MORATIN Y LA ORIGINALIDAD DEL SIGLO XVIII ESPAÑOL
El siglo XVIII español va emergiendo de las sombras, como las sucesivas Troyas de Schliemann. ¿Cómo es posible que época tan cercana hubiera sido de tal modo olvidada? En los dos últimos decenios se ha avanzado prodigiosamente en el conocimiento de lo que fue en España el siglo XVIII; dentro de poco, costará trabajo ver cuánto se ignoraba hace unos años. Lentamente, van apareciendo las formas del Continente sumergido, se descubren nuevos paisajes, se llenan huecos inexplicables, se va reconstruyendo la estructura. Son innumerables los hechos que se incorporan a nuestro conocimiento; pero no se trata sólo ni principalmente de hechos, sino de su significación, de la configuración de la época entera.
Y va apareciendo ante nuestros ojos lo que más se negaba, lo que parecía excluido por principio: la originalidad. Se solía despachar el Setecientos con una sola palabra: afrancesamiento; España, desde el advenimiento de la Casa de Borbón en 1700, se convertía en reflejo de Francia. Poco importa que Claudio Coello pintara en el Escorial a los cortesanos de Carlos II ya con trajes «franceses» en pleno siglo XVII; que la influencia italiana fuese enorme en la España del XVIII, posiblemente mayor que la francesa; que lo decisivo fuese la influencia europea en su conjunto, la presencia de Europa como una totalidad unitaria, que permitía decir a Antonio de Capmany en 1773: «Europa es una escuela general de civilización» (1). Si no se espera la originalidad, es imposible verla; si se supone que no puede existir, se la tiene delante y se la pasa por alto.
Creo que el olvido del siglo XVIII ha sido culpable, aunque no estrictamente voluntario. Cuando, a comienzos del XIX, se produce la primera discordia profunda, cuando se puede hablar por primera vez en nuestra historia de «las dos Españas (2), el siglo XVIII estorba. Para los reaccionarios, es el siglo de las luces, de la Ilustración, de la crítica, de la renovación, el siglo «revolucionario». Para los «avanzados», «progresistas», «exaltados, la moderación del XVIII es un reproche: ese siglo blanco, sin sangre,
(1) Bajo el seudónimo Pedro Fernández, en el manuscrito editado por mi en La España posible en tiempo de Carlos III, 1963 (reimpreso en Obras, VII, pág. 409). (2) Véase mi ensayo «Jovellanos: concordia y discordia de España», en “Los Españoles” (reimpreso en Obras, VII)
sin violencias, sin persecuciones, sin destierros -salvo el de los jesuitas, lo cual descompone aún más el cuadro, que construye más iglesias que ningún otro, fiel a la Monarquía y partidario del regalismo, no es revolucionario. Nadie lo quiere recoger como un antepasado; su herencia queda abandonada. Se le vuelve la espalda, y sobre él se acumulan toneladas de desvío y olvido, de tópicos; al cabo de unos cuantos decenios, de pura y simple ignorancia.
En toda Europa, en el siglo XVIII predomina más aún de lo usual la interpretación visual del conocimiento. Ya lo muestran los nombres que esta época se da a sí misma: Ilustración, Illuminismo, Enlightenment, Aufklärung, les Lumières, el siglo de las luces. Probablemente con men- gua de todo lo demás. Por ejemplo, del oído, por el cual viene la fe (fides ex auditu). También se olvida la relación del saber con el sabor (sapiens es el que entiende de sabores y los distingue; sapientia). Quizá por esto un siglo tan luminoso resulta algo insípido. Toda la época tiende a la negación o eliminación de lo misterioso (recuérdese el libro de Toland: Christianity Not Mysterious); pero podría decirse también: chassez le mystérieux, il revient au galop. El siglo XVIII es un siglo de brujería, de sociedades secretas; y a veces ese gusto por lo misterioso se combina con la ciencia: el «mesmerismo», tan asociado con el magnetismo científico; podría verse un símbolo de ello en el triángulo de la masonería: la raison y la iniciación en los misterios.
Hay que ver claramente que la innovación del siglo XVIII es más social que intelectual. El XVII fue creador; el XVIII, receptor, heredero, difusor, educador. Lo vio con claridad admirable el P. Juan Andrés (3). Se logra entonces la incorporación de grandes minorías, y aun de considerables masas, a la vida de la cultura, a las ideas. Lo decisivo del siglo XVIII es la creencia en las ideas. Estas alcanzan lo que rara vez habían tenido: fuerza social. Las ideas no son más agudas, ni más rigurosas, ni más originales, ni más verdaderas, sino más fuertes (curioso adjetivo para aplicarse a las ideas). La autoridad de los ilustrados se convierte en un poder espiritual comparable al de la Iglesia.
Se dirá que no había más que minorías ilustradas, rodeadas de una masa que no lo era; pero esto, que es verdad, hay que entenderlo al revés de lo que sugiere (debilidad e insuficiencia de las minorías ilustradas, superadas por una masa bien distinta), porque antes no había habido minorías intelectuales, sino simplemente individuos. Por primera vez son una realidad social. Y todavía más: se generalizan a toda Europa -no sólo a unos cuantos países privilegiados -, y en buena medida a América. Y comprenden un número de mujeres mucho mayor que en cualquier época anteriог.
El gran descubrimiento del siglo XVII había sido la razón como facultad capital del hombre, con la cual se identifica; esto llevó pronto al
(3) Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, II, págs. 349-352. Puedes verse las citas en La España posible en tiempo de Carlos III (Obras, VII, págs. 353 sigs..
racionalismo (el hombre de este tiempo no se contentó con ser racional, sino que fue racionalista, y por ello menos racional). Esto llevó en el siglo siguiente a una confianza ilimitada y no siempre crítica en la posibilidad de comunicación, y esto condujo a una pasión por la unificación que desembocó en una tendencia a la homogeneización, bien característica del XVIII, hasta en el aspecto exterior del mundo y de los hombres. El modelo de la ciencia gravitó pesadamente sobre todo el conocimiento; los maravillosos resultados de la matematización en las ciencias de la naturaleza llevaron a lo cuantitativo y mecánico.
Pero esto tuvo consecuencias devastadoras para lo humano (una forma extrema puede ser La Mettrie, pero es la tendencia general). Predomina el pensamiento abstracto, que lleva a la vez al absolutismo y el revolucionarismo. De ahí la tendencia a la politización, el utopismo, el pensa- miento desiderativo o wishful thinking, la magia, la irresponsabilidad intelectual, en suma, que corroe el siglo XVIII y no ha acabado de curarse. El progresismo indefinido y automático es buena muestra de ello: se produce la evacuatio de cada época en nombre de la siguiente (y, como no hay motivo alguno para detenerse, esto quiere decir, inexorablemente, de ninguna).
El siglo XVIII se caracteriza por su voluntad de innovación. Se dirá que ésta se había dado igualmente en otras épocas, y de manera eminente en el Renacimiento. No exactamente: el hombre renacentista es ciertamente innovador, pero lo disimula como «redescubrimiento» de los antiguos, como re-nacimiento. En el siglo XVIII, en cambio, la famosa Querelle des Anciens et des Modernes(4) da por resuelta la cuestión de antemano a favor de los modernos: los antiguos, para ser modelos, tienen que ser «indiscutibles»; en cuanto se los somete a indagación y examen, han per- dido esa función, y con ella su valor de modelos. Y esto lleva a una pérdida del pasado, a una descapitalización de Europa. Es lo que permitió a fines del siglo la irrupción incontenida del radicalismo, que muy pronto dominó la Revolución francesa. Ahora bien, el radicalismo es el freno de la historia, como veía muy bien Jovellanos (5), e hizo que Francia tardase, increíblemente, cuarenta y un años en tener alguna libertad política (desde el comienzo de la Revolución en 1789 hasta el reinado de Luis Felipe en 1830).
El siglo XVIII español no es muy creador (pero hemos visto que el siglo en general tampoco lo es); y es proporcionalmente más educador que ninguno. La distancia que media entre Carlos II y Carlos III es mucho mayor que la que hay entre Luis XIV y Luis XVI. Cuando se piensa que se vendieron aproximadamente 400.000 volúmenes de Feijoo - ensayista, autor de escritos de pensamiento - en un país de poco más de 10 millones
(4) Véase el excelente libro de J. A. Maravall: Antiguos y modernos (Madrid, 1966).
(5) Véase la famosa carta al cónsul inglés Jardine, del 3 de junio de 1794 (citada en s Españoles (Obras, VII, págs. 41-42). Sobre este tema véase también la introducción a mi libro Ortega. Circunstancia y vocación (1960). (2. ed., Colección El Alción, vista de Occidente, Madrid, 1973.)
de habitantes, con una enorme mayoría rural, con pocas ciudades grandes, y no muy grandes, cambian las ideas generalmente admitidas sobre lo que fue en España el siglo XVIII. Si se pudieran hacer mediciones pre- cisas, se vería la elevación del nivel medio del español desde mediados del reinado de Felipe V.
Los ilustrados españoles están sometidos al fuerte peso de la tradición y de presiones sociales; pero esto tiene una contrapartida: no pudieron olvidar la realidad; no fueron ni utópicos ni extremistas. No inventaron mucho -tampoco, si se aprietan las cosas, en los demás países, salvo figuras como Kant o Goethe, que exceden con mucho del marco de la Ilustración -, pero erraron menos, y salvaron gran parte del pasado válido. Cuando leemos a los escritores españoles del siglo XVIII, nos sorprende su responsabilidad, que con tanta frecuencia falta en la obra de los philosophes. Feijoo, Jovellanos, el P. Andrés, son mucho menos anticuados, mucho más actuales que los enciclopedistas; sus escritos se leen sin sentir la irritación que provocan con tanta frecuencia los franceses -sin duda más hábiles y mejor dotados - del mismo tiempo. Los tres autores que acabo de nombrar, y algunos más Mayáns, Antonio Tavira, Piquer parecen cristianos «postconciliares»; nos sentimos más cerca de ellos que de ningún otro autor de su época, y de la inmensa mayoría de los posteriores.
Jovellanos se opone perspicazmente a la Revolución francesa, pero no en nombre del ancien régime ni de la reacción, sino de la libertad y el avance social, que los revolucionarios comprometieron por más de cuatro decenios; y con la máxima energía condenaba la violencia y la guerra civil, que se iniciaron hacia 1790 e iban a ensangrentar Europa durante la primera mitad del siglo XIX.
En cuanto a las Cortes de Cádiz, influidas sin duda por la Revolución francesa, que tienen presente su Constitución de 1791 para redactar la española de 1812, recogen también yo diría principalmente la tradición de las Cortes medievales de Castilla y Aragón. Se ha supuesto que esto no era sincero, simplemente una manera de disimular con antecedentes históricos la innovación revolucionaria inspirada en Francia; creo que esta interpretación es profundamente errónea y no advierte lo que había de sincero en la apelación a las antiguas Cortes, la admiración que por ellas sentían los constitucionales de Cádiz; basta recordar la predilección que tienen por las de Aragón, con las cuales se sienten en especial afinidad. Intentan las Cortes de Cádiz lo que había querido hacer el siglo XVIII y se perderá en el siguiente: la renovación sin ruptura, esa vieja actitud española que ha producido en diversas épocas lo que D. Ramón Menéndez Pidal llamaba «los frutos tardíos». Y esta actitud, a un tiempo innovadora e historicista, llevó a la gran creación de la época romántica, a la invención del liberalismo.
Pero no es esto sólo. Uno de los rasgos más originales de España en el siglo XVIII es la existencia, al lado y enfrente de la Ilustración, del popularismo. La dinámica creadora de las dos actitudes es lo que define la vida española de todo el siglo, pero muy en particular de su segunda mitad. Faltan en Europa equivalentes de Cadalso, de D. Ramón de la Cruz, sobre todo de Goya. La afirmación de lo popular como tal, como forma de vida llena de gracia y atractivo, fuesen cualesquiera sus deficiencias económicas o sociales, la adhesión del pueblo a su condición a lo que era, a sus formas aunque estuviese descontento de su situación - de cómo estaba, de cómo le iba -, la admiración que por esas formas populares sienten las clases superiores, incluso la aristocracia y las personas reales, la sensibilidad para su atractivo que experimentan los ilustrados que, en nombre de principios que les parecen superiores, las combaten, todo eso constituye un fenómeno único, originalísimo y que probablemente es la clave del siglo y, en buena medida, de la historia ulterior de la sociedad española.
Creo que sería iluminador estudiar desde esta perspectiva el arte y la literatura de la América hispánica. La arquitectura, el urbanismo, la pintura de la Escuela Cuzqueña serían difíciles de comprender sin tener presente esa dualidad ilustración-popularismo que en América se complica con la dualidad entre el criollo y el indio (o el negro). Y esta sería la explicación no tan obvia como parece suponerse de que el español se use creadoramente en América, donde no es una lengua «recibida», pasivamente hablada y escrita, sino propia, hablada y escrita desde dentro, con modelos literarios vivos y desde un repertorio de formas populares igualmente creadoras, en las que el hablante y el escritor están instalados. En este contexto adquiere toda su significación la figura de Leandro Fernández de Moratin (1760-1828). Con ocasión del segundo centenario de su nacimiento escribí sobre él en 1960, cuando su obra-y sobre todo la parte de ella más interesante, los escritos póstumos - todavía estaba muy desatendida (6). Pero ya dos años antes me había ocupado del prólogo que Moratín había escrito para una edición de Fray Gerundio de Campazas, del P. Isla (7); y mucho antes, en 1953, había comentado una carta de Moratin a Juan Pablo Forner(8), cuya autenticidad considera dudosa el eruditisimo moratiniano René Andioc, que tanto ha hecho por el conocimiento de sus obras, aunque en este caso sus argumentos no me parecen concluyentes (9). Mi interés por Moratín es, pues, antiguo: se remonta a más de un cuarto de siglo, y no ha hecho sino aumentar a medida que ha ido pasando el tiempo y he ido conociendo un poco mejor sus escritos y la época en que vivió.
Moratín pertenecía si mis cálculos no son erróneos, si la escala que he propuesto para España y, probablemente, para toda Europa occidental,
(6) España y Europa en Moratín, incluido en Los Españoles (reimpreso en Obras, VII).
(7) Isla y Moratín» (ibid.).
(8) Una historia no escritas, en Ensayos de convivencia (reimpreso en Obras, III)
(9) René Andioc, Epistolario de Leandro Fernández de Moratín, Madrid, 1973, Introducción.
es válida a la generación de 1766, es decir, la de los nacidos entre 1760 y 1773.
Si lo miramos como escritor neoclásico, Moratín está en efecto muy lejos; pero si atendemos a su realidad total, nos aparece inesperadamente más cercano; si no me equivoco, con él empieza históricamente la época romántica. Según mis cuentas, era de los más viejos de la generación de 1766; у esta es, sin duda, la primera del Romanticismo, aquella que realmente lo inicia originalmente, la que inventa sus temas, la que alcanza esa nueva manera de instalación en el mundo que define a una época, antes de que el mismo mundo como tal la haya adoptado. Es la generación de Walter Scott y los lakistas; de Fichte, Hegel, Schleiermacher, los Schlegel, Novalis, Tieck, Beethoven; de Napoleón, Maine de Biran, Chateaubriand, Senancour, Benjamin Constant. ¿Se quiere más puro e intenso Romanticismo? Pero -se dira - ¿y en España? También, también. Algunos de los hombres de ese tiempo parecen 'muy siglo XVIII'; pero a poco que se les quite el mármol -o la escayola- que los recubre, aparece una realidad que late románticamente: Quintana y Marchena, por supuesto; pero además el Conde de Noroña, Cienfuegos, Arriaza, Arjona, Dionisio Solis, Mor de Fuentes, traductor del Werther (10).
Moratín comienza esa generación; está en la frontera entre la anterior, de 1751 (Goya, Jovellanos, Masdeu, Iriarte, Comella, Martínez Marina, Meléndez Valdés, Forner), plenamente «ilustrada», y la siguiente, la de 1783, inequívocamente romántica. Representa Moratín la fase final de esta Ilustración española, original y con raíces populares, que he tratado de describir brevemente.
Pero en su vida hay dos crisis, dos terribles decepciones. La primera, la Revolución francesa: la irrupción de la violencia, la crueldad, el radicalismo. Moratín como tantos otros ilustrados españoles tiene la impresión de que hay algo sucio escondido debajo de la carta por la que habían apostado, a la cual habían puesto sus vidas. La segunda, la discordia española desde la Guerra de la Independencia. Moratín - ve sin capacidad de alcoholizarse y engañarse - que renace el fanatismo, que parecía extinguido y estaba sólo soterrado: dos impulsos reaccionarios sofocan la innovación germinante del siglo XVIII, la razón con raíces y no abstracta, la razón enraizada en lo popular. El mérito principal de Moratín está a mi juicio, en que supo reconocer el carácter reaccionario de ambos extremismos, que no fue capaz de identificarse con uno de ellos en vista de que el otro le parecía lamentable o se movilizaba contra él personalmente. Moratín no ve que la razón rija el mundo. La confianza de su juventud, la que todavía sentía en Inglaterra hacia 1795, a pesar de lo que había visto en Francia, ya no puede sostenerse. Y empieza la serie melancólica de sus renuncias lo más discutible, aunque bien comprensible, de la figura del Moratin maduro. Al final se contentará con ir al teatro todos los días y tomar chocolate.
(10) «España y Europa en Moratin» (Obras, VII, pág. 71).
Pero es un hombre del siglo XVIII, un ilustrado escarmentado, vencido, escéptico, pero que no se rinde del todo: aunque ya no espere el triunfo de la razón, no puede renunciar a tener razón.
Y cuando Italia le devuelva el entusiasmo, se encontrará, como un don inesperado, con lo que va a ser la faceta complementaria de su personalidad: lo que va a ser el temple del Romanticismo. Y entonces hará su más original innovación, aquella por la cual Moratin pasará verdaderamente a la historia - cuando la historia española se haga bien-: un estilo literario que anticipa lo que será la mejor literatura española del siglo siguiente, con jalones en Bécquer, Valera, El sombrero de tres picos y el 98. Moratin va a ser un castizo ilustrado. Sin casticismo como actitud, y verdaderamente ilustrado. Lo malo es que casi nadie ha leído a ese Moratin, al de las Obras póstumas diarios, notas de viaje, cartas. Ha permanecido casi oculto, no ha influido como debiera, ha hecho que nuestra literatura tenga que descubrir poco a poco, a lo largo de un siglo, lo que estaba ya descubierto.
Recuerdo que Ortega dijo una vez: «El chulito madrileño, pasado por Kant, no está nada mal!. ¡Pero hay que pasarlo por Kant!» Leandro Fernández de Moratín fue un castizo madrileño pasado por Shakespeare y Molière, por Goya, Cadalso, Jovellanos, Goldoni, por París y Burdeos, por Londres y Flandes y Alemania y Suiza, por Barcelona y, sobre todo, por Italia: Roma, Turin, Milán, Venecia, Nápoles, Bolonia.
Madrid.
JULIAN MARÍAS
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