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martes, 21 de octubre de 2025

Libertad humana y libertad política

 Artículo escrito por Julián Marías, el año 1974, en el que hace un extenso análisis sobre la libertad en la vida humana, y muestra los peligros a los que se enfrenta. Destaca finalmente, por ser el primero que realiza sobre el tema del aborto y sus consecuecias para la degradación de la vida personal y social.


                           Libertad humana y libertad política


El problema de la libertad ha solido plantearse de dos maneras inconexas, sin preocuparse excesivamente de ponerlas de acuerdo, menos aún de derivar una de otra, o ambas de una raíz común. La filosofía - y la teología - se han ocupado largamente del tema de la libertad humana, de la libertad del hombre como tal; de lo que podemos llamar su libertad personal. Las disciplinas políticas y sociales, y quizá todavía más la práctica política, han reivindicado las diversas libertades de que el hombre puede gozar como miembro de una sociedad o comunidad política, digamos como ciudadano; y secundariamente de la libertad de una sociedad en su conjunto, de la libertad de un pueblo, país o nación. Pronto se ha visto que la llamada libertad «política» no es simple ni unívoca, que tiene muchos condicionamientos, que a su vez se articula con otras libertades: económica, social, etc. Pero rara vez se ha establecido una conexión adecuada entre las dos grandes perspectivas sobre la libertad. De lo cual la víctima probable ha sido, naturalmente, la libertad misma.


La cosa es aún más aguda. Resulta, paradójicamente, que las ideologías teológicas (y a veces filosóficas) que más enérgicamente han afirmado la libertad «esencial» del hombre, han descuidado lamentablemente las demás libertades, por lo visto menos esenciales, las que se refieren a su vida efectiva sobre la tierra, en sus relaciones con los demás hombres, en su capacidad de proyectarse y decidir dentro de lasociedad. A lo largo de la historia hemos visto cómo los que profesaban el cristianismo y se proclamaban solidarios de una concepción que afirma sin restricciones la libertad humana no han tenido reparo en apoyar – o pro mover - diversas formas de opresión política: el absolutismo, la teocracia, las dictaduras. No olvidemos que, con varios pretextos, el liberalismo ha sido pertinazmente condenado por muchos que afirmaban esa «esencial» libertad del hombre. Con varios pretextos, digo, porque han aprovechado formulaciones accidentales y discutibles, acaso defectuosas, para oponerse a su torso general, en lugar de esforzarse por dejarlo exento de inoportunas adherencias.


Por el otro lado, la libertad no se cae de la boca de muchos que profesan ideologías según las cuales el hombre no es libre, está determinado biológica, social o económicamente, la libertad es una ilusión. Sin embargo, hablan de libertad, la reclaman con insistencia, se quejan de su falta, proponen como ideal la «liberación» que previamente han declarado imposible, que está excluida radicalmente de su concepción del hombre.


¿Mala fe por ambas partes? Sin duda. La inconsecuencia es palmaria. Mientras, de un lado, se concede al hombre una libertad íntima, fundamental, que en modo alguno puede perder, se lo priva de las libertades concretas en que esa libertad podría manifestarse y realizarse, de las que constituyen el contenido efectivo de su vida. De otro lado, se intenta convencer al hombre de que todo está determinado, de que los condicionamientos excluyen toda libertad real, de que el «sentido de la historia» está decidido ineluctablemente - por supuesto, como conviene a los que proponen esta visión de las cosas-, y a la vez, táctica-mente, se invoca una libertad contradictoria, destinada simplemente a abrir el paso a la acción política (y, no lo olvidemos, a la persuasión de que la libertad es imposible).

Uno se pregunta cómo esto puede suceder; cómo los hombres aceptan estos dos falaces complejos de «ideas». Cómo no invitan a los que proclaman la libertad humana a extraer las consecuencias de ello y dejar que el hombre viva libremente sobre la tierra (evidentemente en las Reducciones del Paraguay imperaba el «principio» cristiano de que el hombre es intrínsecamente libre y que la conciencia personal es el supremo juez de la conducta, y este principio no era negado por los «apostólicos» del tiempo de Fernando VII, por los teóricos franceses del absolutismo, por los que han apoyado tantos movimientos fascistas en el siglo XX). No se comprende tampoco cómo se admite que reclamen la libertad los que no creen que pueda existir y, cuando dominan, se encargan de que en modo alguno exista. En una reunión internacional en la Universidad de Concepción, en Chile, hace algo más de un decenio, el profesor Anatol Zvórykin, de la Academia de Ciencias de Moscú, expuso la doctrina de que el 999 por 1.000 del hombre está determinado por reflejos condicionados, y por el sistema económico-social, y sólo un 1 por 1.000 puede considerarse libre. Yo le pregunté: «Y si en su país se cree eso, ¿por qué tienen tanto inconveniente en que ese 1 por 1.000, que es tan poca cosa, se exprese libremente?» Yo esperaba que me hubiese contestado que también en mi país había inconveniente para permitirlo, y me pro-ponía responderle que en mi país se creía que el hombre era libre en una proporción incomparable mayor; pero prefirió no responder nada  mi pregunta.


Pero la mala fe nunca es una explicación satisfactoria, por lo menos no es suficiente. Los fenómenos sociales son muy complejos. La mayoría de los hombres viven apoyados en un sistema de creencias cuya conexión no es intelectual, sino vital; la incoherencia lógica rara vez es descubierta; se apoyan alternativamente en convicciones que se excluyen, pero cuya exclusión no les es patente. Si no fuera así, la manipulación de los hombres seria muy difícil. Se puede «de buena fe» estar en la creencia de que 2 y 2 son 5. Lo malo es que cuando se obra de acuerdo con esta convicción, se tropieza con la realidad, porque ella no tolera las falsedades y se venga siempre de ellas. De ahí viene el fracaso de la vida. Yo creo que lo que al hombre le es dado, aquello que tiene, es su vida, y con ningún pretexto hay derecho a suplantársela, vaciáraela, sofocársela. Ni siquiera la «otra vida» es buena razón para oprimir y desvirtuar esta, porque hemos de pensar la vida terrenal como aquella en que puede elegirse la otra, y hemos de concebir esta «otra» en intima conexión con la de este mundo. No digamos si se trata de abstracciones in-controlables como la «vida de la especie» o la «raza» o la «clase social», que no podrían consolarme de la pérdida o frustración o envilecimiento de mi propia vida personal.


A la hora de ejercer la máxima responsabilidad, que es vivir, es cuando se ponen a prueba todas las ideas, y de las falsas, incoherentes, contradictorias, suplantadoras de la realidad, no se puede vivir. Las vidas individuales de tantos hombres de nuestro tiempo -y de otros muchos, pero ahora me importa el presente - quedan en descubierto, fracasadas, no ya en su realización (esto en alguna medida es inevitable) sino en sus proyectos. No es que el hombre no llegue a ser lo que quiere, sino que descubre que no ha querido - no ha podido querer - lo que creía que estaba queriendo. Y de ahí el tedio, mortal enemigo de los mortales.



LA VIDA HUMANA COMO LIBERTAD



Sobre la libertad que pertenece intrínsecamente a la vida humana he hablado a fondo en diversas ocasiones (1), y no quisiera repetirme. Creo que el planteamiento adecuado del problema de la libertad se debe a Ortega, y no por ninguna particular excelsitud de nuestro filósofo, sino porque su pensamiento representa un punto de inflexión en la historia de la filosofía, aquel precisamente en que se descubren, a un tiempo, la realidad de la vida humana como tal y el método para comprenderla. En Ortega culmina la aprehensión de la vida como drama personal, es decir, la superación de la vieja tendencia a entenderla como una «cosa» o como afección o accidente de una cosa; por primera vez la filosofía alcanza en él los instrumentos suficientes para entender qué es persona: la razón vital permite comprender la vida humana desde dentro, sin suplantarla, sin «reducirla» a otra cosa, es decir, en su realidad irreductible. Que esto se esté olvidando bastante de prisa, que se haya recaído en los últimos años en un increíble primitivismo filosófico, no quiere decir más que una cosa: que por una vez los que habían llegado más lejos se han puesto a la escuela de los que se habían quedado rezagados. No es la primera vez que esto ocurre, ni será la última. Baste decir que ese olvido no es total, que algunos no han olvidado y no renuncian al presente - ni al futuro -, y que los que prefieren instalarse en un pretérito definitivamente caduco son muy dueños de hacerlo y de tomar como patrona a la mujer de Lot.


(1) Principalmente en Introducción a la Filosofía, La estructura social, El tiempo que ni vuelve ni tropieza, Ensayos de convivencia, El intelectual su mundo. Los Españoles, Antropología metafísica, Nuevos ensayos de filosofía, La justicia social y otras justicias, Innovación y arcaísmo.



«Ser libre - decía Ortega - quiere decir carecer de identidad constitutiva, no estar adscrito a un ser deter minado, poder ser otro del que se era y no poder instalarse de una vez para siempre en ningún ser determinado». Mi vida me es dada, me encuentro en y con ella, condicionado por una circunstancia que no he elegido, que me viene impuesta con todo rigor de una realidad inexorable; pero no me es dada hecha, sino que tengo que hacerla, consiste en quehacer, palabra en que convergen las dos dimensiones de la vida: forzosidad y libertad. Tengo que elegir entre posibilidades que ni siquiera como tales me están dadas, sino que surgen al proyectar sobre la circunstancia mis proyectos. No puedo vivir más que imaginando, proyectando lo que aún no es, moviéndome en el elemento de lo irreal, que por eso mismo no puede percibirse - si el hombre fuese simplemente perceptivo, no podría tener vida humana -, eligiendo entre posibilidades que no tienen realidad, muchas de las cuales no la tendrán nunca. Cuando Ortega dice que el hombre es forzosamente libre, que no tiene libertad para dejar de serlo, que su libertad es irrenunciable, se pone más allá de todo posible «determinismo» - desde el teológico hasta el biológico, pasando por el social o económico o psíquico -, porque todos ellos consisten en la suplantación de la realidad de la vida humana por cualquier «cosa», sea una sustancia al modo aristotélico o los recursos (biológicos, psicofísicos, cósmicos) con los cuales se hace la vida, que no consiste en ellos, sino en lo que se hace con ellos (mejor dicho, el o la que se hace con ellos).


En la perspectiva de la vida humana, es decir, vista mi vida desde dentro, no considerada desde fuera como una cosa, la libertad es evidente: tengo que decidir, tengo que elegir entre mis posibilidades, y nadie lo puede hacer por mí. No es que pueda elegir, sino que no tengo más remedio que hacerlo. La libertad de la vida humana es apodíctica, y cualquier duda sobre ella viene de abandonar su punto de viata, de suplantarla por otra realidad hablar de otra cosa.


Esta es la razón por la cual todos los hombres, incluidas los que niegan la libertad, tratan a los hombres como libres - especialmente cuando se dedican a impedir su libertad -, los juzgan, elogian y condenan, nada de lo cual tendría el menor sentido si no fuesen libres. Digan lo que digan, «piensen» lo que piensen empleando abusivamente verbo pensar, todos los hombres se viven - y viven a los demás - libremente, porque la libertad pertenece intrínsecamente a la vida humana, porque para el hombre vivir es tener que ser libre en una circunstancia que puede ser extremadamente adversa y opresora, a la cual quizá quisiera abandonarse, pero no puede hacerlo mientras está vivo.


Ortega dijo a veces que, aunque las posibilidades de un hombre puedan quedar reducidas, en ciertas circunatancias, a una sola, todavía el hombre es libre, porque siempre queda otra posibilidad: salir de la vida, dejar de vivir. Alguna vez he propuesto una situación aún más estrecha y angustiosa: aquella en que esa última y única posibilidad es precisamente la muerte; la situación del hombre que va a ser ejecutado o que por cualquier otra causa irremisiblemente va a morir. ¿Todavía es libre? «Sí - escribí hace algunos años -, todavía es libre y todavía tiene que elegir, porque lo humano es tomar las cosas de una manera o de otra, y ese hombre que va a morir, que no tiene más posibilidad que esa, tiene todavía que elegir libremente si va a tomar esa muerte con cobardía o con valor, si la va a tomar con orgullo o con abatimiento y vergüenza, si la va a tomar con desesperación o con esperanza» (2).


(2) «El futuro de la libertad», en El tiempo que ni vuelve ni tropieza


Pero esta consideración muestra, a la vez, el equívoco que late bajo la palabra libertad, la facilidad de cometer falacias cuando se habla de ella. El hombre es absolutamente libre, en el sentido de que no puede no serlo, mientras vive humanamente, en el sentido biográfico de la expresión; pero puede ser muy poco libre, mínimamente libre, como en el ejemplo anterior. La libertad del hombre que va a ser ejecutado dentro de un minuto es tan evidente como limitada; y, por supuesto, inaceptable para vivir, aunque sea suficiente para morir como tal hombre, es decir, para que su muerte sea el final de una vida humana y no un mero proceso biológico.

La libertad inexorable e inalienable del hombre acontece en una circunstancia que la hace posible, le da recursos para ejercitarse, y a la vez la limita, condiciona, restringe, estorba, impide. No es una libertad abstracta, sino condicionada por mi realidad psicofísica, por la sociedad a que pertenezco, por los recursos económicos de que dispongo, por el desarrollo de la técnica, por la intervención del Poder público, por el sexo y la edad, por la época histórica en que vivo. La mera libertad personal no es una realidad; es un requisito, una condición inexorable de la vida humana. Significa simplemente que tengo que ser libre para vivir como hombre, pero queda abierta la cuestión de cómo voy a serlo y en qué medida podré serlo, y todo ello es circunstancial.


Todo idealismo, todo resto de idealismo, que afirma in-condicionadamente la libertad del hombre, a última hora la compromete y hace irreal. Esto explica el que Sartre, después de haber afirmado la libertad sin restricción del hombre, de haber hecho consistir su «existencia» en elección (choix), de haber supuesto que yo elijo lo que voy a ser (la verdad es que lo que soy me es impuesto por la circunstancia, y sólo elijo quién voy a ser), que je me choisis comme, haya caído tan fácilmente en una posición marxista que invalida el núcleo más eficaz de todo su pensamiento anterior. Por supuesto, al hacerlo ha actuado libremente, il s'est choisi una vez más como ha querido.


Pero esto nos remite a una nueva cuestión: las condiciones circunstanciales de la libertad. No basta con proclamar que el hombre es libre y desentenderse de su realidad psíquica o somática, de su educación, de sus posibilidades económicas, de su capacidad de movimiento, de las presiones sociales, de las formas políticas. La realización de la libertad no está asegurada sin más, no es algo obvio y que fluya automáticamente. Y si efectivamente el hombre es intrínsecamente libre, si al hombre le pertenece la libertad como su más radical atributo, los obstáculos a la libertad son obstáculos a la humanidad. De la condición libre del hombre dimana la exigencia de sus libertades. Por eso es particularmente hipócrita la actitud de los que, acaso por motivos religiosos, sostienen la libertad esencial del hombre, pero son cómplices de innumerables restricciones de sus libertades concretas, o tolerantes, cuando no entusiastas, de cualquier forma de opresión y tiranía.


Tampoco puede pensarse que haya ciertas condiciones objetivas, dadas de una vez para todas, que hagan posible la libertad concreta, y sin las cuales esta no existe. Se trata, ya lo he dicho, de condiciones circunstanciales, que se han de determinar en cada caso; y, para no recaer en el pensamiento abstracto, han de ser posibles y no utópicas. Todos los ingredientes de la vida humana funcionan en contexto, y por supuesto en función de los proyectos para los cuales son recursos o estorbos. La libertad no se entiende más que desde las pretensiones concretas y las posibi-lidades efectivas de su realización o cumplimiento. Solo así podemos indagar su contenido, su nivel, sus exigencias, sus limitaciones; solo así podemos determinar si en una sociedad determinada hay libertad u opresión, o en qué forma y medida coexisten - que es lo más frecuente -. Los «mismos» contenidos - que social e históricamente no son los mismos - funcionan, según las circunstancias, como factores de libertad o como impedimentos para ella.


Lo que puede afirmarse con toda generalidad es que el requisito analítico de la libertad humana reclama su realización, en una multiplicidad de formas, en el sistema de las libertades efectivas. No se puede admitir la una sin aceptar las otras; del mismo modo que no cabe fingir que se reclaman estas si se rechaza la libertad humana.



                                       MEMORIA E IMAGINACIÓN



En una perspectiva antropológica - es decir, no desde el punto de vista de la teoría general o analítica de la vida humana, sino desde el de su estructura empírica-, el tema de la libertad se enlaza con dos dimensiones sumamente delicadas y que la condicionan: la memoria y la imaginación (3).

La proyección en que la libertad se inicia no es posible más que sobre un repertorio de recuerdos de los cuales se parte para imaginar - ya que el hombre no es creador, sino cuasi-creador, puesto que no crea de la nada, sino partiendo de la realidad, aunque desde ella innove efectivamente y no meramente «combine» -. Ahora bien, la memoria es siempre empírica, se deriva de la experiencia de nuestra vida, aunque haya que incluir las «experiencias imaginarias», ya que biográficamente han acontecido. Esta memoria no es solo individual, sino colectiva - hasta la individual está hecha de lo colectivo, sus «materiales» están interpretados desde vigencias colectivas -; esto dilata

(3) Véase el cap. 26, «Azar, imaginación y libertad», de mi Antropología metafísica.



fabulosamente la memoria humana, y por eso el individuo parte de un «mundo» que no es meramente natural, sino histórico.

Pero el pasado existe en dos formas muy distintas: como «inmemorial» o como estrictamente «histórico». En la primera forma proporciona los recursos para la vida; sólo en la segunda hace posible su argumento. Las formas de vida dominadas por lo inmemorial, aquellas en que el hombre está inmerso, como en una placenta, en un ámbito colectivo no historizado, tienen un mínimo de aptitud proyectiva, en ellas cada hombre apenas puede despegarse de ese conjunto, y, aun siendo esencialmente libre, su libertad se despliega en grado mínimo. Es lo que sucede en las sociedades primitivas, en la tribu, por ejemplo; en grado menor, en las sociedades rurales; a veces se estimula artificialmente este tipo de situaciones, dentro de un mundo que debería ser histórico, mediante la «hipóstasis» de una realidad colectiva abstracta, como la raza o la clase social.

La actual y notoria ofensiva contra la historia - incluso por parte de muchos historiadores, que la están «reduciendo» a otras cosas: estadística, economía, materiales para una historia que no se hace -, tiene la finalidad de «deshistorizar» al hombre, desposeerlo de su memoria colectiva, de su capacidad de imaginar y proyectar, de su posibilidad de sentirse «alguien» único e irreductible, per-teneciente a un pueblo también único, definido por una vocación o destino histórico insustituible. Es una forma nueva y sutil de lo que podríamos llamar «opresión antropológica», mucho más profunda que la meramente política o económica, porque no se refiere a los recursos o a las posibilidades de la organización estatal y la vida pública, sino que afecta a los proyectos y, por consiguiente, a la sustancia misma de la vida humana.

Otro tanto podría decirse de la tendencia a eliminar la literatura -y, naturalmente, su historia - de la formación intelectual (4). Es un paso más hacia la despersonalización, hacia la atenuación de Ia identidad de cada país como realidad histórica, permanente en su variación creadora a lo largo de muchos siglos. De paso, con ello se consigue la equiparación de los grandes pueblos inventivos, de los que han configurado el mundo, con los que - por unas causas o por otras - han quedado al margen de la historia del mundo; porque el mundo como tal, o al menos cada uno de los «mundos históricos» autónomos, cuando no todos estaban en presencia, tiene historia.

Estos «materiales» de la memoria, interpretados proyectivamente por la imaginación, son los que hacen posible el ejercicio de la libertad. El ejemplo más claro, del que alguna vez me he servido, es el del «robinsón». Su recursos efectivos son limitadísimos: los de la isla desierta, los restos de un naufragio. Pero a ellos hay que añadir la riqueza de la memoria y la imaginación de un hombre civilizado, procedente de determinada sociedad histórica. En el caso del famoso Robinson Crusoe, un inglés de comienzos del siglo XVIII; si se trata de Pedro Serrano (5), un español del siglo XVI. Su situación es enteramente distinta de la de Viernes, que dispone de los mismos recursos, pero es un primitivo. Si se piensa en un hombre de nuestro tiempo, la situación varía una vez más.

Por esto el primitivismo - en todas sus formas- es la más profunda reducción de la libertad. Cuando la vida se reduce a esquemas muy simples, cuando se produce una nivelación, no ya de posibilidades iniciales, sino de posibilidades de realización, de formas de vida; cuando se uniformiza la educación, la información, la diversión, las



(4) Puede verse el libro Literatura y sociedad, dirigido por Feruande Lázaro Carreter (Castalia, Madrid 1974). En ese volumen me he ecupe con detalle de este tema. (Reimpreso en mi libro Literatura y generaciones Colección Austral, Madrid 1975.)

(5) Véase mi ensayo «El Otro en la isla: Robinson Crusoe y Pedre Serranos, en El oficio del pensamiento.


las trayectorias vitales; cuando se intensifica la seguridad hacia el punto de que el riesgo, lo inesperado, lo insólito se reduzcan al mínimo, también la libertad se contrae peligrosamente.

Este último punto me parece decisivo, y suele pasarse por alto, porque sus efectos son insidiosos. En mi Antropología metafísica he mostrado cómo las dos grandes cuestiones de la filosofía, aquellas con las que el hombre, quiera o no, se ve enfrentado, inseparables y en cierto modo alternativas, son: ¿Quién soy yo? ¿Qué será de mí? El hombre tiene que responder a ambas, pero en la medida en que se responde a una, la otra queda problemática. Cuando sé qué será de mí, cuando he alcanzado la «seguridad», es porque he dejado de funcionar como persona abierta y proyectiva, futuriza, porque me he «reducido» a «algo» - y no «alguien -, y en alguna medida me he «cosificado». Es el resultado de la seguridad a que aspiran la mayoría de los hombres de nuestro tiempo, que quieren saber ya lo que va a ser de ellos, de la cuna a la sepultura (o antes, porque la acción protectora del Estado empieza desde la concepción). El ideal es que no pueda pasar nada; se entiende, negativo, perjudicial, penoso; pero cuando esto ocurre es que no puede pasar nada, sin más restricción, que la vida va encauzada estrictamente, y la libertad, aunque no haya coacción política expresa, casi se anula.

La única salvaguardia contra esta pérdida de la libertad es el azar, cuya función en la vida es decisiva. «El azar - he escrito -, al irrumpir inesperadamente en mi vida, con un elemento de sorpresa, introduce en ella un elemento de innovación, evita su "clausura" - la que se derivaría de una circunstancia ya dada y un proyecto vital que me constituye y con el cual me identifico -. El azar se burla de toda planificación, de todo intento de enjaular la vida. Cuando creo que "ya sé", el azar interviene y lo echa todo a rodar, porque respecto a él no sé a qué atenerme y tengo que buscar y decidir. El azar da las ocasiones para el ejercicio de la libertad. Es la forma que reviste circunstancialmente el carácter emergente y fontanal de la libertad, lo que nos recuerda que la realidad no se puede domesticar» (6).

Por cierto, el afán de seguridad del hombre contempáneo tiene dos curiosas «excepciones». Cuando he dicho que la acción protectora del Estado empieza desde antes del nacimiento, ya que envuelve a la mujer embarazada, hay que exceptuar la amenaza del aborto, particularmente grave en las sociedades que favorecen la seguridad y el welfare. La otra excepción es el olvido sistemático de la cuestión de qué va a ser de mí cuando muera (no hay nada menos unamuniano que ese tipo de hombre, tan frecuente en nuestra época). Creo que la razón fundamental es que, como la perduración o supervivencia tras la muerte está afectada intrínsecamente de inseguridad, y esta produce terror a ese hombre, prefiere dar por supuesta una seguridad negativa - sin duda ilusoria -, con tal de no tener que vivir con una interrogante insoslayable en el horizonte, de no tener que tomar su vida en peso, globalmente, y así ejercer la verdadera libertad.


¿CUÁNDO HAY LIBERTAD?



El progresista del siglo XIX, después del hundimiento del antiguo régimen y la iniciación de la democracia parlamentaria, tenía la impresión de haber inventado y estrenado la libertad política. ¿Era efectivamente así? A pesar de su sentido histórico, Hegel podía pensar que la historia era el progreso de la libertad; en sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, en una brillante -y peligrosa simplificación, decía que en Orienta no hay

(6) Antropología metafisica, cap. 26.



más que un hombre libre, que es el déspota; en Grecia y en Roma, algunos, los ciudadanos; en el mundo moderna cristiano, todos los hombres.

No podríamos contentarnos con fórmula tan sencilla. Los hombres se han sentido libres en muy diversas épocas y países, en innumerables situaciones históricas, en condiciones que a nosotros nos parecen inconciliables con la libertad. A la inversa, en las épocas más «favorables», muchos hombres no son libres, y aun los que consideramos tales no serían vistos de igual modo por hombres de situaciones que nos parecen dignas de compasión por su falta de libertad.

Lo mismo que en situaciones de peligro se eleva el «umbral» de lo alarmante o inquietante, y por debajo de él no se siente temor, libertad y opresión dependen de la pretensión que en cada momento tiene el hombre. Cuando se cree que «las cosas son así», nadie se siente oprimido, como nadie siente particularmente las consecuencias de la gravedad o la resistencia del aire. En los pueblos que carecen permanentemente de libertad política, la inmensa mayoría de los hombres no la echan de menos; y si les dijeran que estaban oprimidos tendrían una reacción de sorpresa. Alguna vez he recordado el brevísimo diálogo que el agudo y malicioso Voltaire introduce entre dos perso-najes de nombres significativos y transparentes. El conde Medroso pregunta: «Vous croyez donc que mon âme est auz galères?» Y lord Boldmind responde: «Oui, et je voudrais la délivrer.» «Mais si je me trouve bien aux galères?», insiste el conde Medroso. Y lord Boldmind replica: «En ce cas vous méritez d'y être.»

Hágase la cuenta de los países que hoy se encuentran bien en galeras, y se tendrán sorpresas; es lo que explica la persistencia de sistemas enormemente opresivos durante decenios y decenios, a veces durante generaciones; cuando se consigue la incomunicación de una sociedad, es muy fácil conseguir, sobre todo para los que han nacido a la vida histórica dentro de ella, la impresión de que no hay más forma de vivir que esa, y se puede continuar indefinidamente. Por eso los Estados opresores alzan muros en torno suyo , ponen dificultades a los que quieren entrar, no permiten salir, convierten los países en gigantescas ratoneras. En todo caso, no autorizan la entrada de los que han salido y han visto el mundo real. El primero que describió esta situación fue Platón, en el famoso «mito de la caverna», en su República; mientras no se ha salido, las sombras parecen la verdadera realidad.

A la inversa, no es imposible persuadir a los hombres libres de que no lo son, y hoy asistimos a este fascinador espectáculo. La técnica es sencilla: se reclama la libertad que se tiene; se declara que no la hay, mientras se la está usando; se hace clandestinamente lo que se puede hacer públicamente y a la luz del día. Para esto se ha inventado la palabra underground: en países en que no existe ni sombra de censura, hay revistas, teatro, cine underground, frecuentemente con subvenciones de tal o cual fundación o del Estado. Se puede discutir durante varios días si hay o no libertad de expresión, para llegar a una conclusión negativa, y todo ello, discusión y conclusiones, se celebra en la televisión del Estado y se publica en los periódicos, ante los ojos de todo el país. Y, lo que es más interesante, nadie parece sorprenderse; y si se subraya esta anomalía, a los ojos de muchos parece una enojosa impertinencia, casi una falta de educación.

Hace muchos años que Ortega introdujo su distinción entre el Estado como piel y el Estado como aparato ortopédico. La piel oprime todo el cuerpo, pero se ciñe ajustada y espontáneamente a él, y nos sentimos dentro de ella perfectamente a gusto, libres; en cambio, el aparato ortopédico nos perturba y enoja, nos estorba constantemente, nos impide la libertad de movimientos. Las presiones, cuando responden a un consenso vigente, efectivamente vivo, no se sienten como opresión. Nadie aceptaría hoy una imposición religiosa, por ejemplo una teología determinada, pero a nadie sorprende ni irrita la vacuna obligatoria, que significa la imposición de una ciencia tan problemática y discutible como la bacteriología y la inmunología, cuyos principios cambian con mucha más frecuencia que los de la teología. No nos parece admisible que se nos pregunte por nuestras creencias religiosas, pero sí que se nos pregunte por nuestros ingresos y nuestros gastos - lo contrario de lo que le hubiera ocurrido a un hombre del siglo XVI -. El hombre de nuestro tiempo no tiene derecho a ser analfabeto, no se le permite no saber leer, en gran parte del mundo tiene que practicar los deportes - o la gimnasia a primeras horas de la mañana , como en China -, todo lo cual hubiera parecido pura y simple tiranía a los hombres de otras épocas que en nuestra opinión vivían en la servidumbre.

Los Estados modernos velan cuidadosamente por nuestra salud; vigilan nuestro consumo de drogas, de alcohol, de tabaco; nos defienden del cáncer de pulmón; también, en buena medida - mediante la legislación escolar, por ejemplo -, de las «frustraciones» e «inhibiciones», según las jergas psicológicas vigentes; o de los accidentes (de ciertos accidentes, para ser más justos); pero en modo alguno nos defienden del pecado, de la condenación eterna, que es lo que pretendía hacer la Inquisición (y en general todas las Iglesias, particularmente entre el siglo XIII y el XVII). Por ejemplo, en muchos lugares son obligatorios los cinturones de seguridad para los automovilistas. ¿Por qué? -se pregunta uno -. Si no me pongo cinturón, no por ello comprometo la seguridad de los demás; solamente la mía. ¿No tengo derecho a arriesgarme? ¿No puedo preferir ir más cómodo y suelto de movimientos, a cambio de exponerme a un accidente más grave? ¿No puede aterrarme la eventualidad de quedar aprisionado, por ejemplo en caso de incendio?¿No puede provocarme el cinturón alguna «inhibición»?¿Es que se prohibe la práctica de los deportes peligrosos, los saltos de esquí o la espeleología o el escalar los picos escarpados?

La respuesta habría que buscarla en la idea de vigencia. Cuando ciertas creencias o ideas - tanto da - tienen plena vigencia, es decir, cuando funcionan como creencias sociales saturadas y compactas, su imposición por la sociedad o por el poder público no parece opresión, y por consiguiente, es conciliable con la libertad. En situaciones que a nosotros nos parecerían de extrema coacción, los hombres se han sentido libres, porque aceptaban auténticamente, de manera incuestionable, el repertorio de usos y creencias que estaba a la base de aquellas formas de or-denación de la vida.

Lo que pasa es que, con gran frecuencia, las presuntas vigencias no lo son. Quiero decir, tienen vigencia jurídica, legal - es el sentido primario y usual de la palabra vigencia en español -, pero no verdaderamente social; no hay consenso respecto a ellas. Lo más frecuente es que se finja esa vigencia, que algunos grupos - los titulares del poder o fracciones influyentes de la sociedad- pretendan que esas ideas o creencias son probadamente verdaderas o, en todo caso, universalmente aceptadas. Cuando se daba por supuesto que «los españoles son católicos», se procedís así; cuando se da por válido que «los obreros tienen conciencia de clase» (o que hay tales clases sociales y con tales atributos); cuando se «parte» de la terminología psicoanalítica, como si fuese expresión obvia de la realidad; cuando se desliza subrepticiamente una ideología nada evidente (cuando se llama «sexualidad convencional» a la existente entre hombre y mujer, o se considera demostrado todo lo que se adjetiva «científico», o se usa la palabra «liberación» en vez de terrorismo»), se comete el mismo sofisma, que en términos prácticos es un riguroso acto de opresión, una agresión contra la libertad.

Llegaríamos a una conclusión inesperada. A la pregunta ¿cuándo hay libertad? habría que responder: cuando se respeta la realidad. Cuando no se la fuerza, no se la suplanta por otra, no se va más allá de lo que las cosas verdaderamente son. Esto quiere decir que la libertad es posible en muchas formas, con diversas estructuras sociales, con muy diferentes regímenes políticos, a distintos niveles económicos y técnicos. Cada una de esas formas tiene sus propios requisitos y su propio contenido de libertad.

Con un elemento común, permanente, a través de su variación histórica; lo primero que hay que respetar, por-que es la clave de toda realidad: la condición humana. Si el hombre es una realidad dramática, proyectiva, futuriza, circunstancial e intrínsecamente libre, este es el punto de partida. La fidelidad a la estructura de la vida humana exige la posibilidad de su realización adecuada; y esto quiere decir la capacidad de proyectar y de cumplir - en la medida en que circunstancialmente sea posible- los proyectos personales y colectivos. En otras palabras, la libertad humana reclama la libertad política y social.



LOS MUNDOS EN PRESENCIA



La situación del mundo contemporáneo, ya durante todo lo que va de siglo, especialmente desde 1945, presenta caracteres que no se habían dado nunca antes, y que plantean delicados problemas. Durante muchos siglos, el «mundo» histórico había sido sumamente reducido, con un centro activo, creador, original y una periferia que poco a poco se iba integrando. Había otros mundos ajenos, desconoci-dos, incomunicados, de los cuales llegaban vagas noticias.

Desde fines del siglo XV, desde que España descubre América en 1492, las cosas cambian sustancialmente: la expresión Nuevo Mundo no fue en modo alguno casual. América era algo absolutamente nuevo; pero como la palabra «mundo» significa «mi» mundo (en forma colectiva «nuestros mundo»), al entrar en el mundo de los españoles - y europeos en general - se incorporaba al único mundo vital en que se vive: « parte del mundo». Y desde esta perspectiva se mira el resto, lo que aún no está incorporado: el globo entero se ofrece como una posibilidad, el mundo cósmico - el cosmos- ha de convertirse en mundo histórico. Las porciones del planeta que no forman aún parte del mundo del europeo se sienten como «irredentas», están pidiendo ser descubiertas, colonizadas, civilizadas, evange-lizadas, económicamente explotadas, dominadas; en suma, agregadas al mundo total que el primer Nuevo Mundo ha hecho postular para el globo terráqueo.

El siglo XIX altera un poco la situación. La colonización inglesa, holandesa, francesa, finalmente alemana, italiana, belga, tiene muy distintos caracteres que la española y portuguesa del siglo XV y siguientes, incluso difiere de la inicial colonización inglesa de América del Norte. Europa se sigue viendo como el centro del mundo, como el verdadero «mundo civilizado», que es el que cuenta. América se va incorporando, pero se la considera casi exclusivamente como algo pasivo, «derivado». El siglo XIX vive esta ecuación: América = naturaleza + un reflejo de Europa. Hoy cuesta algún trabajo pensar que así se haya visto, pero no deja de ser cierto, y podría explicarse sin demasiado esfuerzo. Al lado de este núcleo del mundo, que representa dos grados de lo mismo, las «colonias» o dependencias, que «no cuentan» y «con las que se puede contar» - se entiende, con sus recursos, con su pasividad, con su territorio como posible expansión -. La colonización del siglo XIX no intenta - no es que no logre, es que ni siquiera intenta - engendrar países semejantes, filiales, como hicieron España y Portugal en América. La Romania (los países no romanos, pero sí románicos) tuvo una correspondencia en la Hispania (los países no españoles, pero sí hispánicos). No encontramos otro ejemplo en la historia europea. Finalmente, el siglo pasado consideraba los países exteriores o, como solía decirse, «exóticos», que excitaban la curiosidad o el interés científico, pero eran «otra cosa».

Los principios vigentes en Europa - y en principio en América, con todas las restricciones necesarias - no se aplicaban a las colonias, cuya condición era distinta. Y, por supuesto, en modo alguno a los países exóticos. En el fondo, hasta aquí resuena un eco de la viejísima concepción griega: ciudadanos - atenienses, corintios, tebanos, helenos de Mileto, Crotona o Agrigento -, esclavos («naturalmente» esclavos, desprovistos por naturaleza, phýsei, de la eleuthería, es decir, de la libertad como independencia o suficiencia), pueblos de Asia Menor o la Magna Grecia; finalmente, bárbaros, hombres «balbucientes» con los que no se puede hablar, con los que no se entiende uno mediante el lógos, ajenos a los principios válidos para la Hélade. (Conste, sin embargo, que España en el siglo XVI había ido mucho más allá de esta concepción que domina Europa el siglo XIX: si se duda, léase completa la dedicatoria de Francisco López de Gómara a Carlos V.)

Pero desde 1945 las cosas son enteramente distintas. El mundo no es todavía uno -¿quién sabe si lo será alguna vez? -, es decir, no hay un sistema de vigencias válido para todos los hombres, ni mucho menos; pero todos los mundos están en presencia, lo cual significa que cada hombre y cada país están en el mundo sin más, y viven a escala planetaria. Esos mundos «coexisten» (se trata de que convivan, pero ello es más difícil, sobre todo por falta de imaginación), tratan entre sí, dialogan a veces, se estorban, se ponen zancadillas, se ayudan en ocasiones. No se puede «contar» con los otros, pero «hay que contar con ellos». Reina una enorme confusión acerca de cuáles son esos mundos y cómo son, y los intentos de hacerlos funcionar como un todo, principalmente las Naciones Unidas, están contribuyendo aún más a la confusión (7).

Desde el punto de vista que aquí me interesa, es decir, el de la libertad, creo que las cosas son relativamente claras. Hay dos clases de países: a) Los que han hecho la experiencia de la libertad social y política, aquellos en que se ha podido proyectar, decidir, ensayar formas de vida, cambiar de residencia, de profesión, escribir y publicar, influir en la marcha del cuerpo colectivo. b) Los que no han tenido globalmente esa experiencia, los que - salvo excepciones individuales o de exiguas minorías - no han conocido la vida como libertad.

Se advertirá que he usado el tiempo pretérito; he escrito: «los que han hecho la experiencia». Es que con ello me basta; aun aquellos países que no tengan actualmente libertad, son libres en el sentido de que la libertad les pertenece, y si no la tienen es que están privados de ella; los otros carecen de libertad (y, lo que es más grave, de su falta).

Esto explica buena parte de lo que está ocurriendo en lo que va de la segunda mitad del siglo xx. Los pueblos que no han vivido nunca en forma de libertad no la echan de menos, o muy vagamente y con restricciones, y tal vez encuentran una dilatación de sus vidas - algo así como libertad - en formas que a los occidentales nos parecerían irrespirables. Sería un grave error, una manera de provincianismo, no comprender esto. Piénsese en la mayoría de los países que componen la Unión Soviética (y no primariamente en Rusia o Ukrania, tan «occidentalizadas» des-

(7) Véase «El desorden internacional» en mi libro La justicia social y otras justicias. También «El Poder supranacional» en Innovación y arcaísmo.



de el siglo XVIII, tan vacilantes, tan ambivalentes durante trescientos años), en China, en los países árabes sometidos durante medio milenio al dominio otomano, en las recientes colonias europeas de Asia y África. ¿Cómo extrañarnos que abracen ideologías y formas políticas en su inmensa mayoría de origen europeo, es decir, nacidas en un ámbito de libertad, aunque en cierta medida renieguen de ella que representan una fabulosa ampliación de su horizonte?

Pero sucede algo decisivo: todos los pueblos actuales están en presencia, y por tanto los modelos de la vida como libertad están patentes a todos: a los que efectivamente viven en ella, a los que la han perdido y la echan de menos, a los que nunca la tuvieron, pero la descubren en su horizonte, al menos hasta donde tienen capacidad de percibirla - algo más difícil de lo que parece -. Como pretensión, la libertad social y política es válida para el mundo entero. Esta es una de las razones principales de sus tensiones internas. Y ahora hay que preguntarse en qué consiste, en esta forma histórica precisa, ahora que el siglo XX se acerca a su última fase, la vida como libertad.



LIBERTAD POLÍTICA



En otras ocasiones he puesto de relieve que la legitimidad social, es decir, el consenso colectivo acerca de quién debe mandar, de quién tiene títulos para hacerlo, alcanzó una cima durante la monarquía «absoluta» europea, sobre todo en el siglo XVIII. Carlos III de España representa un ejemplo admirable de legitimidad incontrovertida como «cabeza de la Nación» (y no solo ni propiamente «jefe del Estado»), y precisamente en tiempo de crisis (8).

(8) Véase mi estudio sobre «El motín de Esquilache» en Los Españoles (Colección El Alción, Revista de Occidente).


Pero desde 1789, desde el comienzo de la Revolución francesa, el ancien régime resulta eso, «un antiguo régimen», esto es, un régimen que ha perdido su vigencia. Pocos años después, en toda Europa; en España, la crisis es visible desde muy pronto probablemente se inicia en 1792, se agudiza hacia 1801, se consuma y hace evidente en 1808, con la invasión napoleónica. La unánime creencia social de que la función de mandar corresponde al Rey, unida al ejercicio no personal, no autocrático, nada «dictatorial», sino sujeto a reglas, a una Constitución - escrita o no escrita -, es lo que caracteriza esa forma de Poder, que permitió un considerable grado de libertad en los pueblos europeos. La crisis revolucionaria afecta, claro, al Poder real, que se pone en entredicho, en tela de juicio; pero a la vez, y es esencial ver esto, afecta a la libertad de los hombres que se sienten sometidos a un poder de legitimidad dudosa, y en esa medida «oprimidos», aunque la presión real sea menor.

La libertad no es posible ahora más que con una nueva legitimidad. Y como falta el consensus tácito, espontáneo, automático, se necesita uno de atributos bien distintos: voluntario, expreso, renovado periódicamente; es decir, democrático. Desde fines del siglo XVIII o comienzos del XIX, en Occidente no puede haber una legitimidad que no sea democrática o democráticamente refrendada. A esta situación histórica corresponde la fórmula de la Monarquía constitucional, que parecía absurda a los absolutistas, carentes de tantos sentidos, entre ellos el histórico. Es la que intentó Mirabeau, y fracasó; la consecuencia fue el terror revolucionario, la reacción, el Consulado, el Imperio militar de Napoleón, la Restauración borbónica; en suma, el eclipse de la libertad en Francia durante cuarenta y un años - que se dice pronto, pero no se pasa tan rápidamente -, hasta la monarquía liberal y doctrinaria de Luis Felipe (1830-1848). Es lo que intentan en España las Cortes de Cádiz, con su Constitución de 1812, lo que aplasta Fernando VII dos años después, y que había de tener considerable éxito en Europa, pues el modelo liberal español tuvo una aceptación extraordinaria. Esta ha sido, por ahora, la última vez que España ha sido políticamente creadora.

Por supuesto, la perspectiva europea en que me he situado hasta ahora no es enteramente justa. En rigor, la cosa vino de América del Norte. La crisis del «antiguo régimen» se inicia en la costa nordeste de lo que van a ser los Estados Unidos; lo que pasa es que ese régimen, más que «antiguo» es ajeno, el británico, y los americanos, al constituirse como tales, lo hicieron positivamente, y se ahorraron la demagogia, el extremismo y, por consiguiente, la reacción. La Constitución de los Estados Unidos - inspirada, naturalmente, en ideas europeas: uno de los primeros ejemplos de Occidente funcionando como tal -, significó tal acumulación de libertad potencial, que al cabo de doscientos años sigue con una vitalidad de la que acabamos de tener ejemplo dramático. Los europeos no se dan cuenta, aunque podrían empezar a hacerlo, de la ilimitada libertad política de los Estados Unidos, de la independencia de los ciudadanos respecto al Poder ejecutivo, de la independencia respectiva de los distintos poderes, de la increíble libertad de expresión, al lado de la cual todas las demás parecen taciturnas. Y esto en todos los niveles, desde el Estado federal hasta la vida municipal, pasando por los estados y los «condados», y envolviendo en el proceso democrático magistraturas que en Europa no se imaginarían electivas, como jueces, fiscales, etc. Hasta el punto de que este democratismo extremo, esta afirmación sin restricciones de la libertad, envuelve algunos riesgos, de los que luego diré una palabra, porque la realidad tiene una estructura compleja y hecha de requisitos vitales y no meramente racionales» (o, si se prefiere, racionales de la razón vital).

La democracia consistió, esencialmente, en el ejercicio del poder por el pueblo. Traducido esto a términos políticos concretos y controlables, significa la posibilidad, por parte de los ciudadanos, de elegir a sus gobernantes, lo cual quiere decir también su capacidad de destituirlos, de sustituirlos por otros, de cambiar de orientación o de régimen político. Donde esto es posible, hay democracia: donde no es posible, no la hay, aunque su nombre sea invocado todos los días - en vano o en falso.

En los primeros tiempos, se dio por supuesto que la democracia era liberal. Esto llevó a una confusión de ambas cosas, que a la larga ha resultado fatal. Decía William James que si todas las cosas frías fuesen húmedas y todas las cosas secas fuesen calientes, no distinguiríamos lo frío de lo húmedo y lo seco de lo caliente. Hasta muy avanzado el siglo XIX, los liberales eran demócratas y los antiliberales antidemócratas. De ahí vino la identificación de la cuestión del origen del poder con la de sus límites y forma de ejercicio. «En principio» es posible un poder no democrático - autocrático, personal - ejercido liberalmente; pero es sumamente improbable y no tiene la menor garantía de continuidad. Y es ciertamente posible una democracia ejercida con espíritu antiliberal, invasoramente, con desprecio a las minorías, dispuesta a intervenir en las esferas en las cuales el Estado no tiene por qué mezclarse, por ejemplo, a regular la vida privada. Esto aun en el caso de que las mayorías respeten el derecho formal de las minorías: el de existir, expresarse públicamente, intentar convertirse en mayorías. Si esto falta, no hay en absoluto democracia, ni liberal ni antiliberal (que es lo que ocurre en buena parte de los países que se titulan expresamente «democráticos», y que hacen recordar lo que una vez dijo Ortega: «como se llama pelón al que no tiene pelo»).

De ahí nacen los más graves problemas políticos de nuestro tiempo, Ortega escribió que la democracia había sido prostituida en Yalta, porque se había usado su nombre en dos o tres sentidos muy diferentes. Esto es muy cierto, y lo estamos pagando a un precio que acaso no se previó - pero que debíó haberse previsto -. Se ha producido un desgaste de los nombres que obliga a constantes restricciones y matizaciones si se quieren evitar los peores equívocos. Pero no es solo asunto de nombres: se ha producido una efectiva «contaminación», una literal «polución» que está desvirtuando desde dentro hasta a las democracias que merecen llamarse así, ya que, en nombre de ese nombre, se deslizan principios, actitudes y prácticas resueltamente opuestos a su verdadera consistencia.

Sin embargo, lo que más importa retener es que hoy, quiero decir desde la crisis del antiguo régimen, y en los pueblos que ha hecho la experiencia de la libertad - es decir, los occidentales históricamente, sea cualquiera su posición en el mapa -, la libertad personal, la libertad humana, no puede realizarse adecuadamente más que cuando existe una libertad política en el sentido riguroso de una democracia liberal. Cuando ésta falta, no es que la libertad desaparezca enteramente - peligroso error que conviene evitar, porque esa creencia suele conducir a su efectiva desaparición -, pero sí queda gravemente comprometida. Podríamos decir que los hombres siguen siendo libres, pero no tienen verdadera libertad.

La democracia liberal es, pues, necesaria para que, en nuestras sociedades actuales, la libertad exista. Pero hay que seguir preguntando: ¿es suficiente?



LA LIBERTAD SOCIAL



Los marxistas observaron hace mucho tiempo que las libertades políticas, las llamadas liberales «formales», no bastan. Si las condiciones económicas no permiten al hombre una vida decorosa, las meras posibilidades políticas reconocidas en una legislación son inoperantes. Esto es indudablemente cierto, y ha sido un mérito incontestable de los movimientos socialistas - marxistas o no - el llamar la atención sobre los aspectos económicos de la libertad, y mostrar cómo no basta una declaración de principios, que fue la tentación de los primeros demócratas modernos, desde la Revolución francesa.

Únicamente habría que hacer, antes de pasar adelante, un par de reservas. Las libertades que se llaman «formales» son precisamente las que informan la totalidad de la vida político-social, y en modo alguno son desdeñables; desde luego insuficientes, son absolutamente necesarias; sin ellas, ninguna otra libertad puede prosperar, ni siquiera la de quejarse de la situación cuando es lamentable. Esto quiere decir que no puede uno contentarse con las libertades «formales» o puramente políticas, pero que hay que empezar por ellas, y si faltan es vano cuanto se diga de las demás. La contraposición -tan usada hoy- entre libertad política y justicia social es absolutamente inadmisible, porque la privación de la libertad política es ya la más grave injusticia social (9).

La libertad reclama la posibilidad de realización de los proyectos. Estos requieren recursos proporcionados. A cada forma de vida, a cada pretensión, corresponde un nivel de recursos; es lo que se puede llamar propiamente «nivel de vida»: el nivel desde el cual se vive. Si una sociedad o parte de ella no alcanza ese nivel, la libertad es, al menos en cierta medida, puramente nominal y no puede ejercerse. Naturalmente, no hay un nivel fijo y dado de una vez para todas; depende, repito, de la pretensión vigente en una sociedad y de las posibilidades reales y no utópicas. Por

(9) Véase La justicia social y otras justicias (Seminarios y Ediciones, Madrid 1974).



eso la palabra «infrahumano» quiere decir algo sumamente preciso, pero no constante: lo que está, en cada situación, por debajo del nivel posible y debido de lo humano.

Pero esto quiere decir que uno de los requisitos de la libertad concreta es la promoción de la riqueza y de la posibilidad universal de acceso a ella. Si una fracción de una sociedad está excluida de los bienes económicos, la libertad política está viciada y falseada. Si, por cualquier tipo de razones, la producción de riqueza se mantiene por debajo del más alto nivel posible, ocurre lo mismo. La con-secuencia de esto es que el estímulo de la productividad es, inesperadamente, condición necesaria de la libertad y y de la justicia.

El liberalismo del siglo XIX estuvo afectado de un error, no imputable al liberalismo sino al siglo XIX: el individualismo. El planteamiento exclusivamente individual del problema de la libertad esterilizó en buena medida el pensamiento político del siglo pasado. Y, por una curiosa ceguera para lo social - a pesar de haber sido Auguste Comte el creador de la sociología -, el siglo XIX enfrentó el individuo al Estado. De ahí la paradoja de que los llamados «socialistas» rara vez tengan fe en la sociedad; son «estatistas», y esta denominación ha mantenido un equívoco secular indeciblemente perturbador. Lo que se ha solido llamar «socialización» ha sido casi siempre «estatización», transferencia al Estado de lo que era poseído, organizado, administrado, realizado por los individuos o por la sociedad como tal.

Y al decir que el individualismo es un error, no se entienda que el hombre individual no interesa o interesa menos. No hay otro hombre que el individual, y lo demás son abstracciones: la especie, la raza, el pueblo, la clase. El hombre individual, es decir, el hombre de carne y hueso, como decía Unamuno, cada hombre, es el único que piensa, habla, trabaja, sufre, se angustia, se alegra, ama u odia, quiere una cosa u otra, espera, muere y puede salvarse. Lo que pasa es que el hombre individual es social, esta hecho de sustancia social, vive en un mundo histórico-social hecho de vigencias, creencias, usos, recursos, proyectos de carácter colectivo, desde la lengua hasta las costumbres, las interpretaciones de la realidad y los recursos técnicos. El mero individuo es otra abstracción, tanto como las realidades colectivas.

No es, pues, que el liberalismo no haya de ser individual; lo que no debe ser es individualista, tiene que ser además social (y no es forzoso que sea socialista, menos aún estatista). La libertad no ha de defender solo al individuo, sino también a la sociedad como tal y a los grupos sociales dentro de ella, a sus diversas articulaciones. Por eso no puede ser abstracto - como los derechos del hombre y del ciudadano -, sino concreto y circunstancial, ajustado a la estructura efectiva de la sociedad de que se trate. El liberalismo es la organización social de la libertad (10).



LA ARTICULACIÓN DE LA SOCIEDAD



La experiencia reciente muestra una amenaza a la libertad, en la que rara vez se había pensado anteriormente, y que prueba cómo la existencia de regímenes políticos democráticos no basta para asegurar por ella misma la libertad. Me refiero a la vulnerabilidad de las sociedades amorfas, en las cuales, aun establecidas las libertades políticas y económicas, quedan desvirtuadas o paralizadas por manipulaciones que no afectan directamente a las instituciones sino, al contrario, se sirven de ellas.

(10) Véase «El "fracaso" del liberalismo» y «El contenido del liberalismo» en Innovación y arcaísmo.





La tendencia de la democracia moderna ha sido la nivelación. Los tres principios de la Revolución francesa - Libertad, Igualdad, Fraternidad - son plausibles y suscitan un asentimiento automático; pero si se mira su funcionamiento en concreto, tal vez se encuentre que no es fácil conseguir su equilibrio. El predominio de los intereses sociales ha llevado a reforzar, en nuestro siglo, la idea de igualdad; se ha deslizado en las mentes de nuestros contemporáneos, sin suficiente prueba, la convicción de que desigualdad equivale a injusticia (del mismo modo que se ha venido a identificar «privilegio», es decir, ley privada, ley particular, diríamos casuista, con «privilegio injusto», cuando el privilegio puede ser la condición de la justicia). Como la inercia mental es siempre muy grande, y la mayoría de los hombres prefieren cualquier cosa al esfuerzo de pensar, en muchos países se ha decidido por algunos y aceptado por los más que el ideal de una sociedad democrática es la nivelación. De la igualdad de derechos, que es muy justa, se ha pasado a la igualdad de oportunidades, que solo aproximadamente puede darse, y si se quiere imponer lleva a notorias violencias; un paso más ha sido fingir la igualdad de las dotes (lo cual significa cerrar los ojos a la realidad o forzar a ésta a reducirse a sus formas inferiores; una de las consecuencias de esto ha sido el descenso del nivel de la enseñanza y de toda la cultura); finalmente, se ha decretado la igualdad de los logros, de las realizaciones, se ha puesto un «techo» a las aspiraciones de los individuos (primero en sentido económico, pero en seguida esto se ha extendido al prestigio, la estimación social, la admiración, etc.).

La cosa no termina aquí. De la nivelación se pasa, casi sin advertirlo, a la homogeneidad; es decir, de lo que era más o menos remotamente cuantitativo se pasa resueltamente a lo cualitativo. El resultado es lo que llamo las sociedades amorfas, conseguidas violentamente en los regímenes totalitarios, pacíficamente en las democracias abandonadas a una inerte tendencia niveladora. Y entonces se produce un estado de «entropía» social, de degradación de la energía humana,en que los cambios apenas son posible, en que la innovación, la creación dejan de existir. Pero como la libertad consiste en proyectar, es la proyección realizada, las sociedades amorfas, sea cualquiera su organización política, reducen al mínimo su libertad.

La única manera de evitar esto es la articulación de las sociedades, el establecimiento de estructuras variadas y complejas, de manera que las diferencias individuales, no solo no sean aplastadas, sino sean promovidas y encuentren un máximo de posibilidades de dilatación y expansión. Una sociedad indiferenciada es una sociedad inferior y mínimamente libre; una sociedad con interna riqueza de formas, con articulación de grupos sociales a distintos niveles, que cooperen y se interpenetren, es la única que tiene capacidad de reacción e invención a un tiempo, que puede resistir a las amenazas a la libertad y ampliarla creadoramente en forma indefinida.

Y esta articulación no puede ser tampoco estática, dada de una vez para todas, sino que necesita capacidad de improvisación. Un ejemplo reciente ilustrará lo que quiero decir. La crisis política de los Estados Unidos entre 1972 y 1974, centrada en torno al asunto llamado Watergate, ha sido una prueba de la ilimitada libertad política americana, de la imposibilidad de que el Poder se imponga más allá de sus límites legales, del funcionamiento eficaz de las instituciones y de la Constitución que desde hace dos siglos las regula. Pero ha sido algo más, que ha sacudido mis convicciones en materia política.

Yo había pensado que la manipulación de los pueblos era la práctica constante de los Estados totalitarios y aun de aquellos en que, sin serlo propiamente, no existe adecuada libertad política, instituciones democráticas eficaces y, sobre todo, libertad de expresión. Pues bien, a pesar de darse estas condiciones, y en grado extremo, en los Estados Unidos, la opinión americana ha sido manipulada en estos dos años. Quizá en conjunto, en la dirección de lo justo, pero la manipulación me parece evidente. Un cambio de orientación, subterráneo o subrepticio, del que el público no se ha dado cuenta, de los grandes periódicos y las grandes redes de televisión, ha permitido una información interpretativa y perfectamente sincronizada de carácter unilateral y que no ha sido contrastada. Unos polls o sondeos de opinión, frecuentísimos y casi siempre hechos sobre muestras mínimas (muchas veces de menos de 1.000 individuos en un país de 210 millones), han convencido a los ciudadanos de que la mayoría de ellos pensaban ciertas cosas, y esto los ha inducido a pensarlas. Finalmente, se ha aprovechado muy hábilmente el tiempo el intervalo entre elecciones en que los ciudadanos no tienen ocasión de expresar su voluntad.

Se dirá que en un país libre, de omnímoda libertad, a unos periódicos pueden enfrentarse otros, a unas organizaciones televisivas otras distintas u opuestas, a unas opiniones las contrarias o las que introducen otras perspeсtivas. Es cierto, pero eso requiere tiempo. En una sociedad enorme y compleja como la de los Estados Unidos, en que la eficacia requiere instrumentos de gran volumen y al-cance, de estructura policéfala, la improvisación es extremadamente difícil. Por esto espero con apasionante interés la reacción general del pueblo americano en 1976, cuando tome en sus manos su destino colectivo y pueda servirse del instrumento adecuado en la vida política: el voto (11).

(11) Puede verse mi libro Análisis de los Estados Unidos (Guadarrama, Madrid 1968; Obras, VIII) y también el epílogo de la traducción inglesa: America in the Fifties and Sixties (Pennsylvania State University Press, 1970), y las series de artículos en La Vanguardia de Barcelona, U. S. A. 1973» y «U. S. A. 1974>>



Pero esta relativa pasividad y parálisis del torso de la sociedad americana prueba que su articulación es insuficiente, aunque muy superior a la de países como los escandinavos, más aún a la de los pueblos maniatados por dictaduras, no digamos a la de los que están sometidos a un régimen de partido único omnipotente y mera notificación oficial. Es menester una mayor agilidad, la multiplicación de organizaciones e instrumentos, la existencia de minorías políticas e intelectuales capaces de expresar inmediatamente, en cada ocasión, sin esperar a una campaña electoral, la diversidad de puntos de vista de una sociedad variadísima y compleja. Decía Fichte, y recordaba Ortega hace sesenta años, que la política consiste en declarar lo que es. Yo añadiría: declarar ahora mismo todo lo que es.



«LEGES SINE MORIBUS VANAE»



Los antiguos lo sabían bien: las leyes sin las costumbres son vanas. No estoy seguro, sin embargo, de que pudieran ver toda la verdad que esa expresión encierra. No se trata solo de que las leyes no sean suficientes para regir con justicia y equidad a los hombres si las costumbres de estos no son buenas, si el nivel de la moral es bajo, si existe la corrupción, si la sociedad está desmoralizada. Todo esto es muy cierto y bastante obvio. Lo decisivo es que el Estado y toda la organización política y administrativa - las leges - descansa sobre la realidad social en sentido estricto, sobre las vigencias sociales, es decir, el repertorio - vitalmente sistemático - de usos, creencias, ideas, estimaciones colectivas, proyectos compartidos, que constituyen una sociedad, lo que se puede llamar, sin degradar esta expresión, un pueblo.

Mientras un pueblo se mantiene alerta, con vitalidad histórica, con salud mental, con creencias vivaces, con capacidad de reacción e iniciativa, puede soportar un régimen político torpe, inmoral, opresivo, sin que esto signifique la anulación de la libertad, Podrá la libertad política ser mínima, casi inexistente, pero puede persistir una considerable libertad social y personal, lo que es todavía más importante. En cambio, la excesiva nivelación, la homogeneidad, la ausencia de tensiones y «diferencias de potencial» dentro de una sociedad, el martilleo constante de ideas o pseudoideas uniformes en la escuela, en la Universidad, en la Prensa, en todos los medios de comunicación, la falta de individualidades discrepantes y creadoras, puede conducir a una sociedad, formalmente gobernada de manera admirable, a una tremenda desmoralización, a una pasividad que significa, si se miran las cosas de frente, una anulación de la libertad.

Acabo de leer una información que me parece sintomática, porque no hace sino expresar en forma aguda y explicita las tendencias latentes en gran parte de las sociedades actuales. El Parlamento sueco ha aprobado una nueva ley del aborto «que permitirá el aborto a petición hasta la duodécima semana del embarazo, y que se ha calificado, no sin razón, como "la ley de aborto más radical del mundo"». «La novedad del proyecto de ley que acaba de promulgarse estriba en la supresión de todas las restricciones al aborto antes de la duodécima semana. La mujer será la única que decida si la intervención se ha de llevar a cabo o no. La ley prohibirá al médico influir sobre su decisión, a menos que haya razones terapéuticas muy precisas, o sea, peligro de algún daño físico o mental. Es decir, que el médico se limitará a efectuar la operación, quedando enteramente a las órdenes de su paciente. El negarse a llevar a cabo un aborto se castigará con una pena de un año de prisión. No se tomará en cuenta -como sucede bajo la ley inglesa - ninguna objeción de orden moral. Aún más, el padre del niño nonato no tendrá derecho a inmiscuirse en el asunto. La decisión le tocará exclusivamente a la mujer.»

«Las razones fundamentales del proyecto de ley - continúa esta información se expusieron en el preámbulo del mismo. Su propósito general, según indicaba, era enclavar en la ley la interpretación contemporánea de las relaciones hombre/mujer. Añade a continuación: "El pаpel de la mujer en la familia y la sociedad ha evolucionado, dando lugar a nuevos criterios y principios morales en lo que toca a la reproducción. La obligación de tener hijos se ha visto suplantada por la exigencia de que la mujer misma sea la que entienda y decida en materia de reproducción... varios criterios que antaño influían sobre el aborto inducido, como por ejemplo los que se remitían al mantenimiento del nivel demográfico, ya están pasados de moda." Por encima de todo lo demás, la medida está encaminada a prestar apoyo moral al aborto inducido. El preámbulo señala que el hecho de que la intervención se haya considerado indeseable, ha influido en la postura de la sociedad. En lo sucesivo, desaparecerá el estigma de criminalidad que pesaba sobre la mujer y, si surgieran irregularidades administrativas o legales en torno a la operación, la responsabilidad recaerá exclusivamente sobre el médico».

Esta información añade que, entre la duodécima y la decimoctava semanas, hay que obtener una autorización médica, que puede obtenerse del médico individual que asiste a la cliente. Se trata de estimular que los 26.000 abortos anuales de los hospitales suecos se lleven a cabo en las doce primeras semanas, ya que es más fácil y tiene menos riesgos. Después de las dieciocho semanas también puede autorizarse el aborto, en ciertas condiciones. «La reforma prevé también la posibilidad de esterilizar a la mujer al mismo tiempo que se le practica el aborto. Si el médico decide que los embarazos ulteriores serán nocivos para su salud, puede esterilizarla cuando induce el aborto y, bajo ciertas circunstancias, la ley le permitirá hacerlo sin la autorización del paciente» (12).

Estas largas citas me han parecido inexcusables. Resulta, en primer lugar, que en los medios en que se clama constantemente contra la interpretación de la mujer-objeto - con perfecta razón, aunque es problemático cuándo ha existido -, se introduce la más radical interpretación del niño-objeto, el niño-tumor, con absoluto desprecio de lo que significa como realidad viva, personal, como absoluta no-vedad, que llegará a ser una persona única e insustituible si no se para violentamente su maduración (13). En segundo lugar, la libertad del médico se anula hasta extremos increíbles; no es que se «autorice» a practicar el aborto, sino que se obliga al médico, bajo pena de prisión, a ser el ejecutor de un crimen contra la vida humana; y, mientras se defiende a los «objetores de conciencia» que alegan escrúpulos para hacer el servicio militar (aun en puestos que no lleven consigo ningún riesgo de tener que matar), no se permite al médico «ninguna objeción de orden moral», ni tampoco intentar influir en la decisión de la paciente. Paralelamente, el padre del niño está privado de toda libertad, lo cual es consecuente si se suprime toda relación humana de paternidad-filiación, es decir, si la ley decide que un niño no es un hijo gestado por una mujer madre, sino un crecimiento inoportuno, un tumor implantado en el útero de una hembra. Y adviértase que no se trata siquiera de consideraciones pragmáticas, utilitarias, implacables,



(12) Los Pueblos, vol. 1, núm. 4, 1974, p. 35 y 36, bajo la rúbrica «Una ley radical en Suecias. Roland Huntford informa desde Estocolmo. Es la revista oficial, publicada en Londres, de la Federación Internacional de Planificación de la Familia (International Planned Parenthood Federation), institución dedicada desde hace mucho tiempo a fomentar el control de natalidad, las prácticas anticonceptivas y la limitación de la población.

(13) Véase el cap. 4, «La creación y la nada», de mi Antropologia metafisica.



Por ejemplo, el mantenimiento de un nivel demográfico - Suecia, además, está muy despoblada -, sino de la implantación de una mentalidad determinada, la supresión - por decreto - de la criminalidad de una acción que la sociedad consideraba inmoral y ahora se consagra legalmente.

Adviértase que en una época en que los recursos anticonceptivos son eficaces y de difusión universal, total en sociedades «adelantadas», los embarazos «indeseados» son excepcionales, consecuencias de los «errores» o «descuidos» de cierto número de mujeres. Es decir, que no tienen consecuencias demográficas, colectivas, que pudieran plantear un problema social. Una legislación de este tipo se propone alterar la interpretación de la vida humana, de las relaciones personales de paternidad, maternidad y filiación, de la conexión de la relación amorosa entre dos personas con la procreación de una tercera persona, del carácter sacro de la vida y de la posibilidad de culpa (no hablemos de pecado, porque este concepto desapareció hace mucho de las vigencias sociales en gran parte del mundo). De esto se trata. Y la consecuencia es, evidentemente, la destrucción de la libertad, al socavar la realidad del único que puede ser sujeto de ella: el hombre personal.

Como en tantas dimensiones del mundo actual - por ejemplo, en muchas tendencias de lo que usurpa el hombre de «filosofía»-, lo que se hace no es atacar, combatir una tesis o actitud determinada, sino minarla por debajo, en sus raíces. Nego suppositum.

El porvenir de la libertad depende de un problema de equilibrio. Si existe un número suficiente de hombres y mujeres capaces de ejercer su libertad personal y no de-jarse imponer por ningún tipo de terrorismo - desde el de las metralletas hasta el de las modas o la «ciencia» -, si las sociedades conservan suficiente elasticidad para que sus voces no caigan en el vacío, se superará la inmensa ofensiva actual contra la libertad, y esta prevalecerá. Y dentro de pocos años, los hombres se preguntarán cómo habían podido estar fascinados por tan estúpida pesadilla. Pero si pasan algunos años sin que esto ocurra - quizá no más de un decenio -, la falta de libertad quedará firmemente asentada, la libertad quedará extirpada por mucho tiempo, y el mundo entrará en una de sus largas épocas oscuras en que la condición humana queda reducida al mínimo indestructible sin el cual no es posible vivir, hasta que vuelva a germinar lentamente la vocación para la vida como libertad.


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