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viernes, 28 de febrero de 2014

"La cultura de la Ilustración". Un escrito enmascarado de Julián Marías

En la gran obra: Historia Universal de la Medicina, dirigida por Pedro Laín Entralgo, escribió Julián Marías la introducción al capítulo de la época de la Ilustración: "La cultura de la Ilustración". Ante la dificultad de encontrar dicho escrito, voy a mostrarlo para aquellas personas que puedan estar  interesadas. Dicho texto aparece reseñado en el libro de Julián Marías: "España inteligible", en la página 266, de la editorial "Alianza Universidad". Madrid (1987), cuarta reimpresión. Pertenece a la nota a pie de página.




                                            "La cultura de la Ilustración"


La cultura del siglo XVIII hace suya la interpretación visual del conocimiento, que desde Grecia había sido dominante, aunque había compartido ese dominio con otras. La metáfora de la luz y las que se refieren a la visión son constantes, desde la palabra idea hasta la idea de Alétheia o descubrimiento y la noción de claridad; pero el "sabio", sapiens, nos recuerda la apoximación entre la sabiduría y el saber, y la Edad Media no olvida que la fe viene del oído (fides ex auditu), y el aristotelismo nunca perdió la referencia al tacto y a la mano.


El siglo XVIII se va a ver a sí mismo como "el siglo de las luces"; los nombres que va a escoger para llamarse serán Ilustración, Iluminismo, Enlightenment, Aufklärung; se opondrá a los "siglos oscuros" o Dark Ages. Una pasión de ver - de ver claro, sin oscuridad alguna - domina esta época. Quizás esa misma pasión lleva a omitir ver - como se puede - lo que no es claro. El siglo XVIII no puede soportar el misterio. El título del famoso libro de Toland, Christianity not Mysterious, es revelador. ¿Y si el cristianismo fuera misterioso? ¿Y si la realidad, o por lo menos parte de ella, fuese misteriosa?


Hay que decir que la cultura de la ilustración no es excesivamente creadora. Sustancialmente vive de la herencia del siglo anterior, de los descubrimientos científicos, sobre todo filosóficos, del XVII. Galileo, Descartes Malebranche, Pascal, Spinoza, Newton, Leibniz, estos son los nombres verdaderamente creadores, los que descubren nuevas perspectivas y amplias zonas de la realidad, que el siglo XVIII va a explorar, de las cuales va a tomar posesión. El P. Juan Andrés, jesuita español, espíritu ilustrado, lleno de entusiasmo por su tiempo, reconoce expresamente, a fines de siglo, que el suyo, el XVIII, no puede comprarse con el anterior en el alumbramiento de nuevas ideas y doctrinas. Más aún: los grandes creadores del siglo XVIII - Kant, Goethe, Vico -, los más innovadores, no son propiamente "ilustrados", no se pueden reducir a la mentalidad de la Ilustración, sino que la rebasan y en no pocos sentidos se oponen a ella.


La innovación de la Ilustración - que es muy grande - no es propiamente intelectual, sino social. Durante el siglo XVIII acontece lo que sólo se había iniciado en el XVII, lo que fue estorbado extraordinariamente por la Guerra de los Treinta Años y por las devastaciones y tensiones que dejó atrás: la incorporación de grandes minorías, y en algunos lugares de las masas, a la vida histórica y cultural.


Con ello se avanza a una forma de sociedad que serán los pueblos. Se empieza a hablar de España como un país - no una realidad geográfica -; a la expresión "la Monarquía española" va a ir sucediendo "la Nación española"; el soldado francés herido en la batalla de Valmy, a quién Goethe vio caer, grita "¡Vive la Nation!", y Goethe comprende que ha empezado una época nueva; es el tiempo en que se habla de le peuple français. Y paralelamente, en las disciplinas intelectuales, Voltaire deja de considerar la historia como relato de sucesos extraordinarios y que afectan a personas relevantes, y escribe su Essai sur le moeurs et l´esprit des nations, de donde saldrá el concepto alemán del Volksgeist, el "espíritu nacional" o "espíritu del pueblo", que dominará la historiografía romántica.


Las consecuencias son muy graves. Los países aparecían representados por sus Reyes, que en alguna medida los encarnaban, en todo caso eran el vínculo unificador; de manera creciente surge ahora la presencia directa del pueblo como tal, que adquiere conciencia expresa de sí mismo. De este estado de ánimo brotaría irremediablemente la noción de soberanía nacional.


Si atendemos ahora a lo que podríamos llamar la mentalidad del siglo XVIII, a lo que representa como novedad la estructura de la mente en la sociedad ilustrada, encontramos una ruptura del viejo equilibrio entre ideas y creencias. Siempre, en toda la historia humana conocida, el hombre ha vivido primariamente de sus creencias sociales; la función de las ideas ha sido la de suplir las creencias fallidas o dudosas o ausentes. "Tenemos" ideas - enseñó Ortega hace muchos años -, pero las creencias nos "tienen" o "sostienen". En el siglo XVIII se produce un increíble aumento de la vigencia de las ideas. Vigencia quiere decir vigor, fuerza. Las ideas de la Ilustración no son ni más originales, ni más verdaderas que las del siglo anterior- al contrario, lo son menos- : son más fuertes (curioso adjetivo, por cierto, para ser aplicado al sustantivo "idea").


No quiere esto decir que el siglo XVIII no viva sobre todo de sus creencias; pero las minorías ilustradas, asentadas sobre una enérgica creencias en las ideas, intentan vivir de éstas y tienen una extraordinaria fuerza de irradiación sobre buena parte de las sociedades europeas. Esto acontece en dos formas principales, que podríamos llamar seducción y prestigio. El talento literario de muchos ilustrados- Voltaire, Diderot, Montesquieu, Rousseau, Lessing, Jean-Paul, Johnson, Pope, Feijoo, Cadalso y tantos otros- los hace particularmente persuasivos. Por primera vez, escritores de carácter ideológico tiene un público muy amplio, que rebasa el círculo de los especialistas, de los intelectuales. Si se piensa que a mediados del siglo XVIII se vendieron unos 400.000 volúmenes de Feijoo, del Teatro crítico universal y las Cartas eruditas y curiosas, en un país de apenas 10 millones de habitantes, compuesto, como toda la Europa de  aquel tiempo, de una enorme mayoría de campesinos iletrados, con una reducida minoría de lectores potenciales, asombra el grado de difusión y por tanto de eficiencia social. Si se tiene en cuenta que la acción crítica de Feijoo se orientó inicialmente - y en cierta medida siempre- a la medicina, a combatir los "errores arraigados" - es decir las creencias sociales falsas - que dominaban al pueblo y a la mayor parte de los médicos, se puede inferir lo que su obra significó para modificar lo que podríamos llamar la mentalidad médica en la España de Felipe V, Fernando VI y Carlos III.


La consecuencia de esto fue el prestigio y, con un paso más, la autoridad de los ilustrados. Los philosophes ejercen en toda Europa, pero sobre todo en Francia, una autoridad que puede compararse con la de la Iglesia y en buena medida se contrapone a ella. Son las dos grandes instancias- una ascendente y otra descendente - del "poder espiritual", donde hay que subrayar la palabra poder. La Enciclopedia de  D´Alembert y Diderot- la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des Arts, des Sciences et des Métiers - se convierte precisamente en eso, en una instancia a la que se recurre - como a la Biblia o la Summa theologiae- para orientarse, opinar, decidir. Esto se había preparado ya con el Diccionario de Moreri, más aún, en el umbral del siglo, con el prodigioso Dictionnaire historique et critique de Pierre Bayle, con la Cyclopaedia de Chambers. Pero es la Encyclopédie la que establece la vigencia saturada en las ideas de la Ilustración, que todavía se refuerza con la edición de la Encyclopédie Méthodique de Panckoucke, hasta el punto que la palabra "enciclopedista" va a remplazar con frecuencia a philosophe o "ilustrado". Estas obras son la artillería pesada que va a asegurar la fuerza o vigencia de las ideas en el siglo XVIII.


El mecanismo por el cual se opera ese desplazamiento del predominio usual de las creencias hacia las ideas es que la creencia básica del siglo XVIII es la creencia en la razón. A última hora se trata de una realidad credencial, pero su contenido es precisamente ideas. Es una vez más el siglo XVII el origen de esta actitud. El racionalismo es la gran creación de la filosofía - y de la ciencia - del siglo de Galileo y Descartes; pero mientras estos hombres y sus contemporáneos viven en medio de una sociedad que no comparte esa nueva creencia, esa gran fe en la razón, las cosas cambian en el siglo XVIII. No se olviden las presiones a las que están sometidos los hombres de vanguardia en el siglo XVII. Todo el mundo recuerda la forzada retracción de Galileo ante el Santo Oficio en 1633, la hostilidad a Descartes en la Sorbona y de los jesuitas, que le llevó a vivir tantos años en Holanda - la tierra más libre de Europa en aquella época - , donde todavía tuvo que soportar no pocas molestias de los ministros calvinistas, donde Spinoza fue expulsado de la Sinagoga y tuvo que sufrir más de un tropiezo, pero no se atrevió a cambiar los Países Bajos por la Universidad de Heidelberg, temiendo perder en libertad lo que iba a ganar en dinero, facilidades y quizá prestigio. Los hombres de pensamiento del siglo XVIII pisan más fuerte, aunque acaso no piensen tan fuertemente como sus antecesores.

Conviene, sin embargo, no exagerar las cosas. Las minorías intelectuales, todavía en la época de la Ilustración, son estrictas minorías, en algunos países exiguas minorías, rodeadas por una sociedad bien distinta de ellas, en muchos sentidos opuesta. En España esta tensión reviste la forma de alternativa entre Ilustración y popularismo, que Ortega estudió agudamente en su Goya y que he examinado con bastante atención en La España posible en tiempos de Carlos III y en Los Españoles. La libertad religiosa había conseguido establecerse en cierto grado - en buena medida, por la incapacidad de decisión de la Guerra de los Treinta Años, que forzó a católicos y protestantes a convivir sin destruirse y en 1648 dio con la paz de Westfalia la pauta de la nueva Europa pacíficamente escindida-; pero, aparte de la recaídas (renovación del Edicto de Nantes, opresión de los católicos en Irlanda, reactivación de la Inquisición española durante el proceso de Olavide), no se puede olvidar que en temas extrarreligiosos, aunque implicados en la religión, el racionalismo se enfrentaba con arraigadas supersticiones y creencias tradicionales: los procesos de brujería son constantes- en España más infrecuentes -, sobre todo en Alemania, y durante casi todo el siglo XVIII se sigue ahorcando y quemando a millares de infelices, sobre todo mujeres. Baste recordar, por otra parte, los esfuerzos de Beccaria- Dei delitti e delle pene- y de Voltaire - proceso Calas, por ejemplo- para racionalizar y humanizar a un tiempo el derecho penal y la administración de justicia.


Pero , aun siendo minorías, los ilustrados eran eso, minorías: lo que nunca habían sido, porque no habían pasado de individuos que se comunicaban personalmente entre sí, se escribían cartas o se visitaban, de un país a otro, humanistas o filósofos o médicos, sin tener ninguna realidad social en que apoyarse.


Agréguese todavía, porque es un rasgo esencial, que mientras la cultura europea, entre fines del siglo XV y fines del siglo XVII, había estado confinada en unos cuantos países, al menos con densidad suficiente, el siglo XVIII asiste a la universalización dentro de Europa de los mismos principios y  las mismas ideas. La Europa del Sur y la del Norte, incluso en buena proporción del Oriente europeo con una "cabeza de puente" en Rusia, cuyo símbolo fue San Petersburgo, se incorporan al núcleo occidental y extienden las vigencias ilustradas por todo el Continente. Por eso el español Antonio de Capmany puede escribir en 1773 que "Europa es una escuela general de civilización".


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Hemos visto que la creencia básica del siglo XVIII es la creencia en la razón. Esto produce una profunda confianza en la posibilidad de comunicación entre los hombres, que va a llevar a una unificación y homogeneización que Europa nunca había conocido. La razón es una, la misma para todos los hombres, y en la medida en que domina, la coincidencia es necesaria. Pero al hacerse inercial y en cierto modo automática la convicción que se había ido imponiendo creadoramente y en estado de alerta a los hombres del siglo XVII, es decir, al funcionar como creencia - y en este sentido de manera irracional o al menos no plenamente racional -, esta razón se interpreta con cierta trivialidad y se asimila a sus formas más simples.


El siglo XVII había alcanzado un éxito incalculable con la constitución de la física moderna, iniciada en Copérnico, pero madura en Kepler, Galileo, Huygens, el propio Descartes, Boyle, Leibniz, Newton. Esta física era física matemática, en buena medida la aplicacion del análisis y la geometría a la naturaleza. La tentación fue identificar la razón con la matemática, y esto es lo que acontece el el siglo XVIII. Incluso Kant, que excede tanto de las limitaciones de la Ilustración, cuando escribe la Crítica de la razón pura tiene ante los ojos, como modelo de la ciencia, la física de Newton.


Lo más grave es que esta "matematización" de la razón hace que el pensamiento ilustrado se deslice cada vez más hacia lo cuantitativo y mecánico. Las consecuencias son devastadoras cuando se trata de realidades de estructura distinta, sobre todo la realidad humana. El mecanicismo en una u otra forma amenaza todas las formas de la antropología ilustrada; la forma extrema es la que expresa ingenuamente el título del libro de La Mettrie: L´homme machine, pero salvo la ingenuidad, la misma tendencia aparece en los estudios sobre lo humano de casi todos los enciclopedistas. (Es curioso que ahora, al cabo de dos siglos, se esté recayendo en una mentalidad muy parecida; hacia 1880 hubo otra recaída muy semejante).


Esta actitud intelectual de la Ilustración- anticipada, por ejemplo, en Malebranche, aunque mitigada en él por la vertiente religiosa de su pensamiento - llevó a omitir o postergar todo lo que no se ajustaba a ese esquema: la historia, la pasión, lo individual e irreductible. Es cierto que, a pesar de ello, el pensamiento ilustrado hizo avanzar enormemente los estudios históricos, pero puede verse- y en mi Introducción a la Filosofía lo mostré hace muchos años - que hasta Voltaire, que está creando una nueva forma de historia, no puede escapar a un naturalismo que anula. Claro es que la realidad no tolera amputaciones, se venga siempre, y reaccionó contra la actitud ilustrada, en forma extrema, en el Romanticismo, el Idealismo alemán y, finalmente, en el historicismo. Y las consecuencias últimas no quedaron ahí, sino que, en la segunda mitad del siglo XIX, se produce la inversión completa del racionalismo ilustrado, en el irracionalismo que tanto ha costado superar a nuestro tiempo para reconquistar, en forma plena, adecuada y no abstracta, la razón.


La uniformidad que el racionalismo introduce, al exigir a la realidad que se comporte como la razón humana - entendida en su forma matemática y abstracta -, logra sin duda una aproximación de toda Europa - y de América en la medida en que se incorpora al mismo mundo intelectual -, pero a costa de una simplificación y de un empobrecimiento cuyas consecuencias serán graves, en la teoría como en la vida política y social. Y, una vez más, la reacción no se hará esperar: la erupción de los nacionalismos en el siglo XIX, de tan atroces consecuencias en nuestro tiempo, no puede entenderse más que a luz del universalismo abstracto de la Ilustración, que llegó a sus últimas consecuencias con el espíritu animador de la Revolución Francesa.


Una tendencia practicista se encuentra ya en el pensamiento del siglo XVII. Si se lee atentamente a Descartes se ve claramente que se proponía la transformación y manejo de la realidad mediante la física, que desde el comienzo adquiere en la Edad Moderna un carácter técnico. La física - ha dicho Ortega - aparece como el más poderoso instrumento de felicidad. Las últimas páginas del Discours de la méthode son prueba suficiente. De ahí arranca la técnica física (y naturalmente química), y muy en primer lugar la idea de una medicina científica basada en el conocimiento anatómico y fisiológico que esa nueva forma de investigación - el nuevo método racional - va a permitir.


Cuando esa mentalidad se traslada a la convivencia humana, al estudio de la sociedad y las relaciones entre los hombres, lleva - con eficacia y riesgos a un tiempo - a una politización cuya temperatura va a subir a lo largo de todo el siglo XVIII, hasta la explosión de 1789. Lo característico de esa actitud, lo específicamente racionalista, es la creencia en que la realidad se debe ajustar a los dictados de la razón, que ésta puede imponerle sus normas, que no hay una estructura de lo real capaz de rechazarla o exigir que el pensamiento se adapte a ella. La consecuencia es triple: universalidad, utopismo y predomino del wishful thinking o "pensamiento desiderativo".


La Revolución Francesa va a proclamar les droits de l´homme et du citoyen sin más restricciones: ni locales, ni históricas; sus principios serán válidos para cualquier sociedad, en cualquier tiempo y lugar; es decir, se instaura la idea del gobierno "por principios". Sería injusto negar la eficacia difusiva que esta actitud lleva consigo; pero bien a las claras son las consecuencias de la violencia que ejerce sobre sobre las formas de la realidad; todavía llegan hasta nosotros - y en forma bien dramática - las salpicaduras de esta posición ilustrada: desde la idea de las "Naciones Unidas", en que sociedades enteramente heterogéneas funcionan como si fueran análogas, hasta las diferentes "Internacionales" que desde mediados del siglo XIX han actuado enérgicamente en el mundo, cualquiera que fuese la estructura de los países y los grupos sociales sobre los que ejercían su influencia.


La dimensión de utopismo es inseparable de este planteamiento; el esquematismo de lo que es "en principio lo mejor" se convierte en la regla que decide la conducta. La tentación constante es pasar por alto lo que no encaja con el modelo adoptado o preferido. Aparece como un resto de irracionalidad destinado a ser superado. Lo mismo que Malebranche desdeñaba todo lo que "Adán no pudo conocer" (y por tanto la historia), se limitaba a lo que se deriva del puro funcionamiento de la "razón" - sin advertir que la razón concreta y real es razón histórica -, el pensamiento de la Ilustración sustituye lo que las cosas son- porque han llegado a ser así - por una construcción racional.


Un paso más es el «optimismo de la razón», la creencia de que la realidad se va a comportar como nuestra mente y se va a plegar a nuestras ideas y, por tanto, a nuestros deseos. Adviértase que esto no es lo mismo que la actitud técnica frente a la realidad; la verdadera mentalidad técnica parte de la aceptación de lo real, en el sentido del reconocimiento de que es como es (aunque sea para encontrarlo «inapreciable»). Precisamente la acción técnica se moviliza frente a la estructura de la realidad, para manejarla, modificarla o aun destruirla en vista de esa estructura, teniendo en cuenta su manera propia de ser; el wishful thinking o «pensamiento desiderativo» es una alteración innecesaria de la mentalidad técnica, y en definitiva un resto de magia en el seno del más extremado racionalismo. Piénsese en la significación que estos dos matices han tenido en

el desarrollo de una disciplina científica que es intrínsecamente «técnica», como la medicina (la tékhne iatrike de los griegos, uno de los ejemplos eminentes de lo que para ellos era «arte»). En buena medida, el progreso de la medicina contemporánea ha sido liberarse de esa actitud legada a nuestro tiempo por la mentalidad «ilustrada» junto con su prodigiosa eficacia y su impulso creador.

La culminación de este conjunto de actitudes se encuentra en la idea de Progreso. Nace a mediados del siglo XVIII en manos de Turgot -sus principales tratados, son exactamente de 1750-, precisamente como una idea, como una interpretación insegura y vacilante de la realidad; pero muy pronto va adquiriendo el absolutismo al que propenden las ideas en el racionalismo, y se va convirtiendo en una creencia que dominará los últimos decenios del XVIII, todo el XIX y sólo empezará a quebrantarse hacia 1914. Ya el libro de Condorcet, escrito cuando esperaba la muerte,

perseguido por la Revolución cuyo espíritu él mismo representaba (Esquise d'un tableau historique des progrès de l'esprit humain), representa la plena vigencia de la idea de progreso, su uso credencial. Y esta concepción de la realidad histórica lleva, tomada en su automatismo, a una
evacuatio, a un «vaciamiento» de cada época histórica en beneficio de la siguiente, y así in infinitum.

Cuando esta idea se asocia con el concepto de Entwicklung (evolución, desarrollo o despliegue)

en el hegelianismo y adquiere forma biológica en el pensamiento de Darwin, va a oscurecer el carácter innovador y cuasi-creador de la historia. Marx recoge la idea de Entwicklung de Hegel
y la de evolution de Darwin (aunque ésta le parece afectada de «tosquedad inglesa»), y todo esto lleva, tanto en el propio Hegel como en Auguste Comte o en Karl Marx a la noción de un estado «definitivo» en el cual la humanidad va a instalarse, y por tanto a la anulación del progreso y de la misma historia. Una vez más, la prolongación inercial de las ideas lleva a su inversión y destrucción, y nos advierte que la primera condición del pensamiento es el estado de alerta.

En una perspectiva algo distinta, la cultura de la Ilustración tiene un carácter por el cual se aproxima a ciertas épocas históricas - el Renacimiento, por ejemplo - y se distingue de casi todas las que la habían precedido: la innovación. No quiero decir que haya épocas no innovadoras -la historia es innovación-, ni que la Ilustración sea un período especialmente innovador - por el contrario, he insistido en que el siglo XVII es mucho más creador -; lo que caracteriza

al pensamiento ilustrado es su voluntad de innovaciónfrente a las actitudes tradicionales y que conservan el respeto a los «modelos», a los «clásicos». Una de las razones más innovadoras de la historia es sin duda el Renacimiento, pero durante él la innovación se presenta en la forma del redescubrimiento de las formas del clasicismo greco-romano-y de ahí el nombre que después se le
aplicó-; es una innovación enmascarada, que en cierto modo trata de disimularse.

Tan pronto como se planteó, en cambio, la querelle des Anciens et des Modernes, la suerte
estaba echada. Los antiguos tienen que ejercer un imperio indiscutidoque no se pone en cuestión. El modelo funciona como tal mientras no se le somete a examen y no se le pone a prueba. El suscitar la famosa querelle era ya darla por resuelta-a favor de los modernos-.

Esto tuvo como consecuencia, entre otras más estrictamente teóricas, el crédito abierto a la novedad, a la experimentación, al ensayo. Ciertamente esta actitud se encuentra ya en Descartes y más explícitamente en Malebranche -con la reserva de la teología-, pero es en el siglo XVIII cuando alcanza vigencia. Se invierte, por fin, el arraigado prejuicio contra la novedad, más agudo en algunos países, como España, donde se llegó a decir «Novedad, no verdad». Fue un formidable motor de remoción de viejas costras intelectuales, de crítica de falsas creencias inveteradas, de supersticiones, de prestigios fundados sólo en la Antigüedad y nunca puestos a prueba.

El reverso de la medalla fue la demasiado pronta disposición a arrumbar lo antiguo, sin cuidarse

demasiado de la mejoría al sustituirlo; la pérdida de obras de arte valiosas, el desdén por formas de pensamiento que simplemente no estaban de moda, pero conservaban acaso su validez y su verdad. Este espíritu innovador llevó a barrer el escolasticismo inercial y estéril que dominaba
el pensamiento europeo, sobre todo el católico, después de Francisco Suárez (1548-1617), pero condujo igualmente a que Degérando despachara en unas páginas de su Histoire des systèmes toda la compleja riqueza del pensamiento de la Edad Media, dejándolo reducido a un esquema
pobrísimo e inservible.

El racionalismo extremo, la convicción de que la razón es una y la misma, de que su ejercicio

asegura la coincidencia en la verdad, hace posible el auge del absolutismo en el siglo XVIII, la fórmula del despotismo ilustrado, que tan eficaz fue sin duda en muchos momentos y que contribuyó de tal manera al progreso. Lo malo es que la ilustración pasa y el despotismo queda, y los pueblos de Europa lo experimentaron en sus propias carnes. 

La misma creencia racionalista, por otra parte, lleva a dar por supuesta la coincidencia de las voluntades individuales cuando se sujetan a la razón, y es la justificación de la democracia. Monarquía absoluta y democracia coinciden en su esencial racionalismo.

Y cuando esta idea se asocia a la universalidad utópica y a la voluntad ilimitada de innovación,
el resultado inevitable es el espíritu revolucionarioEste consiste en la creencia de que las cosas se pueden arreglar súbita y definitivamente, de una vez para siempre, como mostró Ortega en 1923, en el apéndice «El ocaso de las revoluciones» que añadió a su libro El tema de nuestro tiempo. 

Y el espíritu inercial, que amenaza constantemente a esta mentalidad, lleva fácilmente al extremismoAhora bien, lo mismo que el pensamiento teórico, cuando se pone a la carta de la innovación querida por sí misma y de los esquemas universales, va pasando por alto doctrinas
aún válidas y vivas, y fragmentos de realidad desatendidos, y tiene que rebrousser chemin y volver atrás, en la práctica de la sociedad y la política el extremismo olvida las fuerzas reales que están ahí y con las cuales tiene que contar, y, lo que es más grave, la estructura objetiva de lo real. Por esto resulta, en fin de cuentas, el freno de la historia. Cuando se avanza inconsideradamente, sustituyendo la realidad por los esquemas, desdeñando las fuerzas históricas que habría que respetar (o en otro caso destruir), se produce una recaída y un retroceso.

Los enormes avances de la Ilustración desembocan en la Revolución de 1789; parece que esta significa una aceleración del proceso histórico que había llevado de las formas tradicionales de la vida al mundo que describe admirablemente Paul Hazard en La crisis de la conciencia europea
(1690-1715) y en El pensamiento europeo en el siglo XVIII; pero si no nos quedamos en la retórica, hay que reconocer que la Revolución, extremada en el Terror, degenera en el bonapartismo, el Imperio militar napoleónico, la Restauración borbónica-sin olvidar el «terror blanco»- después de Warteloo. Conviene no olvidar el desencanto de los espíritus avanzados de Europa al ver que la Revolución termina en el Imperio. Víctor Hugo, al recordar su nacimiento en 1802, dirá: 

Ce siècle avait deux ans. Rome remplaçait Sparte, 
déjà Napoléon perçait sous Bonaparte.

Aunque algunos se reconciliaran después con la grandeza de Napoleón, aunque lo admiraran, importa retener su decepción: aquello había fracasado. Francia no conoce alguna libertad política y una democracia efectiva hasta el reinado de Luis Felipe (1830-48). Antes de 1830
no hay una libertad comparable a la de los últimos años del reinado de Luis XVI, en plena influencia de los enciclopedistas, cuando el gobierno y la corte estaban compuestos principalmente de «ilustrados». Siempre me pregunto si la democracia liberal hubiese tardado 41 años en florecer en Francia, si la Revolución no se hubiese desencadenado o si hubiese seguido el camino que señalaban Mirabeau y la Constitución de 1791, en lugar de caer en las manos de los jacobinos y en la política abstracta y radical de Robespierre.

                                                                 *****

En esta perspectiva, la Ilustración española adquiere un valor inesperado y rara vez reconocido
(pueden verse algunos libros: Jean Sarrailh: L'Espagne eclairée de la seconde moitié du XVllle siècleRichard Herr: The Eighteenth-Century Revolution in SpainEdith Helman: Trasmundo de Goya; Julián Marías: La España posible en tiempo de Carlos lll y Los Españoles). Fue modesta en volumen y en calidad intelectual, no muy creadora; pero no lo fue demasiado la Ilustración
en el resto de Europa; su valor fue sobre todo educativo -recuérdese el ensayo «El siglo XVIII, educador», en El Espectador de Ortega- y de transformación social; y en eso, la Ilustración española fue ejemplar. Si se compara la situación de España en los últimos decenios del siglo XVII con la que alcanzó a fines del XVIII, la distancia es mucho mayor que la que separa la Francia de Luis XIV de la de Luis XVI, y análogamente en otros países europeos. El alcance de la obra de Feijoo (los 400.000 volúmenes de obras suyas difundidas en medio siglo) fue extraordinario y preparó el camino para la renovación del reinado de Carlos III.

Y hay que agregar que, sin duda por el peso de la tradición y por las cautelas con que tenían
que moverse los ilustrados españoles, éstos no pudieron nunca olvidar la realidad con que se enfrentaban y principalmente las fuerzas que se oponían a sus proyectos. En este sentido,
la Ilustración española apenas fue utópica y ciertamente no fue extremista. Las figuras de los grandes ilustrados - Feijoo, Macanaz, Jovellanos, Cadalso, el P. Andrés, Moratín - parecen
extrañamente responsables. Quizá sus virtudes fueron menos brillantes que las de los «ilustrados» de otros países, pero sus defectos fueron también menores. Inventaron menos - pero todos vivían de la herencia del gran siglo anterior -  pero erraron muy poco y salvaron una
enorme porción del pasado que seguía siendo válido.

Cuando miramos hoy las figuras de Feijoo y Jovellanos y de algunos jesuitas expulsados en 1767 y establecidos en Italia, fuera de las presiones de la Compañía como tal y de las tensiones políticas, nos parecen «católicos postconciliares», hombres de una singular modernidad y aun actualidad. A decir verdad, mucho menos anticuados que los enciclopedistas, incluso algunos agudísimos y excelentes escritores.

Jovellanos se oponía a la Revolución Francesa, no en nombre del ancien régime ni de la reacción, sino precisamente en nombre de la libertad y el alcance social, que le parecían comprometidos por la precipitación y la prevención -como hubiera dicho Descartes-; en suma, por la torpeza. «Si el espíritu humano es progresivo, como yo creo, es constante que no podrá pasar de la primera a la última idea. El progreso supone una cadena graduada, y el paso será señalado por el orden de sus eslabones. Lo demás no se llamará progreso, sino otra cosa. No sería mejorar, sino 
andar alrededor; no caminar por una línea, sino moverse dentro de un círculo. La Francia nos lo prueba. Libertad, igualdad, república, federalismo, anarquía... y qué sé yo lo que seguirá, pero seguramente no caminarán a nuestro fin, o mi vista es muy corta. Es pues, necesario llevar el progreso por sus grados.» (1794). 

A pesar del intento de olvidar el siglo XVIII que se hace en España al sobrevenir la ruptura y
la discordia de 1808, el pensamiento de la Ilustración conserva una considerable validez. Y esto resulta evidente cuando se considera la obra de las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. El intento de fundir la tradición de las Cortes medievales con las novedades francesas (especialmente la Constitución de 1791), del que fue portavoz sobre todo Martínez Marina, no era una hipocresía ni un ardid destinados a hacer pasar la mercancía nueva bajo el pabellón tradicional, sino que era el programa sincero de la Ilustración del siglo anterior. No se buscaba la ruptura, sí la renovación.

La prueba de ello, no suficientemente atendida, fue la invención del liberalismo, con nombre acuñado en las Cortes de Cádiz y difundida por toda Europa. La fórmula que había de ser la
del porvenir tuvo una primera realización en España -no importa que durase muy poco-y la Constitución de Cádiz fue adoptada o imitada en otros países. No se olvide que sus fórmulas políticas liberales y moderadas, se forjan durante la campaña de Rusia de Napoleón, con toda la Península Ibérica ocupada por sus tropas, mucho antes del Congreso de Viena y no digamos de la Charte que definirá la Monarquía constitucional en Francia, la institución política del siglo XIX.

                                                                ******

Estas consideraciones pueden parecer alejadas de los temas que suelen incluirse en un estudio de «la cultura de la Ilustración»; pero creo que son esenciales, precisamente porque la tendencia de ese período a la abstracción y al pensamiento inercial reclama imperiosamente que se estudie
la Ilustración en sus raíces sociales e históricas, como una forma de vida. En una palabra, se trata
de escapar a la razón abstracta que fue la limitación del siglo XVIII para intentar comprenderlo y hacerle justicia con el método de la razón histórica. 


Bibliografía 

Cassirer, Ernst: Filosofía de la ilustración.  México 1950
Hazard, Paul : La crisis de la conciencia europea. Madrid 1941
Hazard, Paul : El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Madrid1946
Ortega y Gasset, José: Goya, en Obras Completas, vol VII, Madrid 1966
Herr, Richard : España y la revolución del siglo XVIII. Madrid 1964
Marías, Julián: La España posible en tiempos de Carlos III. Madrid 1963
Marías, Julián: Los españoles. Madrid 1962
Soboul, Albert: La civilisation et la révolution française:  1, La crise de l´Ancien Régime. Paris 1970

2 comentarios:

  1. Está genial. No conocía este texto. Gracias por ponerlo a nuestro alcance.

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    1. Gracias por los ánimos. Existen muchos escritos de Julián Marías en libros colectivos; algunos de ellos los iré poniendo, siempre con el temor de la falta de permiso para su colocación en este sitio, pero de otra manera será muy difícil conocerlos, por no contemplarse una Obras Completas de nuestro autor. De momento nada más que la publicación en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes de algunas obras escogidas.

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