clara vocación de escritor, sólo es- cribe cuando tiene cincuenta años, o cuarenta y nueve, si se quiere contar la defensa de la Medicina Scéptica del Dr. Martín Martínez. Es decir, su vocación resultó que era de escritor, pero él es un teólogo que nunca
 escribió de teología, un teólogo profesor de Teología, lector, sobre todo lector, 
enorme lector, pero que no escribe. No escribió probablemente, pienso yo, hasta que no 
tuvo más remedio, hasta que consideró que no tenía más remedio que escribir. Hay que
 preguntarse por qué tuvo que escribir Feijoo. La fama de Feijoo fue enorme en su tiempo.
 A mi me sorprendió enormemente la primera vez que tuve conocimiento de un dato numérico. 
Las obras de Feijoo se editaron mucho en vida. Desde la edición del Teatro Crítico en 1726 
– el mismo año que se publica el Diccionario de la Real Academia Española,por cierto- y
 hasta la muerte de Feijoo y un poco después, se reimprimen las obras con frecuencia;
 luego ya no se reimprimen. Es curioso que las obras de Feijoo casi se dejan de leer con
 su muerte. Muy poco después de la muerte de Feijoo dejan de
circular ampliamente, pero lo interesante es que el número aproxi-
mado de ejemplares de las obras de Feijoo que se venden es de 400.000,

y cuando uno piensa que España tenía algo menos de 10.000.000 de

habitantes y los habitantes capaces de leer, en la América española,
no eran muchos, y piensa uno que ese país era predominantemente
rural, que por tanto la población urbana era muy pequeña, y que
las obras de Feijoo eran obras de pensamiento, no eran tampoco
de lectura demasiado amplia: cuatrocientos mil volúmenes de escri-
tos de Feijoo es una cifra inmensa. Es decir, sería una cifra de
ventas muy importante para un autor actual.

Feijoo representa un impacto sobre la sociedad española del si-
glo XVIII cuantitativamente enorme, lo cual, por tanto, quiere decir
que la obra de Feijoo respondía a una profunda necesidad de la so-
ciedad española. Después se ha valorado a Feijoo de muy diversas
maneras, a veces con gran desdén. No recuerdo quién dijo que se
debería hacer una estatua a Feijoo y al pie de ella quemar sus li-
bros, reconociendo la simpatía y el valor moral de su figura, pero
el nulo valor de su obra. Yo creo que esto es un error.

Feijoo no descubrió grandes cosas, no fue, si quieren ustedes, un
pensador original. Fue un repensador original. Repensó originalmente
dentro de su circunstancia, dentro de su propia situación, toda una
serie de ideas, de origen europeo la mayor parte, que le parecían
absolutamente urgentes para superar la situación en que estaba
España.

Y, ¿que situación era la que se encuentra en España? Yo diría
que España está para él en estado de error. ¿Qué quiere decir esto?
¿Cómo estado de error? España había puesto su vida —o se la ha-
bían puesto por ella— a la carta de evitar el error precisamente
España había querido evitar el error a todo trance; el error, natu
ralmente, religioso.

El año 1559, fecha bastante inquietante para la historia de
paña, ocurren tres cosas gravísimas. Es el año en que se inicia
proceso del Arzobispo de Toledo, Fray Bartolomé de Carranza. Es el
año en que se promulga por el Inquisidor General Fernando de Val-
dés el primer Index Librorum qui prohibentur, y es el año e
Felipe II prohibe a los españoles asistir a las Universidades euro-
peas, con un par de excepciones, me parece que eran, Innsbruck
Bolonia. Es decir, es uno de los primeros momentos en que
se estrecha, en que España se encierra en sí misma. Es uno
primeros síntomas de lo que llamaría Ortega luego la “tibetaniza-
ción” de España. Pero no quiere decir esto que España desde en-
tonces quede “estrecha”, no. Tenemos una tendencia muy curiosa a
pensar que en España todo lo que pasa, sobre todo lo malo que
pasa desde entonces en adelante; por ejemplo, cuando se
la decadencia, se discute cuándo empieza. ¿A mediados del siglo XVII?
¿A principios del siglo xvII? ¿A fines del siglo xvI? Esto se puede
discutir. Lo que no se discute es hasta cuándo, pero se supone que
hasta siempre. Hasta hoy, hasta mañana. Hasta el siglo XXV. Bueno
no es seguro. No es tan seguro. No siempre lo peor es cierto.

España se empieza a encerrar en 1559, pero vuelve a abrirse va-
rias veces, vuelve a abrirse y vuelve a cerrarse. Y dependerá de nos-
otros el que se abra o se cierre. Este año, el año cincuenta y nueve,
repito, representa un primer momento de reclusión en sí misma, de
cerrazón, de obnubilación del horizonte, de apartamiento de lo que
es Europa. Y desde entonces, con más o menos intervalos de res-
piro, España se propone evitar el error, evitar la herejía.

Y, sin embargo, Feijoo encuentra a España en estado de error.
¿De error religioso? Sí, también. ¿Cómo es esto? ¿Pero no se había
evitado la herejía? Sí, la herejía, sí. Quizá a costa de que tampoco
hubiera mucho pensamiento teológico. Pero es que, claro, los peca-
dos contra la fe son de muchas clases. Ustedes lo saben mejor que
yo: puede haber apostasía, puede haber herejía, puede haber supers-
tición. Y España no era herética, pero era terriblemente supersticiosa.

Y encuentra Feijoo que España está cubierta de todo género de
supersticiones, está todo el mundo lleno de creencias absolutamente
infundadas y falsas. Creencias que se extienden a todo: desde la
creencia en los milagros que no son tales milagros, hasta la creen-
cia en que es bueno sangrarse y no beber agua, con lo cual natural-
mente los enfermos no morían de la enfermedad, pero morían de
deshidratación, que para los efectos es lo mismo. Y Feijoo decide
aclarar todo esto.

Feijoo representa, diríamos, lo contrario del espíritu inquisitorial.
Feijoo dice que a él le importa combatir lo que llama los errores
arraigados. ¿Qué quiere decir esto? En una terminología moderna
llamaríamos a esto las “creencias sociales” falsas. Es decir, el error
individual no le importa. Lo contrario de la Inquisición. La Inquisi-
ción trata de perseguir el error, el error personal, el error indivi-
dual, incluso el error oculto, el error que no se manifiesta, el error
interno, si se puede de alguna manera descubrir o revelar. De esto
naturalmente no diría nada Feijoo.

Además, le parece que el error individual es inevitable. El hom-
bre es falible. ¡Ah, los errores arraigados, las creencias sociales arrai-
gadas, con sus raíces en la sociedad, difundidas: estas sí! Estas son
perniciosas. Estas provocan que se viva en estado de error. Y es lo que
él trata  de combatir. Él trata de mostrar cómo esas creencias admitidas
no son verdaderas.

Llevó a los médicos por la calle de la Amargura. La medicina
del siglo XVIII era todavía horrible. Yo recuerdo haberle preguntado
hace unos años a mi buen amigo, gran historiador de la Medicina,
Lain Entralgo: “¿Desde cuándo crees tú que la medicina ha ayu-
dado más bien a curarse que a morir?”. Es decir ¿desde qué fecha
la presencia del médico ayudaba más bien a seguir viviendo que a
morir? “Es una buena pregunta —me contestó—. Pero se puede con-
testar bastante bien: desde fines, muy fines del siglo XVIII”. Claro,
piensen ustedes: cuando uno ve la mortalidad, la tremenda mor-
lidad de los grandes, los Reyes, los Obispos, los nobles. ¡Morían tan
jóvenes! Claro, es que siempre tenían un médico a mano. Estaban
perdidos. Las pobres gentes tenían más esperanza, porque la natu-
raleza obraba muchas veces y los podía salvar, pero el pobre hom-
bre poderoso que tenía siempre un médico de cabecera, un médico
con la guadaña, digo con la lanceta, estaba perdido.

Y naturalmente, el Doctor Martín Martínez, con su Medicina Scép-
tica, con su medicina empírica y que trataba de averiguar las cosas
y sobre todo de ponerlas en duda, de no estar muy seguro, trató
de dar un paso adelante y Feijoo lo defendió.

Hay un libro muy interesante, un libro de un francés de prin-
cipios del XVIII, el Abbé de Vayrac; él habla de la tendencia de los
españoles a no cambiar nada, y habla de cómo los médicos tienen
que mantenerse fieles a los principios galénicos, a Averroes, a Avi-
cena, a todos los médicos tradicionales. Dice que los enfermos se
mueren, pero se mueren según las reglas, que es como deben mo-
rirse. Pues bien, esto es lo que pone en duda Feijoo. Lo pone en tela
de juicio. Se dice, por ejemplo, “no se debe beber agua por la no-
che”, es malísimo. Feijoo no está seguro. Entonces Feijoo bebe un
gran vaso de agua fría, se acuesta y duerme como un bendito. Y
entonces dice: “pues no”. Y trata de poner a prueba las cosas. Y
trata de demostrar hasta qué punto esto no se justifica.

Pero yo creo que el gran milagro de Feijoo lo hace como escri-
tor. Y si ustedes leen a Feijoo, —yo no sé si ustedes lo han leído;
no lo sé, pero me gustaría saberlo; porque es que yo creo que a
Feijoo no lo lee casi nadie, ni siquiera en Oviedo—; yo les agrade-
cería mucho a los que no lo hayan leído que lean un tratado, un
ensayo, una carta de Feijoo. Probablemente, si ustedes lo leen, no
les va a hacer gran efecto. Van a encontrarlo bastante corriente:
hasta decir: “Pues está bien”. No les sorprende mucho. Y yo creo
que eso es lo absolutamente sorprendente: que no les sorprenda.
Porque es que resulta que parece de hoy; es decir, que escribe como
nosotros, más o menos. Si ustedes leen un ensayo de Feijoo, pue-
den leerlo como si se acabara de publicar. Bueno, esto es el milagro.

Porque, si ustedes tienen” presente cómo se escribía entonces,
cómo se escribía en 1720 o en 1740…, con aquella prosa barroca, fer-
mentada, que eran los restos del siglo XVII, pero bien fermentados ya
por la falta de inspiración creadora, con una tremenda complicación;
si ustedes piensan lo que eran los religiosos de aquella epoCa, lo 
que eran todavía mucho después, muy al final de la vida de Feijoo...
Lean el Fray Gerundio de Campazas del padre Isla. Vean los modelos de predicación.
 Recuerden los libros de la época: por ejemplo los Gritos 
del Infierno del Padre Boneta o la Alfalfa espiritual para los borregos
 de Cristo... Si ustedes ven el barroquismo, la confusión, el caos mental
 con que se escribía y ven esa prosa diáfana, transparente, graciosa, 
como de manantial, de Feijoo se dirán: “¿No es un formidable innovador literario? 
¿No es un hombre que se ha adelantado casi un siglo a la prosa española?”. No nos 
parece extraordinario como escritor, de puro ser extraordinario. Porque nos parece de hoy.

Del mismo modo que su mentalidad, sus ideas, por ejemplo religiosas
tampoco nos sorprenden, porque, claro está, ha sido el primer postcon-
ciliar. Eso es lo que fue Feijoo. Ni más ni menos. Un hombre de espíritu positivo. 
Un hombre que, cuando discute, por ejemplo, sobre si es mejor el español o el francés, 
él dice: “¿Espa-ñol o francés? ¡Español y francés! 
¿Por qué vamos a elegir?”. Las dos lenguas son interesantes. Tienen
grandes virtudes y grandes cualidades. Un hombre que es feminista, 
quiero decir que las mujeres le parecen interesantísimas, le parecen
muy bien. No faltaba más. Ha sido uno de los hombres con más entusiasmo
por las mujeres que ha habido en su época, en cualquier época. Es un hom-
bre que no está dispuesto a creer que el que no es católico es un
monstruo, ¿por qué razón? Por ejemplo, cuando se habla de aquel
noble inglés al cual se acusó —"Feijoo lo cuenta— de haber asesi-
nado a su mujer con la esperanza de casarse con la reina Isabel
de Inglaterra, pone una nota y dice: “Bueno, no es seguro que esto
sea verdad, porque todos los que lo dicen lo toman de Sanders; y
Sanders era muy hostil a los protestantes”. No se debe estar dis-
puesto a creer todo lo malo que se cuenta del adversario religioso.
O se burla con mucha gracia de los que pidieron un presupuesto a
unos ingenieros del Norte de Europa para hacer una traída de aguas
y, cuando el presupuesto era muy caro, dijeron que no querían agua
traída por mano de herejes. Comprueben ustedes. Es decir, que tiene
un espíritu absolutamente positivo.

Ha habido dos grandes espíritus postconciliares en España, uno
se llamaba Feijoo y el otro Jovellanos. Nos sentimos más cerca de
ellos que de cualquier otro español posterior. Absolutamente más
cerca. Son mucho más actuales. Cuando leemos a Feijoo y leemos a
Jovellanos, en asuntos religiosos, nos sentimos mucho más cerca de
ellos, que de nadie, sin excepción. Si esto no es milagro, que venga
Dios y lo vea.

Pero yo quisiera leerles a ustedes algunos pequeños fragmentos
de Feijoo para que vean algunos rasgos de su pensamiento. Les de-
cía que es compañero de generación de Macanaz. Macanaz fue fiscal
del Consejo de Castilla, y escribió, a petición del rey Felipe V, un
famoso “Pedimento del Fiscal”, que envolvía nada menos que la trans-
formación política, administrativa y económica de España.

España estaba entonces prácticamente en manos de la Iglesia.
Las propiedades eclesiásticas eran inmensas. Las cargas de la Iglesia.
eran muy grandes; la Iglesia asumía toda una cantidad de funcio-
nes y cargos que, naturalmente, en otras épocas y en otros países,
han correspondido a la sociedad o al Estado. Cuando se imagina a la
Iglesia como una especie de pulpo gigantesco, que ha absorbido al
país, bueno, es una imagen un poco caricaturesca; no dudo que haya.
habido ciertos elementos de pulpo, pero la Iglesia asumía una can-
tidad de funciones enormemente importante.

Pero los regalistas, a comienzos del siglo XVIII, consideran que:
esto no debe ser, que esto es indebido. Quieren una Iglesia que sea
Iglesia, una Iglesia que sea espiritual, y quieren que de las funcio-
nes sociales se ocupe la sociedad y, por tanto, el gobierno, la Coro-
na. Y entonces tratan de trasformar esto. Y esto es lo que hace, a.
petición de Felipe V, D. Melchor Rafael de Macanaz, y presenta este
documento reservadísimo a Felipe V y al Consejo de Castilla.

Ahora bien, como saben ustedes, eso que llaman ahora las filtra-
ciones es cosa de todos los tiempos. Y, antes de que llegara a Fe-
lipe V, el documento cayó en manos del Inquisidor General, el cual
se apresuró a condenar a Macanaz, indicando que el documento que
empieza con estas palabras y termina con estas palabras está con-
denado. Y naturalmente lo único que pudo hacer Macanaz fue poner
tierra por medio y emigrar a Francia. A pesar de que era un en-
cargo del Rey y que estaba protegido por el Rey. Bueno, la historia
es como una novela policiaca muy divertida y la contaría si el tema
fuera Macanaz, pero el tema esta noche es Feijoo.

Macanaz se propone iniciar la Ilustración española en lo político.
y administrativo. Hay un documento muy interesante que yo publi-
qué hace unos años, un documento muy breve y muy gracioso, por
cierto, escrito muy graciosamente, en que propone Felipe V las re-
formas que hay que hacer en la sociedad española para que España.
vuelva a su prosperidad. A esto yo llamaba “Programa del siglo XVIII”
porque es exactamente lo que se hizo. En 1714, Macanaz propone un
programa de reformas, que es exactamente lo que se hace en tiempo
de Felipe V, de Fernando VI y, más aún, de Carlos III. Y parece
que se cumplió absolutamente lo que dice.

El reverso de la medalla es Feijoo. Feijoo significa el programa
de la Ilustración en lo intelectual, en lo cultural, en las creencia
sociales. Cuando está saturado, cuando considera que hay que decir
algo, que hay que combatir esas ideas erróneas, Feijoo se pone a,
escribir. Fíjense ustedes que nunca escribió de Teología. ¿Por qué
razón? Porque él considera que la Teología está suficientemente tra-
tada. En España se ha escrito mucho de Teología. Se ha escrito
muy bien. Además dice: ¿No hay Santo Oficio? No sé si con un poco
de ironía. El Santo Oficio se ocupa de los errores teológicos. No hay
que preocuparse de ellos. En cambio, de los demás errores, sí. Nadie
se ocupa. Hay que descubrirlos, hay que rectificarlos. En el año cua-
renta y cinco hay una carta, la carta XVI del Tomo Il de Feijoo
(1745). Se refiere a las causas del atraso que se padece en España en
orden a las ciencias naturales. Y enumera Feijoo seis causas prin-
cipales. Las voy a leer un poco resumidas.

Primera: el corto alcance de algunos de nuestros profesores, que
piensan que no hay más que saber que aquello poco que saben. Ha-
bla de los escolásticos que desconocen toda la filosofía y la ciencia
moderna, que de la filosofía cartesiana no conocen más que el nom-
bre de “filosofía cartesiana”.

Segunda: la preocupación que reina en España contra toda nove-
dad. Ustedes recuerdan que en el siglo XVII se decía: “novedad, no
verdad”. |

Tercera: el errado concepto de que cuanto nos presentan los nue-
vos filósofos se reduce a unas curiosidades inútiles. Esto es muy im-
portante. España ha tenido siempre el afán de la ciencia aplicada,
de la ciencia útil. Es curioso, un país que ha sido poco técnico como
España, ha tenido la preocupación de la ciencia útil, y no se ha
dado cuenta de que no se hace ciencia útil más que justamente
cuando se hace ciencia desinteresada, ciencia teórica. Por no haber
tenido grandes científicos teóricos, no ha tenido España grandes téc-
nicos, ni una gran técnica. Pero siempre se decía: “esto son especu-
laciones vanas, especulaciones inútiles. ¿Qué es eso? ¿Crear la Ma-
temática, la Física...? ¿Qué quiere decir esto? Descartes, Newton 0
Huygens... son especulaciones curiosas”. Esto lo dirá Forner todavia.
En los Institutos de Tecnología actuales en los Estados Unidos, el
M.I.T. o en el Caltech, el 35 % de las enseñanzas son Humanidades,
es Filosofía, es Lingúística, es Arte, Literatura. Un 30% largo €5
ciencia pura y el resto, es decir, menos de un tercio es ciencia apli-
cada, es tecnología. Por eso luego hay tecnología, claro.

Cuarta: la identificación de toda la filosofía y la ciencia moderna
con Descartes, olvidando en una misma ignorancia todo lo
demás.

Quinta: un celo pío, sí, pero indiscreto y mal fundado. Un vano
temor de que las doctrinas nuevas en materia de Filosofía traigan
algún perjuicio a la Religión. Con otras palabras, este religioso mie-
do, el temor a que se hagan los españoles a la libertad con que dis-
curren los extranjeros. Dice que ahí está el Santo Oficio para velar
por la fe sin que se pongan puertas las doctrinasDoy que sea un remedio precautorio contra el error nocivo cerrar
la puerta a toda doctrina nueva, pero es un remedio no necesario,
muy violento. Es poner el alma en una durísima esclavitud, atar a
la razón humana con una cadena muy corta. Es poner en estrecha
cárcel a un entendimiento inocente, sólo por evitar una contingen-
cia remota de que cometa algunas travesuras en adelante”.

Sexta: la emulación. ¿Acaso se le podría dar peor nombre? Ya
personal, ya nacional, ya faccionaria. Dice que se refiere a los que
declaman contra toda la nueva Filosofía y Literatura, y agrega esto:Oyéseles reprobarla o ya como inútil o ya como peligrosa; no es
esto lo que pasa allá dentro; no la desprecian o aborrecen; la en-
vidian. No les desplace aquella literatura, sino el sujeto que brilla
con ella. Esta envidia es personal a veces, y otras es nacional, oje-
riza contra la Francia”, dice. Y aquí entra lo de “los aires infectos
del Norte, expresión que ya se hizo vulgar en escritores pedantes”,
dice Feijoo. Como ven ustedes escribía bastante claro y con bastante
gracia.

Hay un texto prácticamente desconocido, porque, aparte de que
no se lee mucho a Feijoo, lo que desde luego no se lee son las de-
dicatorias que puso a sus libros. Nadie lee las dedicatorias, claro.
Pero en 1750, en el vol. III de las Cartas, Feijoo dice algo extraor-
dinario, algo que casi nunca dijo un español decente e inteligente.
Y ¿qué es? Que las cosas van bien. Yo no recuerdo más que un par
de casos en toda la historia. Este es uno de ellos. Es una dedicato-
ria al rey Fernando VI: “Todos los males de España, de dos siglos
a esta parte, vienen, Señor, de la falta de fuerzas; de la falta de
fuerzas terrestres, de la falta de fuerzas marítimas. Y no sé, Señor
si la falta de fuerzas en este cuerpo político provino, como muchas
veces sucede en el cuerpo natural, de la falta de régimen que hubo
en otros tiempos. Pero sé que el régimen que hay ahora es el que
nunca hubo. Así se ven efectos de él cual en España nunca se vie-
ron y tales y tan prodigiosos que, aún viéndolos, apenas acertamos
a creerlos”. Y enumera lo que se está haciendo: aumento de la ma-
rina, nuevas fábricas; fortificación de los puertos; construcción de
arsenales; nuevos caminos, acequias, compañías de comercio, escue-
las de náutica y artillería, de cirugía; pago exacto de los sueldos
a funcionarios y a militares; pago también de las deudas del reinado; 
anterior; atracción de técnicos y artistas extranjeros, para que tra-
bajen en España y enseñen a los españoles; y lo maravilloso, dice,
es que todo esto no se hace con nuevos impuestos, que extenúen a
los ciudadanos, sino, al revés, los impuestos se reducen o suprimen
y son más llevaderos; el Rey es excelente, los ministros son buenos
y eficaces. Feijoo dice que es viejo y no ambicioso; que no desea
nada; que ha rehusado invitaciones tentadoras, y lo puede decir. En
efecto, habían querido hacerlo obispo varias veces y no había que-
rido. Ya está de vuelta de todo y no ambiciona nada. Puede per-
mitirse el gran lujo que es decir la verdad. Y termina: “con tal
Rey y tales ministros, ¿cuánto se puede prometer en España? Si en
dos años se hizo tanto”, —yo tuve curiosidad por ver qué había pa-
sado dos años antes: es el gobierno de Carvajal, ha empezado el
gobierno de Carvajal el año 48—, “si en dos años se hizo tanto,
¿cuánto se hará en veinte o treinta? Yo me lleno de gozo, Señor,
cuando contemplo que esta humillada y abatida nación, que de siglo
y medio a esta parte ha estado como despreciada de las demás, den-
tro de poco tiempo verá respetadas sus fuerzas en todas ellas, como
lo fueron en otros tiempos. Veo a España ir recobrando su vigor
antiguo”. Y añade: “la grande empresa de restituir a esta monarquía
todo su espíritu y vigor antiguo, tanto es más laudable en Vuestra
Majestad, cuanto es cierto que en ella no mira Vuestra Majestad al
fin de emplear a los españoles en alguna nueva guerra, antes sí al
de establecernos una durable paz”, —ustedes saben que el reinado
de Fernando VI fue el único reinado español en que no hubo nin-
guna guerra ni grande ni pequeña, ni exterior ni interior— “¿Acaso
hemos arribado a una época dichosa en que los más de los poten-
tados europeos empiezan a hacerse cargo de que la guerra a todos
es incómoda y que la nación vencedora padece de presente poco me-
nos que la vencida, quedando siempre incierto lo venidero? La paz
de un reino no es un beneficio solo, sino un cúmulo de beneficios,
siendo ella quien pone en seguro las honras, las vidas y las hacien-
das que la guerra expone a cada paso. Y aún no son éstos los efec-
tos más apreciables de la paz, sino que también es convenientísima
para el bien espiritual de las almas. Aun la guerra más justa oca-
siona la ruina de muchas, y la miseria o pobreza de los pueblos,
secuela ordinaria de la guerra, ocasiona la de muchas más. Decla-
men los filósofos cuanto quieran contra los vicios que resultan de la
riqueza o superfluidad de los bienes temporales. Yo estoy y estaré
siempre en que son mucho más frecuentes los que provienen de la
falta de lo necesario. ¿De qué otra causa, sino de ésta, vienen, aún
dejando otros capítulos, que en nuestra España, de parte de un sexo
lloremos tantos latrocinios y de parte del otro tantas torpes condes-
cendencias?”.

Frente al elogio fácil de la pobreza, este religioso español del si-
glo xvur hace el elogio de la riqueza. La riqueza tendrá sus peligros,
como lo tiene todo; todo tiene muchos peligros, incluso espiritua-
les, pero la pobreza y la guerra son el origen fundamental de to-
dos los males. La vocación decidida por la paz y por la prosperi-
dad que tiene Feijoo, en 1750, lo lleva a decir que desde hace 
dos años, desde 1748, las cosas van bien, que se hace lo que se
debe hacer ¿Qué pasará dentro de veinte o dentro de treinta años?
Es lo que pasó en el reinado de Fernando VI y de Carlos III. España,
hasta 1788, estuvo haciendo, aceleradamente, el programa de Macanaz,
el programa de Feijoo, lo que Feijoo esperaba.

Todavía se continuó en gran parte, durante el reinado de Carlos IV
también, aunque con altibajos, con dificultades, con el tremendo pro-
blema que planteaba la Revolución Francesa. Naturalmente vino des-
pués Napoleón y era enormemente difícil continuar, pero en fin,
todavía hay quien intente hacerlo. Piensen ustedes en que la vida y
la obra de Jovellanos transcurren, en su mayor parte, en el reinado
de Carlos IV, época de enorme avance todavía en muchas cosas. Pero
en fin, ya con grandes dificultades, con grandes entorpecimientos;
pero, durante toda la vida de Feijoo, se está avanzando progresiva-
mente en este sentido y, por tanto, es la época en que España se
toma como empresa de sí misma.

Yo diría que España ha tenido, durante mucho tiempo, empresas
ajenas a su realidad misma. Es evidente que España en el siglo XVI
y durante todo el siglo XVII se pone a una carta, que es la carta de
la Contrarreforma. No discuto que esto no tuviera justificación y
valor. Pero, por otra parte, no era una empresa nacional, era una em-
presa religiosa, una empresa cristiana, pero no una empresa española.

En segundo lugar, supuso quizá un grado de soberbia particular
de España el hacerse cargo de una empresa, que, como tal, no era
tampoco española. Es decir, en un sentido a España no le convenía,
evidentemente, desde el punto de vista nacional, el adscribirse ínte-
gramente a la carta de la Contrarreforma; pero, por otra parte, quizá
tampoco tenía derecho a identificarse con ella. De modo que desde
el punto de vista religioso y desde el punto de vista nacional, la
política que se inicia con Felipe II y se continúa, de una manera o
de otra, hasta el final del siglo XVII, tendría graves objeciones.

Piensen ustedes, por ejemplo en el empobrecimiento de España a
le largo del siglo XVII, el hecho de que la riqueza, la considerable
riqueza que viene de las Indias, el oro y, sobre todo, la plata de las
Indias, no hace más que cruzar España y no se detiene en ella. Sirve
para sostener las guerras de religión, sirve para sostener a Roma.
Se han hecho investigaciones, hace unos años, en los Archivos Va-
ticanos y no se han publicado de puro escandalosas que son porque 
resulta que España contribuyó a los gastos de la Iglesia, desde el
siglo XVI hasta fines del siglo XVII, mucho más que el resto de Eu-
ropa junta. Lo cual, evidentemente, es absolutamente abusivo. Y en
el siglo XVIII se trata de hacer en España un estado secular. Es lo
que quiere decir en España “regalismo”: la constitución en España
de un Estado secular. Se trata de que sea la sociedad española
la que asuma las funciones de gobierno y las funciones económicas.
Esto aparece clarísimamente en el texto de Macanaz, en el Pedi-
mento y Memorial a Felipe V, y es lo que representa paralelamente
la aprobación de Feijoo de la política de los reyes de la Casa de
Borbón, especialmente de Fernando VI.

Se trata, por consiguiente, de que España se haga a sí misma su
Propia empresa, que España realice sus posibilidades. Es la época en
que se completa y se termina la unificación española y en que se
sienten adscritas las diferentes regiones de España al torso nacional.
Es la época en que se suprimen las aduanas interiores, en que se
hace el tráfico de mercancías libre en toda España, en que, por
ejemplo, los tejidos catalanes circulan libremente por el país y los
trigos de Castilla van a Cataluña y hay un intercambio de mercan-
cías; en que Cataluña, empobrecida desde el siglo xv, y especial-
mente desde el Descubrimiento de América, que hizo perder tanta
importancia al Mediterráneo, se enriquece y se convierte en la regi-
ón más próspera de España. Unos años después, al final de la vida
Feijoo, Cadalso dirá que si el rey de España tuviera dos regiones
como Cataluña, le valdrían más que todo el imperio americano. Es
la época, en que, poco después, Moratín cruza la frontera, sale de
España y entra en Francia por el Rosellón, y tiene una impresión
de descenso, descenso de nivel de vida, descenso económico, descenso
del primor de las cosas. El Rosellón era muy inferior a Cataluña,
a fines del siglo XVIII, en mil setecientos noventa y tantos. Esta es
na la situación: la integración. Un escritor catalán, como es Capmany,
el gran historiador de Cataluña, del comercio de Barcelona, del Con-
solat de Mar, es un hombre de un vivo españolismo, que tiene en-
tusiasmo por la lengua española, que considera, naturalmente, suya,
a tan suya como el catalán, y tiene un enorme entusiasmo por ella.

No sé si ustedes conocen un folleto que publica cuando Napoleón
invade España, que se llama Centinela contra franceses, muy inte-
resante, que habla, por ejemplo, de la destrucción de las regiones
francesas, de la sustitución por Departamentos, por pequeños Depar-
tamentos, cuya justificación era que el Prefecto pudiera recorrerlos
en una jornada y pudiera ir a cualquier punto del Departamento,
entiende a caballo, claro; pero él dice que el propósito ha sido
destruir las regiones, precisamente para que se pierdan las articula-
ciones de Francia, para hacer que los franceses sean manipulables,
| bles y hacer con ellos lo que se quiera, por ejemplo, las guerras
napoleónicas. Y él piensa que la garantía de la unidad nacio-
nal, es precisamente la personalidad de las regiones —esta es la idea.
de Capmany—.

Es decir, aquella es la época en que España se construye a sí mis-
ma, en que llega a un equilibrio ideológico y a una intensidad ma-
yor, en que no hay guerras civiles, en que no hay persecuciones, no
hay exilios prolongados. Lo más grave que pasó fue el Motín de Es-
quilache y la expulsión de los jesuitas. Son los dos entorpecimientos
más graves de la convivencia española de todo el siglo XVIII. ES de-
cir, éste fue un siglo limpio, un siglo blanco, el siglo menos vio-
lento, el siglo menos sangriento de la historia de España y uno de
los siglos más concordes y menos violentos de toda la historia eu-
ropea. Pero, claro está, lo hemos olvidado.

Es curioso: los españoles repetimos incansablemente el recuerdo
de todo lo malo que nos ha pasado y todo lo malo que hemos hecho.
Pero cuando pasamos un siglo entero en que no hacemos ninguna
gran atrocidad, nos apresuramos a olvidarlo y a enterrarlo, y ahora.
hay que ir excavando estas Troyas como Schliemann las fue exca-
vando una tras otra, y así irán apareciendo poco a poco las ruinas
del siglo XVIII. Me parece que es buen momento éste en que cele-
bran ustedes el centenario del nacimiento de Feijoo, que fue la gran
figura inicial del siglo, para que, a partir de ahí, sigan excavando
todas las Troyas sucesivas de este siglo enterrado, que debemos resucitar.

Muchas gracias.
















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